Y saliendo de allí, atravesaban sin detenerse la Galilea.
Jesús no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba a sus discípulos y les decía: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y, tres días después de muerto, resucitará.
Pero los discípulos no comprendían tales palabras y tenían miedo de preguntarle.
Llegaron a Cafarnaúm y, una vez en casa, les preguntó: ¿Qué discutían por el camino?
Ellos callaban porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande.
Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo:
‘Si alguno quiere ser el primero, tiene que ser el último de todos y el servidor (diakono) de todos’.
Y acercando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: ‘Quien reciba a uno de estos niños en mi Nombre, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, no me recibe a mí, sino a Aquel que me ha enviado’ (Mc 9, 30-37).
Contemplación
Toda la escena se concentra en la Palabra «recibir». Jesús despliega una verdadera liturgia de gestos para hacernos entender lo que nos quiere enseñar. La suya es una Escuela de afectos, no de conceptos abstractos. Escuela en la que el Maestro nos enseña qué sentimientos tiene el que creó nuestros corazones.
Recibir a un niño, recibir el Reino, recibirlo como la tierra buena recibe con gozo la semilla de la Palabra, recibir a los discípulos que Jesús nos envía, recibir su paz. Recibirlo a Él y en Él al Padre que lo envió a nuestra vida. Recibir al Espíritu Santo, que los Dos nos envían cada día, cuando discernimos algo que quieren, algo que les agrada que llevemos a cabo. (El Papa dijo a los jesuitas de Irlanda que así como Jesús está en la Eucaristía, cuando hacemos un discernimiento, el Espíritu Santo está allí, presente, actuando). Recibir al Niño Jesús como lo recibió el anciano Simeón, tomándolo en sus brazos lleno de la alegría, bendiciendo a Dios que le había cumplido sus promesas. Recibir…
Recibir es una de las palabras preferidas de Jesús. Hace juego con «tomen» -tomen y reciban- que es suPalabra Eucarística, la que usa para dársenos como Pan, para darnos su Cuerpo y su Sangre.
Recibir no es recibir así nomás. Recibir es recibir evangélicamente:
Es abrir la puerta y dar al huésped una cálida bienvenida.
Es mostrarse favorable, receptivo, acogedor, hospitalario.
Es recibir como el Padre Misericordioso a su hijo pródigo:
Es abrazar al que regresa mal, darle una acogida entrañable,
llena de cariño y alegría. Una acogida paternal.
A Jesús le gustaba ser recibido así por sus amigos, cuando iba a casa de Lázaro, de Marta y de María. Así lo recibió Mateo, el publicano, en su casa. Y Zaqueo. Y el pueblo de la Samaritana, donde se quedó unos días.
Recibir es no rehusar el contacto, no rechazar, no dejar al otro afuera ni tenerlo a distancia. Recibir es tomar consigo, hacerse cargo, como San José, cada vez que el evangelio nos dice que tomó al Niño y a su Madre, para ponerse en camino.
En síntesis: recibir es la actitud afectiva que da un sentido personal al servicio.
Cuando el Señor dice que el que quiera ser el más grande sea el último y se haga el servidor de todos no está hablando en términos funcionalistas. Ese ir al último lugar y ponerse a servir no es como el de un mozo contratado, que se mantiene en su rol, atento y distante a la vez. Es el servicio que brinda el amigo que te recibe haciendo el asado y atiende el fuego y la carne de manera tal que se puede compartir un vaso de buen vino y conversar amigablemente, todo al mismo tiempo.
El servicio del que habla el Señor, incluso el servicio humilde de lavar los pies, tiene que ver con este espíritu del que invita a un asado. Cuando el Señor usa la imagen de que Él está como el que sirve, la imagen no es la de un empleado, sino la del Dueño de casa que sienta a la mesa a sus amigos y los sirve mientras conversan. Esta mezcla tan especial de servicio y amistad, de diálogo en medio de un trabajo que no es «trabajo para ganarse el pan» sino trabajo de compartir el pan, es la expresión más alta del amor de Amistad.
El Papa Francisco lo expresa cuando hace ver que: “Una tarea movida por la ansiedad, el orgullo, la necesidad de aparecer y de dominar, ciertamente no será santificadora». Y agrega que: «Nos hace falta un espíritu de santidad que impregne tanto la soledad como el servicio, tanto la intimidad como la tarea evangelizadora, de manera que cada instante sea expresión de amor entregado bajo la mirada del Señor” (GE 29-31).
Para enseñar esto, el Señor «se sentó» como un Maestro de escuela y solemnizó la lección: «llamando a los Doce», acercó a uno de los niños de la casa, lo puso en medio de ellos y abrazándolo les dijo: Quien recibaa uno de estos niños en mi Nombre, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, no me recibe a mí, sino a Aquel que me ha enviado.
Así como antes los había llamado para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, ahora los llama al servicio. Pero a un tipo especial de servicio: el que realiza uno que invita a sus amigos a un asado, no al servicio que hace un empleado o un funcionario. Tampoco se trata de un servicio con distinción de clases sociales: de esos que consideran que servir desde un sillón te hace más que el que sirve caminando. De hecho la palabra diácono significa «levantar polvo por salir corriendo a servir».
Pensaba que cuando la misa dejó de ser un asado en el que se juntaban las familias a compartir y a conversar -y la Palabra de Dios era motivo de charla apasionada entre amigos), el cristianismo empezó a perder algo muy suyo. Los que estudian la relación entre la arquitectura y la religión, afirman que los grandes templos que los emperadores romanos dieron o construyeron para la Iglesia, la fueron domesticando. Esos grandes espacios hicieron que el Dueño de casa entrara en procesión y se sentara en lo alto de la cátedra. Eso hizo que en vez de los abuelos y los chicos, se sentaran a su lado «los de la corte».
No voy contra los templos en cuanto productos culturales, lo que digo es que cuando lo que la costumbre crea te diluye el espíritu, hay que sacudir el polvo de los pies e inventar otras estructuras.
El papa lo dice en Evangelii gaudium: «Hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo evangelizador; igualmente las buenas estructuras sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico, sin « fidelidad de la Iglesia a la propia vocación », cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo» (EG 26). Y por eso propone: «Una impostergable renovación eclesial: Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la auto preservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad» (GE 27).
Si la imagen final de Jesús es, en esta tierra, la del que lava los pies, y en el cielo, la del que sirve el asado, la imagen del Papa, del Obispo y del cura no puede ser la del Rey, el Príncipe y el patrón de estancia.
Si el Señor enseñaba confrontando su Palabra con la vida cotidiana de la gente -enseñaba en el camino, subido a la barca, en la montaña y entrando en la casa de la gente y en la sinagoga del pueblo- la imagen del que se dedica al Evangelio no puede ser la de uno que abstrae (separa) la Palabra de la vida para conservarla en su pureza conceptual.
La Palabra se hizo Carne (y volvemos a la imagen del asado) y no se contamina por que uno «charle con todos», con los que piensan igual y con los que piensan totalmente distinto. Por supuesto que «una palabra trae la otra» y cuando uno charla, por ahí se pierde «precisión dogmática», como pasa cuando el Papa charla con los periodistas y nunca falta un buey corneta que salga titulando «miren lo que dijo el Papa!» y alguno se escandalice. Le pasaba a Jesús cuando tenía que salir al frente a explicar que por qué sus discípulos no se lavaban las manos o cómo es que había ido a comer a la casa de Zaqueo o se había dejado tocar los pies por la prostituta del pueblo.
La historia sigue siendo la misma. Jesús, con su enseñar por el camino, dando testimonio de que Él venía a servir y no a ser servido, y con su enseñar sentado en casa, mostrando que la cuestión es servir no como empleado sino como Dueño de casa y mejor amigo- poniendo en el centro a los más pequeños, dividió, queriendo o sin querer, a la humanidad en dos grandes movimientos. Los del movimiento de «Discutidores sobre quien es el más grande» y los del movimiento «Alegres servidores de los más pobres y pequeños».
Si en la Iglesia hemos terminado «no viendo» que algunos cubrían a los abusadores, a los que, en vez de poner en el centro de atención a los más pequeños para servirlos -recibiendo en su persona a Jesús y al mismo Padre del Cielo-, los apartaban de la comunidad para abusar de su inocencia, es que en algún punto de estos dos mil años de cristianismo, cambió totalmente de dirección nuestro movimiento. El elitismo de los Discutidores acerca de quién es el más grande se apoderó de nuestras estructuras físicas y mentales y terminó arrastrando todo hacia el abismo al que lleva tomar la dirección contraria a la que lleva Señor.
Como pueblo de Dios debemos agarrar para el otro lado, para el de los Alegres servidores de los más pobres y pequeños. No importa si para ese lado en vez de Templos hay hospederías. No importa si no podemos llevar muchos libros y por ahí se nos pierden algunas definiciones. La cuestión es que no se nos pierdan las palabras esenciales, como «recibir dando la bienvenida al Padre y a Jesús en la persona de los más pobres». Lo importante es que no perdamos los ritos esenciales, como el de ir al último puesto y ponernos a servir, como hace todo aquel que invita a sus amigos a un asado.
Diego Fares sj