La magia poderosa que convierte el oro en don (Epifanía C 2019)


            Cuando nació Jesús en Belén de Judea, en tiempo del rey Herodes, unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén, diciendo: 

« ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido  a adorarle. » 

Al enterarse, el rey Herodes se sobresaltó y con él toda Jerusalén. Convocó a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, y por ellos se estuvo informando del lugar donde había de nacer el Cristo. Ellos le dijeron: 

« En Belén de Judea, porque así está escrito por medio del profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres, no, la menor entre los principales clanes de Judá; porque de ti saldrá un caudillo que apacentará a mi pueblo Israel.» 

Entonces Herodes llamó aparte a los magos y por sus datos precisó el tiempo de la aparición de la estrella. Después, enviándolos a Belén, les dijo: 

« Id e indagad cuidadosamente sobre ese niño; y cuando le encontréis, comunicádmelo, para ir también yo a adorarle.» 

Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y he aquí que la estrella que habían visto en el Oriente iba  delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo encima del lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa; vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron; abrieron luego sus cofres y  le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra. Y, avisados en sueños que no volvieran donde Herodes, se retiraron a su país por otro camino (Mt 2, 1-12).

Contemplación

            Al leer que los Reyes le regalaron oro al Niño pensé que ese oro, en un primer momento, lo habrá turbado a San José, ya que seguramente no era alguien que manejara oro con sus manos. Pero luego lo habrá visto como un regalo providencial ya que debe haber sido lo que los salvó durante un buen tiempo al tener que irse intempestivamente al destierro. 

Tengo grabada en la memoria la imagen de un hombre, muy delgado y pálido, que golpeó mi puerta una mañana en mi oficinita del piso alto del Hogar. Entró con la respiración entrecortada luego de haber subido los dos pisos por escalera y sin mucha presentación (no le dio importancia a su nombre ni a quién era) mientras desenvolvía un lingote de oro de 250 gramos que traía envuelto en papel de diario, me lo entregó diciendo: «padre, ya no necesito esto. Lo guardaba para una necesidad, pero estoy en la etapa terminal de mi enfermedad y quiero donarlo al Hogar». Le di la bendición y me di cuenta de que no era alguien practicante, pero la recibió con aceptación; nos dimos la mano y se fue, respirando con dificultad. Nunca más lo vi. 

Hoy me vino a la mente al contemplar a los magos, gente en cuyas manos el oro es un regalo y que saben encontrar a los pequeños, al Niño en el pesebre o en el hogar de tránsito en el que se habrán hospedado José y María durante su estancia en Belén. 

Digo que hay gente en cuyas manos el oro es un regalo. Es una reserva, en el sentido de un regalo que guardan para sí, para usar en alguna necesidad, pero fundamentalmente es un regalo, porque saben que no se lo llevarán consigo. Mi amigo trajo el lingotito envuelto en papeles de diario. Mientras lo desenvolvía no mostró ninguno de los efectos que produce el oro en las manos y en los ojos de los que lo tocan. Digo esto porque una vez vendí objetos de oro que me habían donado en oficinas del microcentro, llevado por un amigo orfebre que conoce, e inmediatamente me llamó la atención el modo totalmente profesional de tratar la mercancía que tienen los comerciantes, cómo les basta una ojeada para separar lo que sirve de lo que no y luego con pinzas, lupa y algunas gotas de no se que solución reactiva, determinan en pocos minutos lo que vale en dólares el oro que le traen (la compu está encendida en una página de Londres que cotiza el oro todo el tiempo confirmando el proverbio inglés). 

Mi donante enfermo utilizó otros instrumentos de precisión: las palabras necesidad, reserva, don. Tenía muy claro el tiempo -su tiempo- e hizo su discernimiento en el momento justo, mientras podía salir por sus propios medios de su casa para venir al Hogar (creo que no calculó la escalera y fue un esfuerzo extra que tuvo que realizar para hacer su donación). Un lingote de oro no se puede confiar a otro para que lo done. Yo creo que se dio cuenta que si dejaba pasar más tiempo se lo agarraría el primero que entrara a su casa cuando él no estuviera, ya que vivía solo. Un discernimiento sin afectos desordenados, eso fue lo que hizo. Porque los afectos a lo que se agarran es al tiempo y por eso guardamos cosas de reserva. Pero como él ya no tenía tiempo, ni necesidades, el oro se le convirtió -solito, como por arte de magia- en don!

En sus reglas para distribuir limosnas San Ignacio hace imaginar a un hombre «que nunca he visto ni conocido» (EE 339) y pensar qué sería lo más perfecto que yo desearía para este hombre en cuanto a dar limosnas, y luego aplicarme la regla que pienso para él a mí mismo. También hace Ignacio que uno se imagine a sí mismo en la hora de su muerte y piense cómo querría haber repartido sus limosnas y usado sus dones y nos dice que obremos ahora siguiendo estos criterios que nos vienen de nuestro yo futuro (en el único futuro cierto) (EE 340). 

Pues bien, aquel día a mí se me juntaron las dos realidades en este hombre a quien no había visto antes ni conocido y que, encontrándose en la hora de su muerte, vino a donar su posesión más preciada al Hogar. 

En aquel momento me impactó el contraste entre su precariedad -venía vestido pobremente y su desaliño hacía patente que tenía pocas fuerzas para arreglarse- y la magnitud de su donación (fue la donación individual más grande que me hizo alguien en 20 años en el Hogar). 

Hoy, al hacer oración contemplando aquel momento, lo que me impacta es la simplicidad de su discernimiento. Cómo se desprendió del oro sin que se le quedara pegada la piel. Cómo supo tan claramente lo que tenía que hacer. Cómo vino al Hogar, al que nunca había entrado – no parecía una persona de iglesia, como dije- pero delante del cual habría pasado muchas veces. Cómo sin conocerme personalmente preguntó por el que estaba a cargo de esa obra y le confió lo suyo sin dudas ni investigaciones. 

Que la gente -simplemente la gente, más allá de sus ideas y creencias religiosas, filosóficas y políticas- en los momentos importantes de su vida sepa y discierna qué tiene que hacer con lo suyo y lo haga, es algo que me confirma en la fe en el ser humano. Contra toda la tempestad exterior de superficialidad y desconfianzas, de dudas de todos acerca de todo, de acusaciones y desilusiones, la gente, cada uno de nosotros, va destilando en su corazón lo que quiere dar y a quién y cuando encuentra el momento, cada uno rompe su frasco de perfume, como la mujer así llamada pecadora y como Zaqueo que donó la mitad de su bienes, como los reyes, que estudiaban el movimiento de las estrellas y supieron encontrar el camino a Belén para hacer ofrenda de los dones que habían preparado para darle al Niño durante toda su vida. 

Mateo dice varias veces -para contrastar- que Herodes «se informaba». Era un tipo atento a todo lo que se decía, uno que se hacía asesorar por los informados de su tiempo, uno que hábilmente sabía manejar la información y que intentó manipular también a los magos. Pero la magia de estos sabios de oriente era más poderosa y se le escaparon regresando a su tierra por otro camino. Era una magia con estrellas, con Niños, con regalos, con años de investigación paciente, largos viajes caminando, corazones que se llenan de alegría al ver detenerse la estrella y rodillas que saben doblarse y adorar al ver al Niño con María su madre. 

Corazones que adoran, que investigan poniéndose en camino, con todo su oro listo para regalar. Corazones que se informan, que usan la información como excusa para no dar. 

La verdad se juega en torno al dar. 

Disciernen perfectamente tanto los corazones que se quieren dar como los corazones que no se quiere dar. Los primeros, encuentran en todo oportunidades, momentos justos, personas especiales… Los segundos encuentran siempre excusas, razones para dilatar, personas que no lo merecen. 

Pero lo que quiero resaltar es que no es verdad que el mundo actual sea confuso y que no se pueda saber quién dice la verdad. La Epifanía es la fiesta linda de la Verdad que se manifiesta -clara y límpida- como un Niño, como una estrella y como un lingotito de oro- a todos los hombres y mujeres que saben discernir porque se quieren dar. 

Diego Fares sj