
Y levantándose de allí (de Cafarnaún) se va a los confines de Judea, más allá del Jordán, y de nuevo se le juntan muchedumbres en el camino y de nuevo Jesús les enseñaba como solía.
Se acercaron entonces unos fariseos y le preguntaron, con ánimo de tentarlo:
─ ¿Es lícito al marido repudiar a su mujer?
Él, respondiendo, les dijo:
─ ¿Qué les mandó Moisés?
Ellos dijeron:
─ Moisés permitió dar carta de divorcio y repudiar.
Pero Jesús, les dijo:
─ Fue por la dureza del corazón de ustedes que les escribió este precepto; pero al principio de la creación, Dios los creó varón y mujer. Por esto dejará el varón a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne; así que ya no son más dos, sino una carne. Por tanto, lo que Dios juntó, el hombre no lo separe.
En casa volvieron los discípulos a preguntarle sobre lo mismo, y les dijo:
─ Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra ella; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.
Entonces le presentaron unos niños para que los bendijera, pero los discípulos reprendían a los que los presentaban. Viéndolo Jesús, se indignó y les dijo:
─ Dejen a los niños venir a mí, y no se lo impidan, porque de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad les digo que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y tomándolos en los brazos, ponía las manos sobre ellos y los bendecía (Mc 10, 2-16).
Contemplación
Habían vuelto a casa luego de la discusión con los fariseos en torno al tema espinoso del divorcio y los discípulos le preguntaban a Jesús sobre el tema. Como siempre, la gente se enteraba de que Jesús estaba en la zona y varias mamás le trajeron a sus hijitos para que Jesús se los bendijera. Los discípulos se impacientaron porque les pareció que no era el momento, pero cuando Jesús vió que las estaban echando a las familias, se indignó -dice Marcos-. Se ve que el Señor aprovechó para salir de una discusión abstracta, de esas interminables que siempre salen de nuevo, y comenzó una catequesis sobre recibir el reino con actitudes de niño, mientras bendecía a los pequeñitos. Es un lo que hace el Papa en cada catequesis de los miércoles: primero da vueltas a la plaza, saludando a la gente; se detiene solo para bendecir y besar a los niños pequeñitos que le presentan los papás, y luego da la catequesis «hablada».
La imagen que me viene es la reino como una sala llena de juegos. Solo los niños «la poseen». Solo los niños se maravillan al entrar e inmediatamente se apoderan de los juguetes y juegan. Los adultos quedamos afectivamente un poco «afuera», aunque juguemos con los chicos. Ya hemos perdido esa capacidad de sumergirnos enteramente en un salón de juegos, sin conciencia del tiempo, apasionados con cada juguete y compartiendo o compitiendo con los otros chicos.
El contraste entre la discusión de un tema serio y el ponerse a abrazar y bendecir a los chicos tiene que ver ya que el tema era el divorcio y los que pagan las consecuencias -más allá de si es lícito o no separarse entre adultos- son los chicos. Por eso el Señor se sale de la discusión abstracta y legalista, se desprende incluso de su postura que es superadora de lo legal y bucea en el corazón de la Biblia y en los orígenes de la institución familiar, como base de la vida, para meterse de lleno en un amor concreto a los niños.
En Amoris Laetitia (el Papa insiste siempre en que hay que leer entera. Ayer, en el Sínodo hizo reír a todos cuando dijo que los documentos que sacan «son leidos por pocos y criticados por muchos»), Francisco afirma que Jesús «conoce las ansias y tensiones de las familias» y las incorpora a su vida y a sus parábolas (AL 21). Pensemos en el mal momento de Caná, cuando en medio de la fiesta se dan cuenta de que falta el vino. Recordemos la parábola del padre misericordioso y de los hijos difíciles… Esto sin hablar de las angustias que vivió Jesús en su infancia, las ansiedades de San José al huir a Egipto y luego al regresar a Nazaret, siempre preocupado por la situación política, por Herodes… El Papa hace notar que por algo Jesús da su doctrina sobre el matrimonio en medio de una discusión sobre el divorcio. La familia – donde la alegría del amor tiene su fuente más fresca y pura- siempre está amenazada por el Maligno. A veces da fatiga predicar sobre este evangelio, porque el tema del divorcio (y hoy los temas de las familias diversas y del «poliamor!!») hacen que el tema se vuelva farragoso. Pero si uno acepta «la belleza de la lucha espiritual», si uno se regocija por cada «triunfo» del Señor en nuestra vida de familia, este evangelio, que empieza mal, como todos los temas que empiezan los fariseos de siempre, se vuelve un tema lindo porque Jesús lo remite, por un lado, al origen, a la creación de Dios que hizo todas las cosas buenas, remite el tema al sueño de fidelidad y amor que está en el comienzo de toda familia. Y luego de sentar doctrina sana el Señor termina el tema, o más bien da un puntapie inicial para otra manera de sentir y gustar las cosas, poniéndose a bendecir a los niños pequeños que le traían las mamás y los papás jóvenes o que venían de la mano de una abuela.
La lección del tiempo y la alegría que el Señor dedica a estas familias que, como todas las familias, más allá de cómo anden los adultos entre sí, quieren lo mejor para sus hijos y por eso se meten entre la gente para lograr que Jesús se los bendiga, es una lección del Reino. Es una parábola en acción, de esas que se complacía en «actuar» (en «jugar» como se dice en otras lenguas) Jesús. El reino de los cielos se parece a unos hombres adultos que estaban discutiendo sobre la licitud del divorcio y la discusión no terminaba más. Aprovechando que unas madres traían a sus hijitos para que el Señor los bendijera, éste aprovechó la ocasión para hacer notar a los que querían resolver el tema con definiciones legales que la vida de la familia se alimenta de la bendición a los hijos. Y que esa bendición Dios la da abundantemente y a todos, no importa si la familia tiene todos los papeles o le falta alguno.
Y dentro de esta actitud de bendición a «todos los que le acercan a sus niños», el Señor aprovecha para revelar algo fundamental de su Reino. No tanto cómo es o a qué se parece, como hace en otras parábolas, sino algo más práctico: cómo se recibe. Cómo se entra en él.
Aquí es donde toma un niño, lo abraza en medio de todos, lo bendice y dice que el reino hay que recibirlo como los niños.
Volvemos a la imagen del salón de juegos. Al reino no «se entra» y no «se lo posee» si uno no tiene actitudes de niño. Si uno no es capaz de dejarse fascinar y atrapa apasionadamente por el juego, un salón de juegos no le dice casi nada. Al reino de Jesús hay que recibirlo así, como los niños reciben los juguetes, para desempaquetarlos inmediatamente y ponerse a jugar. Sin miedo a que se rompan y sin demasiadas instrucciones. El reino hay que jugarlo, hay que meterse en él y posesionarse de todos sus dones y ponerlos en práctica.
En la familia (y en la Iglesia y en las obras de misericordia, que son las obras del reino) «hay que mantenerse como niños, delante de Dios y de los demás. Esto vuelve posible una comprensión y benevolencia recíprocas entre los esposos, entre los fieles y la jerarquía, entre los voluntarios y colaboradores de una obra de caridad, que superan la inevitables tensiones de la existencia.
Esta es la lección del Señor: las tensiones de la familia y de la Iglesia no se resuelven con discusiones abstractas sino poniendo en práctica actitudes de infancia espiritual. Cuáles serían?
No hay que inventarlas. Cada pareja las practica cuando atiende a sus hijitos, cuando les enseña, cuando juega con ellos, cuando los cuida y planifica su futuro, lo que les hará bien.
Basta que los padres abracen juntos a sus hijitos pequeños, los bendigan y los besen y, estando así, con sus hijos en medio de ellos, se miren a los ojos y dejen que salgan palabras de su corazón, para que tomen conciencia de qué distintas son las palabras que dicen estando así de las que dicen cuando se «enfrentan» en una discusión.
Lo mismo sucede en las instituciones: cuando ponemos en medio a las personas para las cuales hemos fundado nuestra obra -los comensales o los niños del Hogar, los enfermos de la Casa de la Bondad, las personas presas o solas a las que visitamos…- se dulcifican los tonos, se serenan los sentimientos y se aclaran las ideas. Poner en medio y bendecir a los pequeños, los convierte en nuestros «patroncitos» y eso hace que salgamos de nuestras posiciones de poder, que son las que crean tensiones, y entremos -como niños- en el Reino del Señor, que es de paz y de alegríservicio.
Diego Fares sj