Repaso del año con las bienaventuranzas (Santa María Madre de Dios C 2018-2019)

En aquel tiempo, los pastores fueron de prisa y encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que el ángel les había dicho de este niño. Y cuantos escuchaban lo que decían los pastores, se quedaban maravillados. Pero María atesoraba todas estas cosas reflexionando y sacando provecho en su corazón.
Los pastores regresaron glorificando y alabando a Dios, porque todo cuanto habían visto y oído era tal como les habían dicho. A los ocho días, cuando lo circuncidaron, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel ya antes de la concepción (Lc 2, 15-19).
Contemplación
María no solo se maravilla con las cosas que cuentan los pastores acerca del Niño, sino que las «atesora». Guarda como un tesoro en el corazón todo lo que dicen estos hombres sencillos que anuncian la buena noticia que les revelaron los ángeles, este primer evangelio predicado por los pobres de Belén.
María atesoraba estas cosas «meditándolas». Pero con una forma de meditar que es especial. La frase que mejor expresa lo que quiere decir «synballousa» es quizás la que usa San Ignacio en los Ejercicios: reflexionar para sacar provecho. Se trata de guardar las cosas ponderándolas, confiriéndolas unas con otras, hasta que uno concreta algo y saca provecho para su vida. Nuestra Señora es Maestra en esta contemplación para la acción. Para nosotros, los Ejercicios espirituales son un modo muy cercano a este modo de rezar que practica la Virgen por connaturalidad: Se trata de atesorar (en la memoria), de meditar (con la inteligencia) y de aprovechar para sentir y gustar afectivamente (con la voluntad).
Una palabra más sobre «atesorar» o «conservar cuidadosamente». Lucas usa el verbo «sintereo«, que implica «guardar las cosas poniéndoles un rótulo que dice «tesoro», «cosas muy buenas para amar», «maravillas de Dios». Lo que filosóficamente llamamos «sindéresis» es un juicio básico y originario que configura nuestra razón práctica. Es habitual y no meramente puntual porque nuestra mente «se enciende o activa» en este programa que ilumina todo lo que se nos presenta para decidir diciendo: «hay que amar el bien y rechazar el mal». Siempre está encendida la llamita de esta «sindéresis», siempre esa voz -que llamamos conciencia- nos está diciendo: sea lo que sea que hagas y elijas tenés que elegir el bien y rechazar el mal. Gracias a esta certeza nos podemos corregir cuando nos damos cuenta de que hemos elegido algo menos bueno o malo, podemos juzgar por nosotros mismos, rectificar el rumbo y orientarnos nuevamente al bien, que es el sentido de nuestro obrar.
Todo esto que decimos apunta a sintonizar con el modo de pensar y sentir de María, que en su simplicidad, es la Sabiduría misma. Sabiduría práctica que discierne siempre lo que le agrada al Padre y lo que está tratando de hacer Jesús. De aquí brota su consejo práctico: «hagan todo lo que Él te diga». Esto, si lo que deseas es beber el Vino bueno del Espíritu y que tu vida tenga otro sabor, otra pasión y otra alegría, más plenas que las del mundo, que son pasajeras y se acaban («No tienen vino»).
Teniendo en cuenta la riqueza que estas palabras adquieren en María, repasamos el 2018 poniendo la atención en el 2019, es decir: mirando para adelante.
Atesoraremos algunas cosas, sí!, pero no para guardarlas en el archivo de fotos (las lindas para mirar de vez en cuando y las feas y tristes para borrar), sino para discernir con más claridad y determinación qué ánimo nos dan estas perlas preciosas para vivir más fecundamente el año que se nos ofrece.
Una imagen es mirarnos a nosotros mismos cada vez que nos toca armar la mochila para salir de viaje. Al meter o dejar de lado cosas, uno hace memoria, discierne los pesos inútiles que cargó la vez anterior y busca poner esta vez lo esencial, solo lo que más le ayudará a caminar ligero y bien provisto, el viaje que emprende. Como ese papá que carga el sueño de su hijito como peso principal.
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Rezando esta mañana pedía como cada día, «esa limosna de oración» al Espíritu que me permite arrancar la mañana (y el año) con algo Suyo y no mío, algo pequeño pero nuevo.
Suelen caer en mi jarro gracias muy pequeñitas, que apenas tintinean, y que estoy aprendiendo a no dejar pasar por quedarme esperando billetes grandes que no siempre llegan.
Hoy sentí que caían las moneditas de las bienaventuranzas. Y se me ocurrió hacer el repaso del año desde esa perspectiva: un examen y un plan en clave de bienaventuranzas.
Esto para mí quiere decir que no tomo las afirmaciones de Jesús desde el «deber ser» (algo así como «si querés ser feliz, tenés que ser pobre, llorar, ser manso… etc.), sino como algo que puedo constatar de manera muy real y práctica: la felicidad que el Señor desgrana en sus bienaventuranzas son «lo que quedó», cuando tamizo la arena del año que pasó y que malgasté en gran parte. Las bienaventuranzas me quedan en el cernidor como algunas pepitas de oro y se nota enseguida que son puro don.
Tomo solo dos: Felices los pobre y felices los que lloran.
Los índices nos dicen -con la crudeza de los números- que terminamos el año más pobres. El salario real -las cosas que podemos comprar para vivir con el dinero que conseguimos- cayó más del 10%. Hay más de 7 millones y medio de personas que caminan al lado nuestro que no tienen recursos suficientes para cubrir sus necesidades básicas. Es decir que no comen bien, no se pueden vestir dignamente, no tienen remedios si se enferman, no pueden mandar a sus chicos a la escuela con todos los útiles que necesitan para aprender…
La constatación de la pobreza material, en un mundo que tiene todos los recursos naturales y sociales para erradicarla, nos lleva a una conclusión: ha aumentado la miserabilidad política: la inequidad de pensar cada uno solo en lo suyo y no en el bien común, el no ser creativos en la solidaridad. Esta miseria política es la causa de la miseria material. No es un problema natural! Ni heredado como una fatalidad. Ni culpa de la situación mundial. Si en una familia o en un pueblo los padres de uno de cada tres niños no tienen para cubrir sus necesidades básicas, es un problema político, en el que entramos primero como padres de los otros dos chicos y, luego, cada uno con su profesión y posibilidades. Quiero decir que a esta pobreza hay que entrarle primero con el corazón, donde se encarna el sentido político del pobre.
Aprender políticamente, crecer como ciudadanos que construyen un pueblo y dejar de ser meros individuos que van de la queja a la avivada, lleva tiempo. Mucho tiempo y muchos aprendizajes (digo aprendizaje y no fracasos porque «en la vida no se fracasa: o se gana o se aprende«, como dice Vecchione, un cantautor italiano). Sin embargo, la bienaventuranza de Jesús que dice: «Felices ustedes pobres, porque de ustedes es el Reino de los Cielos», nos puede abrir una perspectiva más honda, más inmediata y posible de practicar.
Es la visión de la vida que surge cuando uno termina de aceptar que «es» pobre. Que sea cual fuere el punto del índice comparativo en el que me encuentro socialmente en este momento, soy radicalmente pobre. En cosas, en cualidades, en tiempo, en méritos y hasta en mis pecados: soy pobre.
Pero no en sentido despreciativo de ser «un pobre tipo». No!
La clave de la pobreza feliz del Reino está en la paternidad. Solo un padre, solo una madre, son verdaderamente pobres. Porque uno si no tiene hijos a quienes cuidar y alimentar y hacer crecer como personas, no experimenta lo que es la pobreza. Experimentará solo carencias o necesidades individuales.
La pobreza verdadera es no tener nada para dar a los que uno ama y que dependen de uno. Cuando experimento esta pobreza, de tener muy poco o nada para dar a mis hijos, a mi comunidad, a mi pueblo, entonces la bienaventuranza de Jesús se abre como una revelación y una promesa. Porque el Reino que nos ofrece Jesús es siempre un tesoro que puedo dar. Yo, aquí y ahora. Lo puedo dar, no importa cuán pobre sea! Y cuando experimento que no tengo otras cosas para dar, este tesoro, esta perla de Jesús, comienza a irradiar con todo su esplendor.
Es un tesoro que no se devalúa ni se corrompe.
Se nos regala gratuitamente y lo podemos regalar.
La alegría que nos produce, nadie nos la puede quitar.
No nos lo pueden robar.
Todo lo que hacemos con sus monedas -la de la misericordia y la de la caridad- se capitaliza, da fruto para otros, produce el 30, el 60 y el 100 por uno.
Y los que amamos lo pueden heredar.
No son «monedas para acumular» (apropiables, que yo utilizo como y cuando quiero), son monedas que se capitalizan como «monedas para dar».
No son monedas que se puedan atesorar en lugar alguno -material o espiritual- de esta tierra. Por eso se llaman «tesoro del cielo».
No son parte de un sueldo mensual, son limosna diaria para vivir y para dar hoy.
No dan renta, producen frutos.
Las distribuye -con exclusividad- el Espíritu.
Yo puedo administrar estos talentos y negociarlos para que se multipliquen, pero nunca soy dueño. De nada. Aunque, paradójicamente, se me de todo y posea la administración total del capital ilimitado de misericordia y caridad que se me confía.
Feliz entonces si la vida me ha llevado al punto de ser consciente que no tengo nada mío para dar a los que amo. Feliz porque recién entonces puedo valorar lo real del tesoro que Jesús me ofrece para dar.
Examino, pues, el año, desde la perspectiva de lo que he «perdido» (aprendido), desde aquello en lo que me he empobrecido y lo agradezco, ya que esta moneda de mi pobreza es la que me permite adquirir derecho al Reino, derecho a poseer todas las gracias que Jesús nos comparte y nos regala para distribuir a los demás.
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Felices los que tienen la moneda del llanto, porque recibirán la de la consolación
Me propongo encontrarme con el Señor allí donde tengo la fuente de mi llanto. Es un lugar especial. Como hacen los niños que se han golpeado, que primero pispean si los ha visto su madre y recién allí sueltan el llanto, así también yo muchas veces no me atrevo a llorar por no sentirme bajo el abrazo de Dios.
Llorar es signo de pobreza y de amor.
Pido perdón por haber llorado poco, pido la gracia de acercarme más a Dios, para poder llorar bien, como lloran los padres.
Con estas dos monedas, de la pobreza y el llanto, adquieren mansedumbre paterna las demás bienaventuranzas, especialmente las del hambre y la sed de justicia y la de la persecución. De la pobreza y el llanto de padres se origina la gracia de no perder nunca la paz. Esta gracia que el Espíritu le ha dado a Francisco y de la que participamos los que lo queremos y seguimos como Papa.
En este espíritu de bienventuranzas y en esta clave de paternidad-maternidad, cada uno puede atesorar y reflexionar para sacar provecho la bienaventuranza que el Espíritu le de a elegir y desde allí examinar el año que pasó, dando gracias por las gracias, pidiendo perdón y proponiéndose un plan de vida dichoso para el año que viene.
Diego Fares sj