
En aquellos días, después de la tribulación,
el sol se oscurecera
y la luna no dará su luz,
las estrellas caerán del cielo
y se desencadenarán los dinamismos del universo.
Entonces verán al Hijo del Hombre
viniendo sobre las nubes, con gran poder y gloria.
El enviará a los ángeles y congregará a sus elegidos desde los cuatro vientos
desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.
Aprendan esta parábola, tomada de la higuera:
cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas,
ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano.
Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas,
dense cuenta que está cerca, a la puerta (el reino de los cielos).
Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto.
El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.
En cuanto a ese día y a la hora, nadie las conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre (Mc 13, 24-32).
Contemplación
Jesús dice este «discurso apocalíptico» sentado en la altura del monte de los olivos, contemplando el templo. Pedro y tres de los otros discípulos -Santiago, Juan y Andrés-, le preguntaban: Dinos ¿cuándo será el fin, y cuál la señal de que todas estas cosas están por cumplirse? Y Jesús comenzó a decirles estas palabras que deben ser escuchadas de manera particular: hay que dejar que las imágenes nos impacten, como un viento que nos pega en la cara y cuando abrimos los ojos el aire se despeja y nos quedamos con una Palabra, con una imagen.
Del oscurecimiento y el terremoto del cielo la imagen que sobresale es la de Jesús viniendo con poder y gloria sobre las nubes. Un poder que se concreta en algo humilde: los ángeles se desparraman » a los cuatro vientos» y reunen a todos los elegidos -dice Marcos-.
Como esas pepitas de oro que quedan después de zarandear un buen montón de arena sacada del río, del zarandeo del universo lo que quedan son «los últimos». Porque como solía decir Jesús: los últimos serán los primeros porque muchos son los llamados y pocos los elegidos.
Mateo 25 toma esta imagen de los reunidos y congregados y la explicita, dándonos eso que el Papa Francisco llama «el protocolo para el juicio final». Estos «elegidos», estos «ultimos» tienen en su carne y en sus ojos las «marcas» de nuestro trato: si les dimos de comer o los dejamos ir con hambre, si los hospedamos y les dimos una frazada o los dejamos durmiendo en la calle, si los fuimos a visitar cuando estaban enfermos o presos o los dejamos solos…
El zarandeo del universo, como le llamo, es un gran discernimiento y lo valioso que queda son las personas -especialmente los preferidos de Jesús- y la misericordia que tuvimos con ellos y ellos con nosotros. Solemos quedarnos con las imágenes catastróficas del fin del mundo y son solo la pantalla para que en primer plano el Señor nos haga fijar la mirada en los rostros de sus elegidos. Como pasa en los terremotos, en los incendios y en las inundaciones, que los socorristas se concentran en salvar personas, tienden la mano al más pequeñito, le piden al que está aterrorizado que los mire a los ojos y se tranquilice para poder ayudarlo, así también, el Señor usa esta parábola del desencadenamiento de todas las fuerzas del universo para hacer que resalte la tarea de sus ángeles reuniendo en rebañitos a sus elegidos, a la gente, a las personas que, en una situación así, de catástrofe y desamparo, son -somos- todos pobres creaturas.
La siguiente parábola se va al otro extremo. Nos habla de la higuera y del dinamismo de los brotes de sus ramas tiernas. Son las mismas fuerzas del universo encadenadas y que dan vida. Este dinamismo lo percibimos, al igual que percibimos el dinamismo de las fuerza desencadenadas. Y discernimos que viene la primavera, dice Jesús. De igual manera, en los acontecimientos de primavera, de vida que florece, debemos discernir que «el reino está a la puerta». En lo grande y en lo pequeño, en lo catastrófico y en lo normal de la vida, lo importante es discernir a Jesús que viene y estar cerca de sus elegidos, sirviendo a sus pequeños, para ser convocados.
Estas dos parábolas -la de los dinamismos del universo desencadenados o armonizados- son esa Palabra que no pasa. La Palabra y la Enseñanza de Jesús que alimenta, ilumina y encamina nuestra vida. A esa Palabra hay que estar atentos -hay que velarla y esperarla- para escuchar lo que nos dice. El Señor nos pastorea con su palabra, con sus llamamientos, como el Pastor a sus ovejas, que conocen su voz. Allí donde estamos ansiosos como los discípulos por conocer «el día y la hora» y «los signos» del fin del mundo, el Señor se nos pone en el centro, como cuando dormía en la barca en medio de la tormenta y como dormía en el pesebre en medio de la Nochebuena. Se pone en el centro de nuestra expectativa: la de verlo venir con poder y gloria en una nube -desde más allá de lo esperado- y brotando como un brote tierno de higuera en cada verano.
Ayer en la radio me preguntaba Javier Cámara acerca de esta Palabra «más importante que los acontecimientos», esta Palabra que no pasa:
– El gran misterio, después de leer este texto con “ojos humanos”, es ¿para qué nos creó Dios en este mundo si todo pasará, menos su Palabra? ¿Cuál es la Palabra que abre ese “misterio”? Una Palabra vale más que las cosas, que la realidad?
– No es que “todo pasará menos su Palabra”. Más bien es al revés: se trata de que si no fuera por su Palabra, todo pasaría. Más aún, las cosas ni siquiera hubiera podido venir a la existencia, ya que todas han sido creadas -hemos sido creados- en la Palabra. Cada cosa lleva la marca, el logo “Made in Jesús”.
Las palabras humanas son de dos clases, unas nos ayudan a fijar la realidad, a consumirla en dosis apropiadas, digamos, para no atragantarnos. Son palabras que definen las cosas, abstraen algo y se concentran en lo esencial. Gracias a estas palabras podemos “sacar una foto” a la realidad que es fluyente, y hablar de esa foto. Sin ellas la realidad se nos escaparía como el agua de un río que nos arrastra y cuya agua se nos escapa de entre los dedos. Estas palabras, cuando se usan, una excluye a la otra, lo blanco no es lo negro, la cualidad no es la cantidad.
El otro tipo de palabras tiene la característica de que son palabras “inclusivas”: cuando uno dice belleza, en la belleza de una flor -pequeña, limitada- late la belleza de todo el universo. Lo grande se contiene en lo pequeño y lo pequeño remite a lo grande. La belleza es, cada una única, concreta, y se concierta a todas las otras. El concierto nº 2 para violín de Bach no compite, sino que se integra con la belleza de un amanecer.
Dicen que los ángeles hablan con estas palabras especiales y cada una que dicen es como una obra de arte. Por eso hablan poco.
Bueno, las Palabras de Jesús, además de tener este poder inclusivo -pensemos que sus parábolas sirven para iluminar todas las situaciones de la vida de cada persona y de cada época-, las palabras de Jesús tienen la potencia de ser creadoras: crean realidades nuevas.
Cuando uno práctica una palabra de Jesús crea el Reino: con un gesto de misericordia nuestra, una Palabra del Señor puede recrear el corazón de un herido!
Por eso es que la Palabra de Jesús no solo no se opone a la “consistencia” de las cosas, sino que les da consistencia y crea cosas nuevas: «Yo hago nuevas todas las cosas», dice el Señor en el Apocalipsis. Por eso tenemos que valorar siempre más profundamente la Palabra de Jesús. Valorarla de tal manera que uno pueda decir: Señor, a quién iremos. Sólo vos tenés palabras de vida eterna.
Jesús mismo dice que sus Palabras son Espíritu y Vida. Por eso, conectados a las palabras de Jesús podemos reorganizar toda nuestra vida, nuestra agenda, en torno al nuevo “programa” de vida que esas palabras contienen.
– Y qué quiere decir que no pasan?
– Quiere decir que son un punto de referencia totalmente confiable, que nos permite entrar en contacto con toda la realidad y con todos los hombres. ¡Nada menos!
En términos del mundo digital, podríamos decir que con la clave “Jesús” podemos abrir el Misterio de la realidad, podemos entrar en el corazón de todas las cosas y de las personas. Con Los Santos, esto es claro y transparente: con la palabra Jesús tenemos la clave para entrar en el corazón y en la mente de un Agustín, de un Ignacio, de Teresita… Dicen que cuando le hicieron la autopsia a San Ignacio de Antioquía, en su corazón estaba “literalmente” escrito el nombre de Jesús.
Con la clave “Jesús” podemos “recuperar” los dos mil años de historia de la Iglesia, aprovechar lo bueno, corregir lo malo, sabernos en comunión, retomar el diálogo con la iglesia de Oriente y con nuestros hermanos evangélicos.
Con la clave “Jesús” podemos entrar “religarnos” con las otras religiones. Porque «Al Nombre de Jesús doblan la rodilla todas las creaturas sobre el cielo y la tierra», como decía Pablo.
Ponerse a la escucha de estas Palabras de Jesús, inclusivas y creativas, eso es rezar.
Por eso no tiene sentido decir que uno «no reza porque tiene mucho trabajo o no tiene ganas». La Palabra de Jesús es la fuente creadora de «las ganas» (mejor si no las tenés, así son «ganas de Él» y no solo tuyas). La Palabra de Jesús es la energía para trabajar: te enseña a trabajar bien, mejora tu trabajo… No rezar es no darse cuenta del poder especial de estas Palabras, que curan todo, iluminan todo, alimentan la vida. Aquel a quien el Espíritu le regala la limosna de que se le abran un poco los ojos y vea entre sus manos vacías las pepitas de oro que son las palabras de Jesús no podrá empezar ni terminar el día sin ponerse a rezar un rato, contemplándolas, saboreándolas, comulgando con ellas, de manera tal que estas palabras dinamicen luego, en la vida práctica, todas las demás.
Diego Fares sj