
Aquel mismo domingo, por la tarde, estaban reunidos los discípulos en una casa con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz esté con ustedes.
Y les mostró las manos y el costado.
Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús les dijo de nuevo: La paz esté con ustedes. Y añadió: Como el Padre me envió a mí, así los envío yo a ustedes.
Sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se los retengan, Dios se los retendrá.
Tomás, uno del grupo de los doce, a quien llamaban «El Mellizo», no estaba con ellos cuando se les apareció Jesús. Le dijeron, pues, los demás discípulos: Hemos visto al Señor.
Tomás les contestó: Si no veo las señales dejadas en sus manos por los clavos y meto mi dedo en ellas, si no meto mi mano en la herida abierta en su costado, no lo creeré.
Ocho días después, se hallaban de nuevo reunidos en casa todos los discípulos de Jesús. Estaba también Tomás. Aunque las puertas estaban cerradas, Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz esté con ustedes.
Después dijo a Tomás: Acerca tu dedo y comprueba mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente.
Tomás contestó: Señor mío y Dios mío!
Jesús le dijo: Crees porque me has visto? Bienaventurados los que creen sin haber visto.
Jesús hizo en presencia de sus discípulos muchos más signos de los que han sido recogidos en este libro. Estos han sido escritos para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios; y para que, creyendo tengan en él vida eterna (Jn 20,19-31).
Contemplación
Entre dos alegrías plenas se desarrolla el pasaje del Evangelio de hoy: la que llenó el corazón de los discípulos al ver a Jesús y la alegría sellada con una bienaventuranza del Señor resucitado que llama felices a los que creen si haber visto, a los que se alegran en la fe.
Hablando de la alegría, en su diálogo radial de los viernes con Fernando Bravo en Continental, citaba el padre Ángel Rossi a nuestro poeta Leopoldo Marechal quien, en su «Didáctica de la alegría», exhorta a todos a visitar a alguna persona alegre si es que fuimos visitados por uno de esos tristes que eligen la tristeza como opción: «Buscarás en seguida la casa de un Alegre; pues en verdad te digo que vale más la rota pantufla de un Alegre que la sandalia nueva de los Tristes». A Fernando Bravo le nació compartir que él tiene una especie de receta para sí mismo cuando pasa por alguna prueba dura, como quien se encuentra en medio de una tormenta, que consiste en recurrir a las cosas que le dan alegría para poder seguir nadando, decía. Y Rossi le recordó que para eso había una regla de San Ignacio, que dice que en los momentos de desolación hay que hacer memoria de las gracias recibidas. La memoria agradecida activa ese reservorio de gracias que están en el alma ya que, por cada tristeza o dolor, la vida nos ha regalado dos o tres gracias y alegrías.
Esa reserva de Alegría se nutre de evangelios como el de hoy, que nos dice que «los discípulos se alegraron al ver al Señor». La alegría, como dice Rossi, es para dar. Por eso no hay que temer pedirla y experimentarla. Y la alegría que los discípulos sintieron al ver al Señor Jesús resucitado y al recibir su paz -esa paz que el Señor da de manera reiterada- es -lo fue y lo sigue siendo- para nosotros. En sí misma, la alegría es para dar, es contagiosa, expansiva, como la sonrisa, como el ánimo positivo, como el entusiasmo y la danza y el meterle para adelante. Las apariciones del Señor que alegraron a los testigos son el reservorio permanente de una alegría pascual que se transmite y se expande a lo largo de todas las generaciones. Por eso el Señor la «selló» con una bienaventuranza, diciendo expresamente que la alegría de los que creen sin ver, de los que la reciben a través de los ojos, el corazón y el anuncio de los testigos, es propiamente la Alegría que Él vino a traer, esa que nada ni nadie nos puede quitar.
La alegría es el fruto que brota del amor cuando está en presencia de un bien. El bien de la presencia del Señor resucitado se experimenta por el sentido de la vista, al que Tomás necesita -cree él- agregar el sentido del tacto: Si no veo las señales dejadas en sus manos por los clavos y meto mi dedo en ellas, si no meto mi mano en la herida abierta en su costado, no lo creeré». Jesús le concede esta experiencia pero, pensando en los que vendríamos, se la consolida fundándola en una experiencia más honda y estable todavía: la de la fe. Él es, si se puede hablar así, objeto de la fe. En el sentido de que su presencia interactúa no solo con nuestros ojos y con nuestro tacto, sino con todo nuestro ser. Así como la memoria de un ser amado activa nuestro amor aún estando lejos y la menor señal de su presencia -una palabra, un mensajito, algo que nos envía como regalo…-, basta para alegrarnos el día, así la memoria del Señor – de todo lo que nos dio y de todo lo que nos dará- se hace presente en esta fe, que es adhesión del corazón. Alegra la presencia de la persona amada, pero también alegra el amor que se le tiene, esté presente o esté ausente; alegra experimentar el propio ser como ordenado a otro, como don para el otro.
Tener fe, alegra. Así como nuestros ojos se alegran de la luz del día (de que «haya» luz) y, en la misma medida, se alegran de «verla» (de estarla viendo), así el corazón de los discípulos se alegra de que el Señor haya resucitado y también se alegra «al ver» al Señor, de estarlo viendo.
Esta alegría de ver con los ojos y de tocar sus manos y sus pies y la herida de su costado se fragua, como se fragua la alegría del que ha visto con sus ojos y tocado con sus manos el amor que otro le profesa, al hacer suyo interiormente ese amor en una alianza irrevocable de fidelidad para siempre. Lo que hace la fe es sellar una alianza entre dos. No es solo la alegría de ver y tocar a otro, sino la alegría de decidir que basta ese gesto externo para que el bien pase a ser la misma alianza, la fe fiel entre dos, que se alimenta a partir de ahora desde el interior y no desde afuera.
El signo de que esta fe mutua es un bien real, un amor operante que ha establecido una conexión que pasa de espíritu a espíritu, de interioridad a interioridad, es que no se necesitan gestos externos que lo prueben. Más aún, cambia el centro de gravedad: la dinámica del amor pasa a gozar más con los pequeños gestos que con los grandes, porque en lo más pequeño externo se da más lugar a la expansión del amor interno vivido en común, sobreentendido, adivinado, íntegro. La fe no se contrapone a la visión ni al tacto, como si actuara también ante un objeto «externo». La fe dirige la vista y todos los sentidos y virtudes del alma hacia un bien nuevo, que no es solo «otro» sino lo que une a dos personas, el mismo amor «compartido interiormente».
En el mismo reservorio en el que la memoria agradecida de la Iglesia guarda la experiencia de esta fe de los testigos, que se fraguó como un bien a compartir con todos los pueblos, mediante el bautismo que sumerge en el agua viva de esta fe común y la predicación del evangelio, se guardan las experiencias de fe de nuestros santos. Así, la fe es un bien que corre como una vena de agua interna por nuestros cerros y brota en vertientes aquí y allá.
La fe de nuestros mártires riojanos, Carlos Murias, Gabriel Longueville, Wenceslao Pedernera y Enrique Angelelli, se convierte hoy en vertiente que confirma nuestra fe, en ese Reservorio de Resurrección que corre por nuestra geografía y nuestra historia, aunque no siempre lo veamos externamente.
Y nos hace sentir más felices el hecho de no verlo, como no lo vieron ellos, seguramente en los momentos de martirio y persecución, porque así creemos mejor. Sin ver creemos mejor, porque la fe nos une de modo más interior y estable. Un signo de esta fe serán las campanas de Sañogasta. Hoy, en la fiesta de Beatificación de los cuatro mártires riojanos, sonarán con alegría de resurrección las Campanas de Sañogasta que bendijo Monseñor Angelelli en la Pascua de 1975.
Decía así nuestro obispo mártir: «En esta pascua del Señor bendeciremos en Sañogasta las campanas del templo parroquial, que está construido de piedra y recostado sobre el imponente cerro del Famatina. Las campanas llevarán este nombre: ‘AÑO DE GRACIA 1975’.
Estas campanas -decía, soñaba él en su fe- son el símbolo de una realidad cargada de esperanzas». Y agregaba como si las escuchara en este futuro suyo que nosotros vivimos hoy, unidos en la misma fe: «Ellas seguirán convocando al pueblo para anunciarles, precisamente esto: la Vida y la Esperanza. Convocarán al pueblo, sí, para celebrar la vida de cada día, en el corazón de cada uno de nosotros, en cada hogar y en cada pueblo; convocará a La Rioja a que no detenga su marcha y a que la festeje cada día con el esfuerzo confraternizado y con la esperanza de todos».
Hablaba luego el Pastor de los sufrimientos del pueblo riojano y terminaba con estas hondas palabras suyas sobre la paz, que es la forma básica y permanente de la Alegría cristiana, como el agua que va buscando siempre el bajo, para seguir andando nomás:
«Así se construye la paz:
Con una dolorosa maduración de la fraternidad como signo y anticipo del Reino de los Cielos en su plenitud.
Con la alegría de poder expresar y escuchar libremente los anhelos guardados en el alma de un pueblo.
Recobrando el sentido, la necesidad y la dimensión de adorar a Dios como Padre que ama a sus hijos y es operante para que ellos tengan vida y la tengan en abundancia.
Recobrando la eminente dignidad de los pobres.
Arriesgando la propia en el amor, hasta saber morir a uno mismo y entregar la vida como servicio para que los demás sean felices» (E. Angelelli, Mensaje de Pascua, 1975).
Que en este sábado-domingo de Pascua de la Beatificación de nuestros mártires riojanos, el Espíritu que nos donó el Señor Resucitado se interiorice en el corazón común que tenemos como pueblo, y al escuchar las campanas de La Rioja sonando a Resurrección, nos fundamos en ese encuentro, en ese «Tinkunaku» que solo la fe establece y alimenta en lo más hondo de nuestro ser, con «la alegría de poder expresar y escuchar libremente los anhelos guardados en el alma de nuestro pueblo», como decía Angelelli.
Diego Fares sj