La gran oración que nos hace falta (1 C Adviento 2018)

Jesús dijo a sus discípulos:

– “Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; 

en la tierra habrá angustia de la gente, 

y desesperación por el sonido del mar y del oleaje, 

los hombres perderán el sentido por el terror y la ansiedad 

de lo que va a sobrevenir al mundo, 

porque las fuerzas del cielo se conmoverán. 

Y entonces verán al Hijo del hombre viniendo en una nube, 

con gran potestad y gloria. 

Cuando estas cosas comiencen a suceder, 

Pónganse de pie y alcen la cabeza,

porque se aproxima su redención. 

¡Estén atentos! que no se les embote el corazón

con los excesos, con el alcohol y con las preocupaciones de esta vida, 

no sea que ese día les caiga de repente, como un lazo,

porque sobrevendrá a todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. 

Velen en todo tiempo rezando

para que logren escapar de todas estas cosas que van a suceder 

y puedan mantenerse en pie en presencia del Hijo del hombre» (Lc 21, 25-36).

Contemplación

            Dice el Papa en «Francisco, un hombre de palabra»: «Queda mucho por hacer… Y debemos hacerlo juntos». Y para eso, reza. Y nos encomienda la oración: «No pierdan la oración. Recen como puedan, pero recen». 

            San Juan Pablo II, a las puertas del año 2000 hablaba a menudo de la necesidad de «una gran oración». Así la llamaba: una gran oración. En estos momentos de crisis: «es urgente una gran oración por la vida». 

            Entramos en el tiempo de Adviento tomando con seriedad la advertencia del Señor: «Velen en todo tiempo, rogando, rezando». 

            La gran oración es grande porque nos abarca a todos: «una oración -anhelaba Juan Pablo- que abarque al mundo entero. Que se eleve como súplica apasionada a Dios, Creador y amante de la vida, desde cada comunidad cristiana, desde cada grupo o asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada creyente, con iniciativas extraordinarias y con la oración habitual» (EV 100). 

            Al comenzar el milenio les decía a los italianos: «Nuestra común solicitud por Italia -por la Argentina, por el mundo- no puede manifestarse sólo mediante palabras. Si la sociedad italiana debe renovarse profundamente, purificándose de las sospechas recíprocas y mirando con confianza hacia su futuro, es necesario que todos los creyentes se movilicen mediante la oración común«. Y continuaba: «Sé por experiencia personal lo que significó en la historia de mi nación esa oración. Frente al año dos mil, toda la Iglesiatiene necesidad de una gran oración, que pase, como ondas convergentes, a través de las diversas Iglesias, naciones, continentes. La oración significa siempre una especie de confesión, de reconocimiento de la presencia de Dios en la historia y de su acción en favor de los hombres y los pueblos; al mismo tiempo, la oración promueve una unión más íntima con él y un acercamiento mutuo entre los hombres» (6 de enero de 1994).

…………

            «Me tendría que hacer un tiempo para rezar», decimos. Y por ahí la frase no es feliz. El solo hecho de decirla hace que nos perdamos algo. Porque las frases que uno usa no son indiferentes. Ya vienen «cargadas», por así decirlo, y a veces actúan como un tipo particular de luz, que ilumina unas cosas y oculta otras. 

            Yo comenzaría con esta reflexión: si «me tendría que hacer un tiempo» es que la oración en la que estoy pensando no es la de Jesús. Porque Él dice: Velen en todo tiempo. La frase de “hacerme tiempo para” es propia de un tiempo adulto agendado, pautado por la vida del trabajo y de la responsabilidad, impuesto en gran medida desde afuera: por amor a la familia uno ofrenda su tiempo al trabajo y a las necesidades de los hijos y “se tiene que hacer tiempo para todo”. Pero hay que estar atentos al «tendría». El único tiempo en el que se hace imposible rezar es el futurible. El del «tendría que». 

Quizás ayude partir de otros tiempos que también son propios nuestros y que «se hacen solos». Para combatir el «tendría».

            El tiempo de la infancia, por ejemplo, no lo teníamos que “hacer”. De niños nos metíamos en el tiempo de los juegos, de los sueños, de las aventuras, de los amigos, de las cosas nuevas cada día…, y vivíamos como en una eternidad, con las fronteras marcadas solo por el llamado para ir a comer o para irse a acostar…

            El tiempo de la ancianidad también es distinto. Aunque está acotado por las limitaciones biológicas -la hora de la pastilla, las veces que hay que ir al baño…, tiene mucho de la intemporalidad infantil. Los ancianos, en su memoria, recrean  los hechos y les van sacando el jugo de la sabiduría y de la aceptación. Por supuesto que esto se da si el anciano cuida que la memoria no se le atasque ni le quede fijada en alguna amargura particular y sabe, en cambio, viajar sabiamente por toda su vida.

            El tiempo del enamoramiento es otro modelo. Es de esos tiempos lindos que no manejamos sino que nos manejan dulcemente a nosotros y, cuando se trata del amor para toda la vida, ese “tiempo del primer amor” como lo llama el ángel de la Iglesia de Éfeso, deja una huella que hace que todos los otros tiempos se relativicen y uno siempre vuelva a desear este: el de la alegría de estar junto a la persona amada como si el tiempo no existiera. O más bien como si no tuviera huecos y fuera un tiempo todo lleno del perfume y la presencia de la persona amada.

            Agrego el tiempo de la amistad. Su característica mágica es que no lo deteriora la distancia. Cuando uno se encuentra con los amigos, no importa si los vio ayer o hace mucho tiempo, la distancia se acorta en un segundo y se colma inmediatamente el vacío temporal que produce la ausencia. Esto es así, me parece, porque la amistad tiene algo de «instantaneidad» que es propia de la vida eterna. Borges decía que «la amistad no necesita frecuencia. El amor sí, pero la amistad, sobre todo la amistad de hermanos, no. Puede prescindir de la frecuencia. En cambio el amor está lleno de ansiedades, de dudas, donde la falta de frecuencia puede ser terrible. Pero yo tengo amigos a quienes veo tres o cuatro veces al año y somos íntimos».

El tiempo de la oración tiene algo de estos cuatro tiempos y, aunque haya que rezar «en todos» y «como uno pueda», es bueno empezar siempre por estos «tiempos gratuitos» de la infancia, de la ancianidad, del enamoramiento y de la amistad. Son más fáciles y todos tenemos experiencia de haber vivido en ellos, de haberlos transitado con alegría. Por eso es bueno poblar nuestra mente de estas imágenes, para que al pensar en la oración no nos venga primero ese «tendría que» que es como una jaula futurible donde queda aprisionado el vuelo y el canto del querer rezar.

Cada uno debe encontrar en su corazón la vivencia de estos tiempos y, con lo aprendido en ellos, entrar en el tiempo de la oración.

El tiempo de cuando éramos niños nos ayuda a responder la pregunta de «Cuánto debo rezar?». Nos ayuda a responder con otra pregunta: ¿Cuánto quería jugar cuando era chico? No vale la excusa de que no tenemos ese tiempo (otra vez la palabra “adulta” “tenemos”). De niño uno dejaba de jugar cuando lo llamaban (o seguía jugando hasta que lo agarraban de la mano y lo llevaban a bañarse… pero seguía jugando interiormente). Por tanto, cuando voy a rezar, puedo ir como un chico y sumergirme en la oración «hasta que me llamen», hasta que tenga que hacer otra cosa. No importa si dura un rato o apenas unos instantes. Basta un suspiro para rezar bien. Para caer en la cuenta de que es al revés: que la oración es tener encendido ese suspiro para escaparme toda vez que pueda a suspirar una oración en medio del trabajo que es deber. Pablo nos dice que el «Espíritu gime en nuestro interior» y esos «suspiritos de oración» nos hacen entrar en su ritmo eterno de oración. Son indicios de que más que «hacernos un tiempo» se trata de «entrar en Su tiempo», como un niño que entra en el juego y se «escapa» de las obligaciones cada vez que le dejan un resquicio.

El tiempo del enamoramiento nos ayuda a responder a la pregunta: «Qué debo decir en la oración? Qué se dicen los enamorados? Que se necesitan, que se quieren dar, que quieren estar juntos, que se aman. Lo dicen hablando de cualquier cosa, pero mirándose a los ojos, paseando de la mano…

Estas dos oraciones -la de los deseos de jugar que fluyen del corazón del niño y la de la mirada que no se cansa de mirar de los enamorados, son lo que llamamos la oración contemplativa. En el Nuevo Testamento se caracteriza con la palabra «proseujomai» -ruego- y es “estar cara a cara con el Señor dejando que fluyan los anhelos y deseos de nuestra alma”.

El tiempo de la amistad nos ayuda a superar el problema de la frecuencia, de si rezamos lo suficiente o de que para qué vamos a ponernos a rezar si apenas empecemos ya surgirá otra cosa que nos distraiga o nos obligue a dejar. 

San Francisco Javier, en una de sus cartas más hermosas, les escribía a sus compañeros diciéndoles que: “Si se asomaran a mi corazón, se verían en él, pues los llevo muy dentro”. Con Jesús, si uno no parte de que el Señor es nuestro amigo, en ese punto que tiene la amistad que goza de encontrarse y ni se le ocurre reprochar que «hace mucho que uno no venía» ni que «qué lastima que se quede tan poco», si uno no parte de que eso no existe en la amistad, nunca supera el problema. En cambio, si parte de la amistad, como Jesús es un amigo «encontrable», comenzará a darse cuenta, maravillado, de la cantidad impresionante de momentos para «un café» o «un mensajito» que la vida ofrece a cada rato. 

¡Ven, Señor Jesús! Le podemos decir cada vez que nos den ganas y entrar así  en el tiempo alegre de la oración de amistad.

Dejamos para el final el tiempo de la ancianidad. Nos puede ayudar a la oración que es la Eucaristía. Es un hecho que «las viejas van más a misa». La apreciación es correcta pero no así la valoración. No van porque no tengan nada que hacer o porque la misa sea cosas de viejas. Hay una sabiduría allí con la que es bueno «dialogar», como recomienda el Papa cuando habla de los «viejos que sueñan y los jóvenes que profetizan». La Eucaristía es oración para dar gracias y cuando uno va a misa es porque quiere recordar a todos, estar en comunión con todos y rezar por todos. Este deseo profundo de acción de gracias, de memoria agradecida y de disfrutar intercediendo por todos, es algo que los ancianos rumian todo el tiempo en su corazón. Y por eso van a la misa como espontáneamente. La fórmula de hacer decir una misa por un difunto, vista de afuera, puede parecer una cosa antigua o funeraria. Pero en esa viejita que reza la misa por sus seres queridos está encendida una brasa de amor y de fidelidad que es el motor de la vida de la familia. Gracias a que está encendida esa lámpara en la memoria de nuestros ancianos, la vida de los adultos y de los jóvenes puede transitar las otras regiones de la vida sin que se diluyan en el anonimato y en el sinsentido. Por eso, a misa, hay que ir con corazón de anciano: lleno de rostros queridos, de abuelos difuntos y de nietos pequeños. Si no, uno se aburre. 

            Y Dejo aquí porque me tengo que ir a bendecir la boda de unos amigos.

Diego Fares sj