«Esperando una limosna de su voz» (Cristo Rey B 2018)


            Entró de nuevo Pilato  en el Pretorio y llamó a Jesús.

Y le preguntó: ¿Tú eres el rey de los judíos?

Jesús le respondió: ¿Dices esto por ti mismo o bien otros te lo han dicho de mí?

Pilato replicó: ¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes son los que te han entregado a mí ¿Qué hiciste?

Jesús respondió: Mi realeza no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que Yo no fuera entregado a los judíos. Pero ahora mi reino no es de aquí.

Pilato le dijo: Entonces, ¿tú eres rey?

Jesús respondió: Tú dices que Yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: 

para testimoniar la verdad. El que es de la verdad escucha mi voz.

Le dice Pilato: ¿Qué es la verdad?” (Jn 18, 33-38).

Contemplación

El que es de la verdad, escucha mi voz.

Qué dice la Voz de Jesús? Qué testifica el Señor con su vida, con su humildad, con su paciencia?

Todo en Él nos habla del Amor misericordioso del Padre para con todos los hombres, sus hijos. De esa Verdad da testimonio Jesús. 

Yo doy testimonio y el que es de la Verdad, escucha mi voz.

Hay que ser de la Verdad. 

No hay que poseerla. Mucho menos manipularla. No hay que imponerla. Ni siquiera el Señor la impone. Nos dice que el que «es de la Verdad» lo escucha a Él, escucha el tono de su Voz.

Cómo sabemos si somos de la Verdad? 

Yo diría que se trata de una pertenencia que requiere mantenimiento -como la amistad-. Ser amigos es perseverar en la amistad, cultivarla, darle tiempo. Sobre todo, eso. Tiempo. Ser de la Verdad es darle tiempo, pasar tiempo con Ella y eso significa escucharla. Hablarle a la Verdad. No como quien le enseña, obvio, sino como discípulo, como quien le pregunta. 

Ser de la Verdad es rezar. 

Pero más que algo que uno «hace», más que una actividad, rezar es amar rezar: es tener ganas, necesidad de rezar, gusto por rezar, es conectarse con la honda necesidad de escuchar tranquilamente la Verdad, que todo hombre tiene. Nosotros, cristianos, dejando que el Evangelio nos hable, que Jesús nos quiera dar una limosna de su Voz y hacer que una de sus Palabras se encienda como un fueguito y brille como una pequeña llama para nosotros y se nos regale para que la podamos «sentir y gustar», como le gusta decir a Ignacio. No hace falta que la sintamos mucho, basta con tener un poco más de sentimiento. 

Ser de la Verdad es amar rezar. Dos verbos juntos, que no debemos dejar que se nos separen. No es simplemente rezar ni simplemente amar, sino amar rezar. 

Amar Rezar es ponerse a la escucha de esa Voz. La de nuestro Pastor hermoso. Amar Rezar es Amar Escuchar. 

Amar Escuchar es escuchar con ganas, escuchar con respeto, escuchar con paciencia, dejar que el Otro se exprese a gusto y diga todo lo que quiera.

Algunas cosas que hay que saber de esta «Verdad-Voz».

La primera, quizás, es que la Verdad habla bajito. Como decía el Padre Cullen -misionero en China y luego en las tierras de Brochero, en Córdoba, que confesaba en Regina (el que siempre tenía un inmenso diccionario chino y cosía pelotas de fútbol en el confesionario, para que el que entraba en la Iglesia y lo veía pensara «este cura no tiene nada que hacer» y se acercara a charlar y terminara confesándose-: «Dios siempre está hablando. Sólo que habla bajito». Cullen era muy paciente, pero algo que lo sacaba de las casillas era la gente que hablaba en la Iglesia. Se paraba y salía del confesionario hecho una furia diciendo Shhh!!! y miraba fiero al que conversaba de modo tal que nos hacía sentir mal a todos. Lo que muchos no sabían era que no era cuestión de orden o de respeto solamente, sino de que verdaderamente él estaba escuchando a ese Dios que habla bajito y no quería que la persona se lo perdiera por pensar -como muchos pensamos, en realidad- que el silencio de la Iglesia es silencio vacío. Lo que yo sé es que cuando Cullen estaba en la iglesia, en su confesionario con la luz encendida, la iglesia hablaba. Bajito, pero hablaba.

Otra cosa que más que saber hay que experimentar, es que la Verdad se toma su tiempo para hablarnos. Ni nos lo dice todo de golpe ni dice las cosas a medias. La Verdad va hablando, retoma el hilo, a veces mucho tiempo después, y espera a que a uno le caiga la ficha. Una señal son los desahogos. El suspirito de los chicos después que se confesaron, el respiro profundo después de un llanto, el sollozo que aclara la mirada. La verdad es que la Verdad se toma su tiempo porque no son muchas las cosas que nos tiene que decir. O sí, son muchas, pero todas modos distintos de decir la única cosa importante (que en la vida todo es don). Un poco eso es lo que el Señor le dice a Marta, que se inquieta por muchas cosas, cuando en realidad pocas -más bien una sola- es la importante. Y justo esa era la que había «elegido» María (y que no le sería quitada) la de estar a los pies de Jesús, escuchándolo, ya que Él tenía ganas de hablar. 

La tercera cosa, es que la Verdad nos habla cuando salimos.Nos habla en el camino que va de Jerusalén a Jericó, el de bajada allí donde hace falta dar una mano en las obras de la misericordia. Esta es una de esas cosas que siempre nos recuerda el Papa Francisco. El camino de la verdad es un  camino que sale de la lógica «casuística» -de ver y analizar y discutir sobre «casos» tipificados – y da pasos hacia la misericordia concreta que ve los  rostros de las personas, cada una única y piensa cómo hacer para ayudar y para servir eficazmente. En este camino podemos ir sintiendo que el Señor nos habla, que le interesa intervenir en lo que hacemos, participar en nuestras obras, y nos enseña cómo hacer las cosas, nos abre caminos y nos bendice.

Una cuarta cosa, es que escuchar la verdad alegra. Pablo dice que el que ama se alegra de escuchar la verdad y de que la verdad se sepa: aunque duela, «El amor se alegra con la verdad» (1 Cor 13, 6). El Papa dice en Evangelii gaudiumque «El kerigma» (que podríamos definir: «la Verdad dicha como la dice Jesús») es un «anuncio que responde al anhelo de infinito que hay en todo corazón humano». Y agrega ciertas «características que hoy son necesarias» para que esa Verdad le llegue a la gente. Lo primero, dice es «que exprese el amor salvífico de Dios previoa la obligación moral y religiosa». Es decir: primero hay que hacer sentir a la gente que Dios viene a salvarlos de algo que los oprime, no que viene a ponerle condiciones y a aclararle sus deberes. Estas serán cosas que cada uno sacará por sí mismo como conclusión, una vez que se sienta incluido y salvado. Luego, dice el Papa, esta verdad «no se debe imponer» hay que «apelar a libertad» de la gente. En tercer lugar, esta verdad dicha al estilo de Jesús, vendrá siempre con «notas de alegría, estímulo, vitalidad, y una integralidad armoniosa» que no reduce nunca «la predicación a unas pocas doctrinas», que a veces son cosas «más filosóficas que evangélicas» (EG 165).

Elegí dos imágenes que nos hablan de este «pertenecer a la Verdad» o «ser de la Verdad». Una es la del Jesús de la humildad y la paciencia. El Señor de la humildad y la paciencia está metido en su Pasión. Con el oído atento a la voz del Padre y las voces de todos los hombres, en cuyo interior, gime el Espíritu con dolores de parto. El Señor escucha todo en la Pasión. 

La otra imagen es la de una mendiga pidiendo limosna junto a la Fontana di Trevi. 

La suya es la actitud para empezar a rezar cada dí, pidiendo la gracia -la limosna- de poder escuchar la Voz de la Verdad. Con el vasito delante, esperamos una limosna, no de monedas, sino de oración . 

Qué necesidad tan honda de nuestro corazón la de sentirnos escuchados. 

Uno tiene tanta necesidad de decir las cosas que no dice a nadie, de decirse, más que de decir cosas. De sentirse escuchado en la palabras que dice como salen. Cómo agradecemos que el otro llegue a sentir lo que sentimos, que sienta nuestra alegría y nuestra angustia, que entienda nuestra verdad, la verdad de lo que somos, lo más hondo, la rectificación de nuestra intención, para que sea pura, para quitarle toda doblez. Nos alegra ser escuchados en nuestra voz última, en la frase que nos resume, cada vez, en cada situación. Rezar es profundizar en esa frase. 

Y la frase que engloba todas es como ese vaso allí en el piso, vacío, a la espera de la limosna que el Espíritu nos quiera dar, para «encender con Su luz nuestro sentidos» y «poner en nuestros labios los tesoros de la Palabra». 

Tener ese jarro de limosna entre las manos, tendido al cielo, para recibirlo todo en una limosna de oración: eso es «escuchar su Voz» y «ser de la Verdad». 

Diego Fares sj

Partir de las Palabras que no pasan, rezando cada día (33 B 2018)


En aquellos días, después de la tribulación, 

el sol se oscurecera

y la luna no dará su luz,

las estrellas caerán del cielo

y se desencadenarán los dinamismos del universo.

Entonces verán al Hijo del Hombre 

viniendo sobre las nubes, con gran poder y gloria.

El enviará a los ángeles y congregará a sus elegidos desde los cuatro vientos

desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.

Aprendan esta parábola, tomada de la higuera:

cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas,

ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano.

Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas,

dense cuenta que está cerca, a la puerta (el reino de los cielos).

Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto.

El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.

En cuanto a ese día y a la hora, nadie las conoce,  ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre (Mc 13, 24-32).

Contemplación

         Jesús dice este «discurso apocalíptico» sentado en la altura del monte de los olivos, contemplando el templo. Pedro y tres de los otros discípulos -Santiago, Juan y Andrés-, le preguntaban: Dinos ¿cuándo será el fin, y cuál la señal de que todas estas cosas están por cumplirse? Y Jesús comenzó a decirles estas palabras que deben ser escuchadas de manera particular: hay que dejar que las imágenes nos impacten, como un viento que nos pega en la cara y cuando abrimos los ojos el aire se despeja y nos quedamos con una Palabra, con una imagen. 

         Del oscurecimiento y el terremoto del cielo la imagen que sobresale es la de Jesús viniendo con poder y gloria sobre las nubes. Un poder que se concreta en algo humilde: los ángeles se desparraman » a los cuatro vientos» y reunen a todos los elegidos -dice Marcos-. 

         Como esas pepitas de oro que quedan después de zarandear un buen montón de arena sacada del río, del zarandeo del universo lo que quedan son «los últimos». Porque como solía decir Jesús: los últimos serán los primeros porque muchos son los llamados y pocos los elegidos. 

         Mateo 25 toma esta imagen de los reunidos y congregados y la explicita, dándonos eso que el Papa Francisco llama «el protocolo para el juicio final». Estos «elegidos», estos «ultimos» tienen en su carne y en sus ojos las «marcas» de nuestro trato: si les dimos de comer o los dejamos ir con hambre, si los hospedamos y les dimos una frazada o los dejamos durmiendo en la calle, si los fuimos a visitar cuando estaban enfermos o presos o los dejamos solos…

         El zarandeo del universo, como le llamo, es un gran discernimiento y lo valioso que queda son las personas -especialmente los preferidos de Jesús- y la misericordia que tuvimos con ellos y ellos con nosotros. Solemos quedarnos con las imágenes catastróficas del fin del mundo y son solo la pantalla para que en primer plano el Señor nos haga fijar la mirada en los rostros de sus elegidos. Como pasa en los terremotos, en los incendios y en las inundaciones, que los socorristas se concentran en salvar personas, tienden la mano al más pequeñito, le piden al que está aterrorizado que los mire a los ojos y se tranquilice para poder ayudarlo, así también, el Señor usa esta parábola del desencadenamiento de todas las fuerzas del universo para hacer que resalte la tarea de sus ángeles reuniendo en rebañitos a sus elegidos, a la gente, a las personas que, en una situación así, de catástrofe y desamparo, son -somos- todos pobres creaturas. 

         La siguiente parábola se va al otro extremo. Nos habla de la higuera y del dinamismo de los brotes de sus ramas tiernas. Son las mismas fuerzas del universo encadenadas y que dan vida. Este dinamismo lo percibimos, al igual que percibimos el dinamismo de las fuerza desencadenadas. Y discernimos que viene la primavera, dice Jesús. De igual manera, en los acontecimientos de primavera, de vida que florece, debemos discernir que «el reino está a la puerta». En lo grande y en lo pequeño, en lo catastrófico y en lo normal de la vida, lo importante es discernir a Jesús que viene y estar cerca de sus elegidos, sirviendo a sus pequeños, para ser convocados. 

         Estas dos parábolas -la de los dinamismos del universo desencadenados o armonizados- son esa Palabra que no pasa. La Palabra y la Enseñanza de Jesús que alimenta, ilumina y encamina nuestra vida. A esa Palabra hay que estar atentos -hay que velarla y esperarla- para escuchar lo que nos dice. El Señor nos pastorea con su palabra, con sus llamamientos, como el Pastor a sus ovejas, que conocen su voz. Allí donde estamos ansiosos como los discípulos por conocer «el día y la hora» y «los signos» del fin del mundo, el Señor se nos pone en el centro, como cuando dormía en la barca en medio de la tormenta y como dormía en el pesebre en medio de la Nochebuena. Se pone en el centro de nuestra expectativa: la de verlo venir con poder y gloria en una nube -desde más allá de lo esperado- y brotando como un brote tierno de higuera en cada verano. 

         Ayer en la radio me preguntaba Javier Cámara acerca de esta Palabra «más importante que los acontecimientos», esta Palabra que no pasa:

– El gran misterio, después de leer este texto con “ojos humanos”, es ¿para qué nos creó Dios en este mundo si todo pasará, menos su Palabra? ¿Cuál es la Palabra que abre ese “misterio”? Una Palabra vale más que las cosas, que la realidad?

– No es que “todo pasará menos su Palabra”. Más bien es al revés: se trata de que si no fuera por su Palabra, todo pasaría. Más aún, las cosas ni siquiera hubiera podido venir a la existencia, ya que todas han sido creadas -hemos sido creados- en la Palabra. Cada cosa lleva la marca, el logo “Made in Jesús”. 

Las palabras humanas son de dos clases, unas nos ayudan a fijar la realidad, a consumirla en dosis apropiadas, digamos, para no atragantarnos. Son palabras que definen las cosas, abstraen algo y se concentran en lo esencial. Gracias a estas palabras podemos “sacar una foto” a la realidad que es fluyente, y hablar de esa foto. Sin ellas la realidad se nos escaparía como el agua de un río que nos arrastra y cuya agua se nos escapa de entre los dedos. Estas palabras, cuando se usan, una excluye a la otra, lo blanco no es lo negro, la cualidad no es la cantidad.

El otro tipo de palabras tiene la característica de que son palabras “inclusivas”: cuando uno dice belleza, en la belleza de una flor -pequeña, limitada- late la belleza de todo el universo. Lo grande se contiene en lo pequeño y lo pequeño remite a lo grande. La belleza es, cada una única, concreta, y se concierta a todas las otras. El concierto nº 2 para violín de Bach no compite, sino que se integra con la belleza de un amanecer. 

Dicen que los ángeles hablan con estas palabras especiales y cada una que dicen es como una obra de arte. Por eso hablan poco. 

Bueno, las Palabras de Jesús, además de tener este poder inclusivo -pensemos que sus parábolas sirven para iluminar todas las situaciones de la vida de cada persona y de cada época-, las palabras de Jesús tienen la potencia de ser creadoras: crean realidades nuevas. 

Cuando uno práctica una palabra de Jesús crea el Reino: con un gesto de misericordia nuestra, una Palabra del Señor puede recrear el corazón de un herido!

Por eso es que la Palabra de Jesús no solo no se opone a la “consistencia” de las cosas, sino que les da consistencia y crea cosas nuevas: «Yo hago nuevas todas las cosas», dice el Señor en el Apocalipsis. Por eso tenemos que valorar siempre más profundamente la Palabra de Jesús. Valorarla de tal manera que uno pueda decir: Señor, a quién iremos. Sólo vos tenés palabras de vida eterna. 

Jesús mismo dice que  sus Palabras son Espíritu y Vida. Por eso, conectados a las palabras de Jesús podemos reorganizar toda nuestra vida, nuestra agenda, en torno al nuevo “programa” de vida que esas palabras contienen. 

– Y qué quiere decir que no pasan?

– Quiere decir que son un punto de referencia totalmente confiable, que nos permite entrar en contacto con toda la realidad y con todos los hombres. ¡Nada menos!

En términos del mundo digital, podríamos decir que con la clave “Jesús” podemos abrir el Misterio de la realidad, podemos entrar en el corazón de todas las cosas y de las personas. Con Los Santos, esto es claro y transparente: con la palabra Jesús  tenemos la clave para entrar en el corazón y en la mente de un Agustín, de un  Ignacio, de Teresita… Dicen que cuando le hicieron la autopsia a San Ignacio de Antioquía, en su corazón estaba “literalmente” escrito el nombre de Jesús.

Con la clave “Jesús” podemos “recuperar” los dos mil años de historia de la Iglesia, aprovechar lo bueno, corregir lo malo, sabernos en comunión, retomar el diálogo con la iglesia de Oriente y con nuestros hermanos evangélicos. 

Con la clave “Jesús” podemos entrar “religarnos” con las otras religiones. Porque «Al Nombre de Jesús doblan la rodilla todas las creaturas sobre el cielo y la tierra», como decía Pablo.

Ponerse a la escucha de estas Palabras de Jesús, inclusivas y creativas, eso es rezar. 

Por eso no tiene sentido decir que uno «no reza porque tiene mucho trabajo o no tiene ganas». La Palabra de Jesús es la fuente creadora de «las ganas» (mejor si no las tenés, así son «ganas de Él» y no solo tuyas). La Palabra de Jesús es la energía para trabajar: te enseña a trabajar bien, mejora tu trabajo… No rezar es no darse cuenta del poder especial de estas Palabras, que curan todo, iluminan todo, alimentan la vida. Aquel a quien el Espíritu le regala la limosna de que se le abran un poco los ojos y vea entre sus manos vacías las pepitas de oro que son las palabras de Jesús no podrá empezar ni terminar el día sin ponerse a rezar un rato, contemplándolas, saboreándolas, comulgando con ellas, de manera tal que estas palabras dinamicen luego, en la vida práctica, todas las demás.

Diego Fares sj

Jesús se sentó a mirar cómo la gente «se ponía» (32 B 2018)

Jesús enseñaba a la multitud: «Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones. Estos serán juzgados con más severidad.»

Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y contemplaba atentamente cómo ponía plata la gente en la alcancía. Muchos ricos ponían mucho. Llegó una viuda pobre y puso dos moneditas. Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: 

─ «En verdad les digo  que esta viuda pobre puso más que todos los que ponen en la alcancía, porque todos los demás pusieron de lo que les sobra, pero ella, de su indigencia, puso todo cuanto tenía, todo el sustento del día» (Mc 12, 38-44).

Contemplación

            El pasaje de hoy es importante. No es la anécdota de la viejita santa que dio sus moneditas de limosna. Tampoco la de la viuda heroica que se inmola dando todo lo que tiene. Hay que contextualizar bien y precisar. 

            Un punto es tener claro lo que dio. «Bios» «victus» dice Marcos; «vida». La palabra vida se traslada para nombrar «lo que nutre la vida», el alimento y el salario para comprarlo, como cuando decimos «ganarse la vida». Aquí en italia, en el presupuesto personal se pone entre otras cosas «vitto», «comida», para señalar la comida diaria.

            El salario en aquella época tenía que ver con lo que se necesitaba para vivir un día. Era el jornal. Y por las moneditas que eran solo «parte de un jornal», se ve que la mujer trabajaría por horas y dió todo lo que había ganado en un trabajo, seguramente para irse al otro. La suma sería como la de una hora de trabajo que alcanza para tomar un café y una tortita a la media mañana. 

            En la otra punta, tenemos a Jesús que «se sentó a mirar». Es una imagen fuerte. Pensemos que Marcos la usa para dejarnos la Figura definitiva del Señor, cuando dice que Jesús, después que ascendió al cielo, «se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16,19). 

            Históricamente, el hecho transcurre en un momento clave en la vida del Señor. Ha hecho su entrada real en Jerusalen, sentado sobre el burrito. Ha echado a los vendedores del templo y ha discutido con saduceos y fariseos sobre la resurrección y sobre el mandamiento principal. Le cuestionan qué es lo que quiere hacer, qué pretende, por qué parece que subvierte los valores. Y se ve que Jesús anda buscando un ejemplo para dejar un mensaje claro y entonces elige a alguien del pueblo fiel. 

            Qué hace? Va y se sienta frente a la alcancía del Templo. Era una alcancía importante, como sería para nosotros la de San Cayetano, por ejemplo. Y se pone a observar cómo pone la gente. Uso esta expresión porque Marcos utiliza varias veces la palabra «ballein», en griego. A algunos traducen como «echar», «arrojar», porque la plata eran monedas y se ve que algunos las «arrojaban» -vaciaban una bolsita- de modo que las monedas grandes hacían un poco de ruido. Pero pienso que «poner» es más significativo. Nosotros la usamos con un gesto de las manos -del puño cerrado y con el pulgar sobre el índice, golpeandonos la otra palma- en señal de que «hay que ponerse». Pues bien, eso es en lo que se fija el Señor: en cómo «se pone» la gente. 

Algunos «ponen» -y mucho- pero de lo que les sobra. La viuda -que no era necesariamente anciana- «se pone entera, pone todo». Se da en lo que pone, que era lo que acababa de ganar.

            Me gusta imaginar la escena: que salió de un trabajo (de limpiar una casa, digamos), se corrió hasta el Templo a rezar un ratito y puso todo lo que había ganado como limosna. 

            Es algo entre ella y Dios. No sabemos qué rezó, si había hecho una promesa, qué fue de su vida después… Si fuera hoy y los diarios registraran las cosas de Jesús y seguían a la gente en la que se fijaba, esta mujer se habría hecho famosa. Imaginémonos! Ejemplo de aquello en lo que Jesús -el mismo Dios en Persona- se fija! Ejemplo de lo que importa en la vida. Ejemplo de lo que es una vida realizada, santa. Una simple mujer que, en la diaria, en medio de la vida cotidiana, une contemplación y acción en un simple gesto que la muestra entera. 

            Sin embargo, la viuda se perdió entre la gente del templo, apurada seguramente por ir a su otro trabajo. Ni siquiera tuvo un cruce de miradas con el Señor (o a lo mejor sí. Quizás entró apurada, concentrada en su oración y en sus pensamientos y, después de dar la limosna, advirtió que Jesús la había visto y se saludaron con una leve inclinación de cabeza, como diciendo, cada uno a lo suyo, ella a su trabajo y Jesús al suyo, de explicar la parábola que acababa de ver. Porque el Señor no solo enseñaba parábolas sino que las aprendía de la gente sencilla. Como esta parábola de la mujer que puso todo lo que tenía para vivir ese día y el Señor constató, como Juez y tasador, que había dado más que todos los demás). Me gusta pensar que sí se miraron. O que la mujer «sintió la mirada buena -creadora, afirmadora- de Jesús». Como dice Jean Lafrance: «Tú existes y vives de la mirada de amor que Dios te dirige». La mirada amorosa del Dios que te crea -cada mañana- llamándote a darte entero (Cfr. Ora a tu Padre en el secreto).

            No es menor este detalle de que el Señor no haya llamado a la mujer ni esta se haya acercado a Él a pedirle algo o a agradecerle. Nada. 

            Impresiona este nivel de conexión entre el Señor y la mujer -una madre sencilla, una de tantas, anónima, una más del pueblo fiel-. 

            No dice algo el hecho de que no crucen una palabra y sin embargo el Señor diga tanto de ella? A mí me confirma que es verdad que el Padre se revela a sus pequeños. Hay en este mundo una multitud de gente que tiene internalizado el evangelio, que lo vive desde adentro y no necesita ejemplos ni mandamientos externos porque lleva la ley del amor escrita en su corazón, porque es gente que «se pone». 

            El Señor descubría estas personas a cada rato en su camino e interactuaba con ellos complicemente. De lo que se hizo público está tejido el evangelio. Pero hubo y hay mucho más. Hay que sentarse a mirar, nomás. A mirar a la gente allí donde vive (y no solo a través de lo que registran los medios, que se suelen perder muchas de estas noticias, aunque de vez en cuando aparece alguna: alguno que devolvió una billetera que encontró, alguno que tuvo un gesto solidario… -ayer leí la noticia de un hombre joven, soltero, que adoptó a una nena con síndrome de down que habían rechazado siete familias. El declaró que la nena era un sol en su vida, que comprendía a las familias que la habían rechazado, porque no todo el mundo está preparado para algo así. Y que el juez no le había preguntado sobre su orientación sexual. Uno puede opinar en abstracto, pero el tiempo pasa y esa niña tiene alguien que, hoy, le está dando todo lo que tiene para vivir-). Hay que sentarse a mirar en los lugares por donde pasa la vida, por donde pasa al gente, como hacía un cura amigo, que ahora es obispo, y que rezaba en la calle: un día se sentaba en una parada de micros, otro frente a la maternidad Sardá, otro frente a un Banco, otro en un café… Y rezaba contemplando a la gente, como Jesús hoy, que se sentó a «rezar», no a chusmear. Hay que sentarse a contemplar en la acción, como dice San Ignacio. 

            Con esto, el Señor nos enseña algo más que el ejemplo de «como hay que ponerse» con la limosna. Nos enseñó a rezar mirando a la gente sencilla. Nos enseñó cómo rezaba Él, cómo aprendía de la gente, cómo era capaz de percibir las enseñanzas de su Padre hablándole al corazón de sus pequeñitos. Por las acciones y los gestos de los pobres, Jesús aprendía las lecciones que el Padre le daba para enseñarnos a nosotros. Jesús rezaba mirando a su pueblo, hablando con el Padre de las cosas de su pueblo y escuchando lo que su pueblo le dice -le suplica, le pide, le agradece y le cuenta- a su Padre. 

Todo esto en un simple gesto, en el que la viuda humilde, unió limosna y oración al poner esas dos moneditas en el Tesoro del Templo. 

            Esto de unir oración y limosna es significativo. Saber unir una oración con la que uno va a Dios -pidiendo por alguien, buscando luz sobre alguna decisión que debe tomar, agradeciendo y alabando por lo linda que es la vida…- con una limosna a un pobre, con una ofrenda puesta en la alcancía de la Iglesia. Porque no solo es que la limosna ayuda a los pobres y cubre multitud de pecados, sino que al «ponernos» caemos en la cuenta de que Dios también es Uno «que se pone». 

            Jesús se sintió identificado en esa mujer que «se ponía entera» en lo que daba, que daba de todo corazón las monedas. En el mismo gesto que uno da, recibe. El que se da mezquinamente, recibe mezquinamente. No porque Dios no se de entero, sino porque el recipiente que uno usa para dar es el mismo que tiene para recibir. Y si uno no lo vacía entero, luego recibe menos, puede ser llenado menos. 

            La palabra «todo» es de nuevo clave en este evangelio, como lo fue en el que Jesús explicó el mandamiento principal: el de amar a Dios con todo: todo el corazón, toda el alma, toda nuestra inteligencia y todas nuestras fuerzas. Aquí lo concreta la viuda «poniendo todo» lo que tenía para vivir ese día. 

            Arrojar todo, poner todo, no es solo un gesto activo sino también pasivo: deja el lugar vacío -sin nada- para poder recibir el Todo que da Dios, que es Uno que se pone entero. Más que el contenido, lo que importa es el gesto. Por eso, en una confesión, más que los pecados que uno confiesa, el punto es que al confesarlos, uno se pone entero, como es. Y con eso el Señor puede hacer mucho.

            La viuda se ve que este ejercicio de dar todo, lo tenía incorporado. No fue, segurísimamente, un hecho aislado, algo de ese día, sino que se ve que era su forma habitual de vivir: de vaciarse para ser llenada, de poner todo para recibir todo. 

            Se ve esto en la gente que vive al día, que gana lo justo para comer hoy o este mes, y que sabe abrir el corazón -y dar su tiempo y compartir lo poco que tiene- cada día y enteramente. 

            Y que ella era así, se ve en que el Señor no necesitó confirmarle nada: ni perdonarle los pecados ni decirle tu fe te ha salvado ni toma tu camilla ni vete a presentarte a los sacerdotes ni no peques más ni hacé vos otro tanto… La mujer ya tiene su ritmo de caridad, su vida entre el trabajo su casa y el Templo, su medida para dar -han visto que hay gente que «se pone», directamente, que sabe que «hay que ponerse» y se ofrece, se pone a tiro, se presenta a colaborar y recibe las instrucciones fácilmente..?.- bueno, la viuda es de estas y eso se ve que no le hace falta que Jesús le diga nada más. Ya trabaja de asistente de parábolas y si el Señor la siguiera un poco, o la hubiera seguido alguno de sus discípulos evangelistas, encontrarían parábolas para llenar dos evangelios, porque es de esa gente con la que el Espíritu escribe una parábola por día o más, seguramente. 

            Como vemos, el ejemplo de la viuda -poner dos moneditas en la alcancía- no es solo cuestión de dinero sino de «ponerse», que es mucho más. 

Jesús se fija en cómo pone la gente, en si se pone toda. Porque recién ahí él puede trabajar (aprendiendo de lo que uno «es»). 

            Todos tenemos momentos en que «nos damos enteros» en que «ponemos todo». Ahí donde está nuestro corazón, está nuestro tesoro. Y de ahí tenemos que partir, para aprender de nosotros mismos, para ponernos ante el Señor y para darnos a los demás. No tiene que ser desde donde nos sobra, eso quiere decir el Señor. Y a algunos «nos sobra mucho» -porque la vida nos ha dado tanto- y nos podemos pasar la vida administrando talentos sobrantes. Al Señor le interesa que nos conectemos con el punto donde somos pobres. Como dice de la viuda: de su indigencia, dio todo.

            Ahí se posa la mirada del Señor: en nuestra pequeñez, en nuestra indigencia. Para mendigarnos que, de esa indigencia, lo pongamos todo.

Diego Fares sj

La medida y el ritmo del amor según Jesús (para los adultos que cursan la escuela nocturna) (31 B 2018)


            Se le acercó a Jesús un escriba que, habiendo escuchado la discusión (con los saduceos acerca de la resurrección), como le pareció que Jesús les había respondido perfectamente,le preguntó: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?»

Jesús respondió: 

«El primero es: Escucha, Israel: 

el Señor nuestro Dios es el Señor único; 

y amarás al Señor, Dios tuyo, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. 

El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. 

No hay otro mandamiento mayor que estos.» 

El escriba le dijo: 

«Muy bien, Maestro, con verdad has dicho que “Dios es Uno y no hay otro más que él”, y “Amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas”,

y “Amar al prójimo como a sí mismo”, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios.» 

Jesús, al ver que había respondido sensatamente, le dijo: «No andas lejos del Reino de Dios.» Y nadie se atrevía a cuestionarlo (Mc 12, 28 b-34).

Contemplación

Escucha Israel, Escucha Iglesia, Pueblo fiel!

El Señor nuestro Dios es el Señor único.

El Dueño absoluto, el que manda. 

Y no te manda que «hagas» algo -esto o aquello- sino que ames. 

Te manda amar. Que lo ames a Él y que ames al que tienes al lado.

Y te da la medida y el ritmo de ese amor.

La medida del amor a Él, como único Señor de tu vida práctica, de tu vida cotidiana, de tus mañanas y tus atardeceres, es «con todo». Esa es la medida. No a medias, por supuesto. Pero tampoco «mucho», sino con todo.

Y el ritmo es, primero, «con todo tu corazón», es decir desde allí donde late la sede de tus intuiciones (corazonadas), de tus emociones, de los deseos con que te proyectas y de los afectos con los que estás adherido a los que más amás. 

Primero, con el corazón, que tiene su ritmo, constante, memorioso y de aliento esperanzado.

Luego nos manda Jesús que amemos a nuestro Dios y Señor con toda nuestra alma, es decir con todas las fuentes vitales de nuestra existencia, desde allí donde respiramos y nos sentimos vivos, desde nuestro hambre y nuestra sed, con todo nuestro instinto de supervivencia, con todos nuestros deseos sexuales, con cada uno de nuestro sentidos, pasiones y potencias. Con el ánima y el ánimo.

En tercer lugar pone Jesús nuestra inteligencia. Como hemos puesto primero nuestro amor entregando todo nuestro corazón y nuestra vida, el juicio de nuestra inteligencia no será abstracto ni neutral. Será el juicio inclusivo, abarcador, del que se sabe ya comprometido con Aquel a quien piensa y por eso «lo piensa con amor». Fijémonos que Jesús dice: Amarás con toda tu inteligencia! Amar con la inteligencia que es pasiva y activa. Amar dejando que el ámbito de nuestra conciencia se expanda y se informe al recibir la luz de la Verdad de Dios, siempre más grande, siempre más clara y más gloriosa. Amar pensando activamente cómo recibir mejor la luz, por dónde ampliar nuestra comprensión, cómo conectar mejor todas las verdades de modo tal de ir «mandando» a cada sentido, que vea más, que guste más, que escuche mejor… y a nuestra voluntad que actúe en la medida justa haciendo real en la vida ese amor cuya posibilidad de ser realizado vemos con justeza y claridad. 

Por último, Jesús nos recuerda que debemos amar con todas nuestras fuerzas. Es lo que decíamos recién, al meditar sobre la inteligencia, que aquello que ve con claridad, manda que se haga. Las fuerzas responden bien cuando lo que mueve nuestra acción es un amor vital y lúcido, cuando lo que hacemos lo hacemos con todo el corazón, al ritmo de nuestro aliento vital y con inteligencia clara. 

Así, el mandamiento del amor contiene la medida y el ritmo de su realización. 

No es un mandamiento difícil ni exterior. 

El corazón es el nuestro. 

No es difícil amar con el propio corazón. 

Quizás la dificultad esté en reconocerlo, en aceptar que no se nos pide un corazón ideal sino el nuestro, real, con sus agitaciones y desalientos, con sus apuros por poseer su parte y sus egoísmos. El Señor nos pide amar con nuestro pobre corazón, no con otro. Dice una oración: Espíritu Santo comunica a mi pobre corazón el amor con que se ama a las tres divinas Personas de la Trinidad y al prójimo.

La clave es que el corazón no tiene partes, por así decirlo. Cuando usamos la imagen de un corazón partido es para decir que ha sido herido de muerte. Y sin embargo, partido, sigue latiendo entero. Y por eso sufre, por no poder ser dos ni seguir solo con una mitad, olvidando la otra. El corazón siempre se pone entero, por eso el egoísmo es pecado entero, no a medias. Y gracias a eso, el arrepentimiento y la nobleza también: cuando se recupera un corazón, se recupera entero. Y cuando se da y se entrega lo que se mezquinó, enteramente se entrega.

Primero, por tanto, el paso del corazón, el paso cordial que da enteridad y nobleza a nuestro amor. Luego viene el paso del alma, nuestra pobre alma, de respiros cortos y de impulsos desbandados, nuestra alma que corre allí donde cada fibra de nuestro ser anhela vida, anhela sentir, respirar, gozar, amar, pensar, trabajar y crecer. Amar con toda el alma es un mandamiento riesgoso si uno tiene una mentalidad dualista, maniquea, si uno separa alma y cuerpo, si uno es de los que  piensan que es más seguro amar a Dios sólo con un pedacito purificado de la mente y de la voluntad.

El Señor en cambio quiere que amemos con toda el alma, que conectemos todo lo que es vital en nosotros y lo pongamos al servicio de su amor: instintos, pulsiones, sentimientos, deseos sexuales, sueños, vida inconsciente, modelos sicológicos, paradigmas mentales…, todo aquello que es «impulso vital» -para nuestro sistema vegetativo, psíquico y espiritual-, todo lo que es «vida», lo que da forma humana a nuestra materia común, con todo eso quiere que lo amemos. El Creador no tiene preferencias ni le hace asco a nada de lo que creó: todo lo hizo bien!

Al final el Señor pone el mandamiento de amar con todas nuestras fuerzas. Fuerzas no solo brutas sino habilidades, fuerzas que orientamos y tenemos bajo control.

Ahora bien, este amor, total en su medida y ritmado humanamente en todos sus pasos, hace alianza y se confronta con el amor al prójimo «como a nosotros mismos». 

Esta bajada, esta concreción tan espacial y temporal -amor al que nos acercamos a cada momento-, esta medida tan constatable -como a nosotros mismos-, que nos permite objetivar el modo, el tono, la intensidad, la calidad y la cantidad del amor que brindamos, hace que el otro mandamiento, al Dios que no vemos, se concretice en la relación con nuestro prójimo, a quien sí vemos.

Se abre así un campo infinito, por un lado, y por otro, muy delimitado para nuestro crecimiento en el amor. Materia principal o mejor «Escuela» en la que el Amor es la materia principal que se divide en todas las carreras, especialidades y materias concretas de todo tipo.

Cada prójimo requiere de nuestra parte un curso entero para aprender a amarlo «como a nosotros mismos», curso que lleva toda la vida si se trata de dos esposos o de padres e hijos o de amigos. Curso que lleva su tiempo para los compañeros de escuela o de trabajo y apostolado. Curso especial para los prójimos con quienes nos cruzamos ocasionalmente pero a veces nos requieren por entero, como el que estaba herido al borde del camino, que Jesús pone como modelo de aquel a quien «nos hacemos prójimos».

Digo esto para abandonar definitivamente el campo de «amor en general» en el que a veces situamos el amor del mandamiento que recuerda Jesús en el evangelio. Como el escriba, le decimos: «Has respondido bellamente», y seguimos la vida como si el amor fuera algo que está por todos lados y no una Escuela especial en la que nos tenemos que inscribir de una buena vez para empezar deletreando el abc de esta lengua nueva que hablamos, sí, pero balbuceantes y sin aprovechar toda su riqueza expresiva.

Queda además el tercer mandamiento, que completa estos dos, y es el que agregó Jesús cuando mandó «ámense como Yo los he amado». Este «como» de Jesús es el que da medida y ritmo cristianos al mandamiento antiguo y lo hace nuevo. Cuenta con otra Potencia: la del Espíritu Santo. El Señor nos manda amar a Dios con «todo el Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones, almas, mentes y fuerzas». Y nos manda amar al prójimo con la igualdad y lo común que establece el Espíritu, dado por igual a todos en Pentecostés y cada vez que alguien es bautizado en el Espíritu Santo. 

Escucha Israel! Escucha Iglesia! Escuchen todos ustedes, pueblo fiel de Dios! Escuchar este mandamiento del amor, a Dios y al prójimo «como» Jesús ama y amó», hace sentir que uno ha estado «en otra», vaya a saber en qué. El Espíritu nos alienta, sin embargo. La imagen linda que me viene es la de la gente humilde que se inscribe de grande y comienza a estudiar en la escuela nocturna, a veces en la primaria, otras en la secundaria y hasta en la facultad. Discípulos que no se avergüenzan de empezar a estudiar de grandes. No importa tanto si no estudiaron por vagos o porque, por el contrario, tuvieron que salir a trabajar. Lo importante, es que en esta Escuela hay lugar para todos. Se enseña a crecer en el amor. Y lo lindo es que cada materia aprobada es una carrera entera y la lengua nueva sirve para entenderse en todos los países (digo, por si a alguno le gusta viajar). Las especializaciones son de todo tipo y tienen nombres como: especialización de (aquí va nuestro nombre….) en amor a(aquí va el nombre del prójimo: hijo, esposa/o, amigo/a, enemigos…, institución/orden religiosa…, -el que lleva el nombre de la propia familia puede resultar apasionante!-). Hay para elegir.

Ah! me olvidaba. Si amamos y adoramos a Dios por Él mismo -como Jesús- no tendremos dificultad luego para amar a los otros por ellos mismos, igual que nos amamos a nosotros. 

PD. Estas cosas que digo son parte del curso de primer grado, en el que me inscribí no hace mucho, luego de los Ejercicios que hice en junio en el Gesù.

Diego Fares sj