Se reunieron ante Jesús los fariseos y algunos de los escribas que habían venido de Jerusalén y como vieron que algunos discípulos de él estaban comiendo sus panes con las manos impuras, es decir, sin lavar (pues los fariseos y todos los judíos, si no se lavan las manos hasta la muñeca, no comen, porque se aferran a la tradición de los ancianos. Cuando vuelven del mercado, si no se lavan, no comen. Y hay muchas otras cosas que aceptaron para guardar, como los lavamientos de las copas, de los jarros y de los utensilios de bronce y de los divanes) le preguntaban:
-¿Por qué no andan tus discípulos de acuerdo con la tradición de los ancianos, sino que comen su pan con las manos impuras?
Y Jesús les respondió diciendo:
-Bien profetizó Isaías acerca de ustedes, hipócritas, como está escrito:
Este pueblo me honra con los labios,
pero su corazón anda lejos de mí.
Y en vano me rinden culto,
enseñando como doctrina los mandamientos de hombres.
Porque dejando los mandamientos de Dios,
se aferran a la tradición de los hombres.
….
Y llamando a sí otra vez a toda la multitud, les decía:
-Oiganme todos y entiendan:
no hay nada
que siendo externo al hombre
se introduzca en él
y sea capaz de contaminarlo;
las cosas que contaminan al hombre
son las que salen del (interior del) hombre.
Si alguno tiene oídos para oír, oiga.
Cuando entró en casa, aparte de la multitud, sus discípulos le preguntaron acerca de la parábola. Y les dijo:
-¿Así que también ustedes están sin entendimiento?
¿No comprenden que nada de lo que entra en el hombre desde fuera le puede contaminar? Porque no entra en su corazón sino en su estómago, y sale a la letrina. Así declaró limpias todas las comidas. Y decía:
-Lo que del hombre sale, eso contamina al hombre.
Porque desde adentro, del corazón del hombre,
salen los razonamientos torcidos, el libertinaje, los robos, los asesinatos, los adulterios, las avaricias, las maldades, el engaño, la impudicia, la envidia, la difamación, el orgullo y la necedad.
Todas estas maldades salen de adentro y contaminan al hombre (Mc 7, 1-23).
Contemplación
Jesús apuesta todas las fichas al corazón del hombre. Lo hace con el lenguaje de “todo/nada”: Nada de lo que entra desde afuera nos puede contaminar! Si algo nos envenena, no vino de afuera, Salió de adentro, de nuestra libertad.
Las tentaciones pueden venir de afuera y ser muy masivas, pero la última palabra la tiene cada corazón.
También lo que salva y todo lo bueno viene del corazón, pasa por su ternura y tiene su sello de autenticidad.
Es que el corazón del hombre es algo muy especial: de carne y de espíritu, personal y social, nuestro pequeño corazón humano tiene una capacidad ilimitada de crecer en el amor. El amor y la alegría lo dilatan.
Como dice Amoris Laetitia: “La alegría, amplía la capacidad de gozar y nos permite encontrar gusto en realidades variadas, aun en las etapas de la vida donde el placer se apaga. Por eso decía santo Tomás que se usa la palabra «alegría» para referirse a la dilatación de la amplitud del corazón” (AL 126). Qué linda definición de la alegría!: Dilatación de la amplitud del corazón.
Esta alegría, en la que Francisco centra la santidad, la evangelización, el cuidado del planeta y el amor en la familia, dilata el corazón. La alegría permite que nuestro interior se convierta en una hospedería digna de nuestro Dios: digna del Amor del Padre, digna casa para que se pose sobre ella la Paz de Jesús, digno espacio para que de fruto la Santidad del Espíritu. Dios, para hospedarse y habitar, solo necesita corazones alegres. La alegría es su espacio vital. Lo que más le agrada en sus creatura es esa cualidad propia de los niños -que se vive, se aprende y se ejercita en la familia- de dejarse alegrar por los demás.
El evangelio de hoy nos presenta un acontecimiento aparentemente banal que el Señor aprovecha para dejar grabada una doctrina que se resume muy bien en una bienaventuranza, la que afirma: “Felices los de corazón puro, porque verán a Dios”. Ser de corazón puro más que un estado o un logro es una actitud pasiva: es dejarse purificar por la presencia amorosa del Espíritu, rectificando una y otra vez las intenciones que nos salen de adentro para que sean “de corazón”. Cuando obramos de corazón el Espíritu nos purifica.
El Señor afirma la doctrina de la pureza de corazón en varios momentos:
Primero, desarma la hipocresía de los fariseos, que honran a Dios con los labios, se aferran al cumplimiento de tradiciones externas pero no cumplen la ley con alegría de corazón. La pureza es sinceridad, no hipocresía.
En segundo lugar, clarifica bien las cosas a todo el pueblo de Dios, a toda la gente. Entiéndanlo bien, dice Jesús: “nada que venga de afuera puede contaminarnos”. La pureza es interior, no viene de cosas o prácticas meramente externas.
Por último, remarca esta doctrina a sus discípulos en privado, declarando “limpias todas las comidas”. San Pablo redondeará esta doctrina diciendo: “Todo me es lícito, mas no todo conviene: todo me es lícito, mas no todo edifica” (1 Cor 10, 23). Para el puro y sincero todo es puro.
Esta libertad en el Espíritu nos pone en clave de discernimiento apostólico. No es cuestión de cosas malas o buenas en sí sino de discernir lo conveniente y lo mejor, lo que más le agrada a Dios y lo que edifica al prójimo.
En lenguaje actual diríamos que el mal no son “cosas”. Ninguna cosa natural es “mala” (ninguna comida es impura). En todo caso pueden ser malas las cosas elaboradas por el hombre con la intención ínsita en ellas de hacer el mal, como puede ser una bomba química o una ley inicua. El mal adquiere consistencia en la adhesión libre de nuestras voluntades, en el seno de nuestras relaciones intersubjetivas, allí donde deseamos como fin bienes que son medios, allí donde deseamos egoístamente y privatizamos lo que es bien común. El dinero usado en especulación financiera, es el ejemplo máximo de endiosamiento de un medio.
El mal sale del corazón y lo angosta (lo angustia). Al contrario del bien y del amor, que salen del corazón y lo alegran, lo ensanchan y dilatan.
Los males que el Señor describe, vistos desde el punto de vista de la alegría, son más fácilmente discernibles y por tanto combatibles que vistos desde el punto de vista meramente moral.
La hipocresía, por ejemplo, no solo es mala sino que es triste! No rezar de corazón es triste. Es triste interiormente hacer el esfuerzo de fingir algo que no se siente, y más si se trata del culto a Dios, de la adoración! Ir a misa por obligación, rezar para cumplir son actitudes muy tristes. Si algo externo nos aburre -el predicador o un canto o la duración de una ceremonia, hay que buscar algo en el corazón que no alimente esta tristeza. Hay tantos motivos interiores para estar alegres en una misa!
Y no digamos nada de la oración personal. El solo hecho de poder rezar, de dirigirnos a nuestro Padre o a Jesús, ya es en sí mismo motivo de dilatación del corazón. Un culto a Dios que no se hace de corazón solo puede ser una tentación y apenas se la percibe la debemos rechazar, no solo por mala sino por desagradable y triste, como cosa fea, carente de belleza.
Veamos un momento dos de los males que nombra el Señor y que se pueden discernir por la tristeza que producen como fruto: los razonamientos torcidos y la necedad.
Un mal que nos roba la alegría son los razonamientos torcidos. Hoy está de moda llamarlos “falacias”. Son verdades que en un punto – que suele ser sutil y difícil de discernir en abstracto pero fáciles de ver por sus frutos venenosos- se tuercen y nos hacen concluir falsedades. Cuando una verdad me envenena, me amarga, me roba la alegría, me quita la esperanza y me pone agriamente contra mi hermano, antes de buscar argumentos abstractos que confirmen esta verdad, es bueno tomar distancia crítica y examinarla afectivamente. Si una verdad me lleva a proferir palabras venenosas e insultantes, es muy probable que en algún punto algo esté torcido mi razonamiento. La torcedura puede ser mínima, pero la falta de alegría como fruto es algo que siempre merece que le prestemos atención. Robar alegrías y esperanzas con verdades torcidas es la especialidad del padre de la mentira, del Maligno. Saberlo ayuda a estar atentos y a pedir, cada día a nuestro Padre: líbranos del Maligno!
El último mal que señala el Señor es la necedad. La necedad es obstinarse en defender verdades que pretenden pensar el mundo sin abrirse al misterio, a los dos Rostros que nos trascienden: el del prójimo y el Rostro de Dios.
Cualquier verdad se tuerce necesariamente si se cierra a estas dos trascendencias. En una familia y en un pueblo esto es claro. Las verdades que se ponen por encima de las personas, por encima de la propia familia y de la historia y cultura del propio pueblo se vuelven abstractas y en algún momento se tuercen y dan frutos de intolerancia y de violencia. Vemos en estos días que se sacan con violencia y se destruyen imágenes de la Virgen que están en lugares públicos. Una cosa es obrar institucionalmente y, así como por algún decreto se colocó una imagen, por otro decreto retirarla si se ve que es más conveniente ordenar de esta manera el espacio público. Pero ensañarse contra símbolos que encarnan valores concretos -en la imagen de la virgen no solo está lo religioso sino el valor de la ternura revestido de colores de nuestra madre patria- es necedad.
Nadie está libre de caer en la trampa de alguna falacia. La mezcla de ideas y las informaciones cruzadas y sobreabundantes en medio de las cuales pensamos y discutimos hace imposible que los razonamientos no se tuerzan en algún punto. Pero la sabiduría y el discernimiento consisten en corregir la intención una y otra vez. Y el criterio de ver si algo es “de corazón” por la alegría duradera que conlleva y que produce, es un criterio que no falla. La alegría del diálogo siempre retomado es lo opuesto a la necedad de sostener obstinadamente palabras que producen cerrazón y amargura.
En la familia esto es claro y debe serlo en el propio pueblo: cuando una frase amarga a algún miembro, se busca otra, se debe buscar otra forma de expresar las cosas; cuando hay amor, se espera otro momento, se busca alguien que pueda mediar… Todos tenemos claro que en una familia, si algo anda mal es porque viene de adentro, del corazón, y no desde afuera. Y esto debe ser claro también en el seno de nuestro pueblo: si muchos en nuestro pueblo se han convertido en ladrones y si muchos nos hemos habituado a difamar es porque algo se nos ha torcido adentro. Aceptar que la política tiene que ser chorra y difamadora porque “el enemigo” lo es es una falacia. Aunque los otros roben y difamen, si yo me contagio es porque algo anda torcido adentro mío. Y si lo justifico es porque yo soy necio.
El criterio de la alegría que amplía la dilatación del corazón es un criterio familiar y popular, algo que se vive naturalmente en la familia en el seno de un pueblo y sobre lo cual el evangelio nos hace tomar conciencia de su valor sobrenatural y de su valor social. Por eso la alegría del amor en la familia (y en nuestro pueblo), como dijo el Papa en Irlanda en no es un bien que se pueda dar por descontado. Es algo que hay que promover, custodiar y tutelar. En la familia se aprende a amar, a obrar de corazón, y si no se aprende en ella, todo lo demás queda como “habito externo”, no internalizado, no verdaderamente vinculante y entonces el pueblo pierde lo que lo cementa y le da consistencia histórica y política.
Diego Fares sj