La dinámica de los dos temores -el del empleado y el del hijo amado- que impulsan el amor (Cuaresma 3 C 2019)

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En aquel momento llegaron unos a contarle lo de aquellos galileos a quienes Pilato había hecho matar, mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les dijo: ¿Ustedes creen que aquellos galileos murieron así por ser más pecadores que los demás? Les digo que no; más aún, si no se convierten y cambian de mentalidad, también ustedes perecerán de manera similar. Y aquellos dieciocho que murieron al desplomarse sobre ellos la torre de Siloé, ¿creen que eran más deudores que los demás habitantes de Jerusalén? Les digo que no; y si no se convierten y cambian de mentalidad, todos perecerán de manera similar.

Jesús les propuso esta parábola: Un hombre había plantado una higuera en su viña, pero cuando fue a buscar fruto en la higuera, no lo encontró. Entonces dijo al viñador: «Hace ya tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. ¡Córtala! ¿Por qué ha de ocupar terreno inútilmente?» El viñador le respondió: «Señor, déjala todavía este año; yo la cavaré y le echaré abono, a ver si da fruto en lo sucesivo; si no lo da, entonces la cortarás» (Lc 13, 1-9).

Contemplación

San Ignacio termina el libro de los Ejercicios Espirituales con las reglas para sentir con la Iglesia. No son un apéndice de lo esencial sino un verdadero «cierre eclesial» de la experiencia de hacer los ejercicios que consiste en buscar y hallar lo que más le agrada a Dios nuestro Señor para nuestra vida. El último párrafo Ignacio lo dedica al temor de Dios y distingue el temor servil y el temor filial. Vale la pena releerlo:

«Dado que sobre todo se ha de estimar el mucho servir a Dios nuestro Señor por puro amor, debemos mucho alabar el temor de la su divina majestad; porque no solamente el temor filial es cosa piadosa y santísima, sino también (es cosa piados y santísima) el temor servil, donde otra cosa mejor o más útil el hombre no alcance, ayuda mucho para salir del pecado mortal; y salido fácilmente viene al temor filial, que es todo acepto y grato a Dios nuestro Señor, por estar en uno con el amor divino» (EE 370).

La parte «contemplativa» de los Ejercicios termina con la Contemplación para crecer en el amor a la que se suele ensalzar como la corona de los Ejercicios. Es lindo que los Ejercicios terminen hablando del amor! Pero no hay que olvidar que los Ejercicios están estructurados en torno a tres grandes centros:

uno es el «contemplativo», que incluye todas las oraciones, meditaciones y contemplaciones;

el otro centro es el «práctico», que incluye las instrucciones, adiciones y recomendaciones de Ignacio para la oración, los modos de examinarse y la elección y reforma de vida a las que apuntan los Ejercicios;

el tercer pilar o centro es el «normativo», que incluye todas las «reglas» -para elegir, para ordenarse en el comer, para discernir los movimientos de espíritu, para dar limosna, para combatir los escrúpulos y, finalmente, las «Reglas para el verdadero sentido que debemos tener en la Iglesia militante».

El final «normativo» de los Ejercicios -equivalente a la tan alabada «contemplación para alcanzar amor»- son estas reglas para saber «sentir» bien en la Iglesia. Son particularmente necesarias hoy en que la Iglesia está cacheteada públicamente y se nos mezclan los sentimientos -la vergüenza con el cariño, la rebelión con el deseo de ser buenos hijos, la indignación y el querer defenderla…-.

La última regla nos da una clave preciosa para afrontar este tiempo: nos habla de la dinámica del santo temor de Dios, que tiene dos alas: el temor filial y el temor servil, el temor de hijos -de hijitos pequeños y de hijos simplemente- que está envuelto en el amor filial, y el temor de empleado que teme a su jefe y quiere cuidar su trabajo o simplemente el temor del que debe sobrevivir en un ámbito hostil de policías y jueces y no quiere caer en la cárcel.

Esta dinámica es la que está en juego en el evangelio de hoy. Por eso esta larga introducción.

El evangelio comienza con una noticia de último momento: la de los paisanos de Jesús y sus discípulos, esos galileos  a quienes Pilato había hecho matar, mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían. Era una noticia que en aquel tiempo causó la mayor indignación por la abominación de un asesinato hecho con profanación de lo sagrado. Es un tipo de crimen que sigue la misma lógica que tiene el que se aprovecha de lo sagrado para abusar. Algo abominable.

Jesús responde saliéndose de la lógica del «chivo expiatorio» -siempre actual- y hace ver que lo que les pasó a esos galileos, y a las 18 personas que habían muerto en esos días por el desplome de una torre, no era porque fueran «peores» que sus contemporáneos. El Señor insiste con fuerza en que «todos necesitamos conversión», porque nos pueden suceder o podemos hacer «cosas peores». La guerra, el abuso, la corrupción, no son virus que vengan de afuera sino que cada uno los puede reconocer como «activos» en su propio corazón y en sus pensamientos. Temer que uno pueda caer en estas cosas -sea que le caigan encima o que uno las cometa- es un temor sano. Hay que tener miedo al pecado. Aborrecerlo, dice Ignacio, no solo torearlo.

A nivel social, el lema que grafica bien esto es: «la corrupción mata». El pecado, personal y social, es asesino. Termina siéndolo, aunque mantenido dentro de ciertos límites parezca aceptable e inofensivo.

Este temor visceral al mal, al pecado y a la corrupción se puede educar de dos maneras: una, suscitando el temor servil, la otra, suscitando el amor filial.

El temor servil es el miedo puro y simple a lo que uno pierde. Es cumplir el horario para que no me castigue el jefe, no robar para no ir a la cárcel, no drogarse para no convertirse en adicto, no agredir al otro para que no me devuelva una agresión peor, en definitiva: no pecar para no irme al infierno.

En cada época el imaginario para reavivar este temor servil varía. Puede ser que la Iglesia haya exagerado tanto al hablar del fuego del infierno que la gente le haya perdido el miedo. El punto es que una cosa es reírse de las imágenes antiguas de una propaganda y otra es perderle el miedo al peligro real. Hoy, por ejemplo, los paquetes de cigarrillos no te muestran paisajes bucólicos con cowboys y praderas, sino fotos de un cáncer de pulmón o miembros gangrenados. Eso es un buen ejemplo del «temor servil» que ayuda a «no caer en una adicción mortal». Y, como dice Ignacio, sirve allí donde «el amor filial» – las indicaciones de lo lindo que es hacer una vida sana, libre de humo-, no alcanza.

La dinámica que propone esta última regla para sentir con la Iglesia es la de «acentuar el temor servil» hasta que uno logre una imagen eficaz que haga odiar el pecado mortal y aborrecer todo pecado. Entonces sí, surge solo el temor filial, que es temor no tanto de ser castigado yo sino de causar una tristeza a los que amo y me aman. Entonces este amor toma el control de la vida y hace correr por el camino de la salvación sin que nadie nos apure ni nos empuje o condicione.

A este amor filial apunta la segunda imagen que Jesús utiliza, al contar la parábola de la higuera a la que, por el amor del viñador, el dueño le concede una cuarta oportunidad (ya le habían dado tres y cada año había sido un nuevo fracaso).

El tener alguien que ruega por uno, que le mejora el ambiente y le proporciona medios para que salga adelante, es algo que despierta el temor filial, el temor no a fracasar uno sino a defraudar la confianza que nos brindó otro, que se jugó por nosotros y que puso su trabajo a nuestro servicio.

En la época actual, lo que ya no funciona más, al menos a nivel religioso, es el temor servil. Tampoco funciona mucho a nivel del sentido común. No es que no le tengamos miedo a los sufrimientos que trae como resultado el mal, pero como hemos inventado tantas anestesias para evitar los dolores extremos y tantos modos de prolongar el placer momentáneo, el miedo está como «acorralado». La droga es el ejemplo más patético de un recurso a la mano de pobres y ricos que logra que uno se escape subjetivamente de los males -externos o interiores- que lo amenazan. Aunque se destruya, puede llegar a «no sentirlo» e incluso a destruirse placenteramente.

Siempre hay que estar atentos a estos «cambios de paradigma» en el imaginario colectivo a la hora de predicar el evangelio. Lo que sí creo que es importante es que no se puede hablar de un temor sin hablar del otro. Es la dinámica de la relación entre ambos lo que «regula» Ignacio. Si en una época la Iglesia exageró quizás en predicar el temor servil, esto no se repara hablando solo de amor o de temor filial. Siempre van juntos los dos temores y el amor.

Puede ayudar al temor filial el hacer ver, como hace el Señor en la parábola, cuánto hemos recibido gratuitamente de su parte y cómo se juega una y otra vez por nosotros y nos brinda no solo cuatro sino innumerables oportunidades de comenzar de nuevo. El Señor siempre está intercediendo, siempre está tratando de mejorar el terreno, siempre está poniendo abono. Aunque le diga al dueño que si la cosa no da resultado este año el que viene puede cortar la higuera, podemos imaginar que al año siguiente repetirá la súplica. Es un modo de razonar el que está en juego: el de la dinámica de la misericordia incondicional. Y si la higuera pudiera escuchar lo que dice este viñador amigo, seguramente sentiría pulsar en su interior la savia que lleva vida a sus ramas y que puja por dar frutos. No frutos extraños sino higos, los higos que una higuera tiene para dar, que tiene inscriptos en su ADN. Se trata de dar frutos acordes con la propia dignidad. Ni menos ni más. Frutos concretos, posibles, sabrosos y simples como un higo maduro en la estación que corresponde.

Pero si esto mismo pareciera muy difícil y mirando nuestra sociedad, nuestra naturaleza enferma, nuestro planeta contaminado y nuestras costumbres en decadencia, sintiéramos que «de adentro» es poco probable que nos salgan frutos buenos, podemos mirar directamente al Señor. Dar fruto evangélicamente es dar fruto con los talentos que nos han sido regalados. Hay todo un mundo que se puede construir sobre esta «base» que es la gracia sanadora y santificante. Los frutos del Espíritu -Caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, y castidad (Gal 5)-, los puede dar cualquier sarmiento que se deje injertar en la Vid que es Cristo.

El único temor -mezcla de servil y filial- a predicar puede ser este: el de un temor a quedarnos solos, a no ser injertados en Cristo, el único capaz de vivificar todo lo que sin Él se convierte en rama seca, en higuera estéril, en viña devastada.

Hay una posibilidad que nos propone Cristo: que nos injertemos directamente en Él, que nos adhiramos a Él con fe y participemos de sus dones, del bautismo, del perdón de los pecados, de la Eucaristía…, que recemos con el evangelio, nos comprometamos en alguna obra de misericordia. La propuest es ir experimentando lo que sucede entonces y va contra el  permanecer aislados, como ramas secas o como parte de higueras estériles y de viñas enfermas que dan frutos agrios.

Se trata de una propuesta concreta que no se basa en un futuro imaginario como ese que las generaciones anteriores construyeron con una mezcla de materiales que incluyó mucho fuego de infierno (que ya no causa miedo) y mucho color rosa celestial (que ya no despierta deseos).

La propuesta del Señor sigue utilizando el temor servil y el temor filial en su dinámica para despertar proteger y alimentar el amor.

El temor servil puede ir hoy por otro lado, por el lado del temor a no encontrar trabajo, por ejemplo, que es un temor muy actual. El temor a perdernos un puesto de trabajo diseñado a nuestra medida, justo para nosotros, que nos puede llevar a desarrollar nuestras mejores cualidades y a ser útiles para la humanidad, para los que amamos en primer lugar.

No hablamos de premios o castigos futuros sino de algo de hoy, de la posibilidad de un presente provechoso, fructífero, fecundo. Ese trabajo en las cosas del reino, en las obras de misericordia, no es un trabajo con sueldo, jubilación, horario y vacaciones fijas. Es un trabajo que comienza siendo ocasional y se va convirtiendo en institucional con el tiempo, como pasa en nuestras obras de misericordia. No se choca con el trabajo que hacemos para ganarnos la vida. Pero en este nos contratan siempre, podemos trabajar todo lo que queramos, no nos echan ni nos jubilan, la capacitación es gratis y los frutos -de un tipo especial porque no cotizan en el mercado pero se «comen» y se «disfrutan» y se «comparten» a diario y abundantemente- están siempre a la mano.

Perderse este trabajo por el reino es una pena. No es como las penas del infierno, un futurible, sino una pena puntual, instantánea, de perderme algo único para siempre. La alegría es que, si por un instante lo pierdo, al instante siguiente puedo «ganarlo» de nuevo. Siempre hay otra posibilidad de este trabajo en la misericordia que renueva todo, sana todo y revitaliza todo lo que se perdió en el pasado.

Dejamos para la parábola del hijo pródigo el modo que tiene el Padre de revivir y hacer crecer el temor filial, revistiendo a su hijo como lo hizo, de manera tal que el hijo, al mirarse en el espejo de la dignidad que el Padre le otorga externamente, recupere su dignidad interior.

Diego Fares sj

 

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