Un momento emotivo, al finalizar la sesión en la que Diputados dio media sanción al proyecto de ley sobre la interrupción voluntaria del embarazo, estuvo a cargo de la diputada Lospenatto. Dijo varias cosas que me impactaron profundamente y me movieron a escribir.
Una fue que «todos habíamos cambiado con este debate». Creo que es verdad y que hay que seguir por el camino de «debatir las leyes y de dialogar». Aunque uno pierda una discusión o se vote una ley que no nos gusta, todos ganamos en la creación de este espacio común en el que, si se le toma el gusto al diálogo, a la larga se muestra como el mejor instrumento de la democracia. Si no se discute allí, en el Congreso, las cosas se discuten y deciden en otros lados, donde no hay manera de constatar quién votó qué cosa. El hecho de que se conozca qué piensa y qué vota cada diputado o senador y cómo actúa cada grupo social, es básico para la sanidad democrática.
Otra cosa que dijo Lospenatto fue que «le hemos puesto nombre al dolor». Ponerle nombre a algo que estaba silenciado -brutal y cobardemente- es justicia. Creo, eso sí, que el nombre del dolor es «aborto». Sin apellido.
Sin el apellido «Clandestino» y sin el triple apellido «Legal, Seguro y Gratuito». En todo caso, el apellido es de la madre ya que el padre ni se enteró o no quiso dárselo.
Con el nombre del dolor lo que está sucediendo es que, por ser un dolor tan grande, un dolor que los que no somos madre podemos, sí, compadecer, pero nunca llegar a experimentar en toda su magnitud, corremos el riesgo de pasarnos a otro extremo: de no poder o no querer nombrarlo, ahora se le da un nombre que no es el suyo.
Primero era «aborto de un niño, hecho clandestinamente», ahora no es «aborto de un niño» sino «interrupción voluntaria de un embarazo» hecho legalmente. Se le ha cambiado el apellido pero la realidad es que tiene menos nombre que antes.
Se pretende solucionar así una culpa social, eliminar un estigma cultural, hacer justicia sobre un sometimiento y abandono en el que es verdad que se ha dejado siempre a la mujer. Pero para ello se vehiculiza como único remedio solo una acción pragmática en lo que a la salud (de la madre) se refiere…
Pero el dolor sigue ahí. Y con menos nombre que antes.
Se piensa y se sostiene que borrándole el apellido no existirá más la culpa.
Una niña adolescente dijo (lo cuento porque me quedó grabado) «Nos quieren hacer creer que un ser sin sistema nervioso central es igual que una mujer adulta». Al escucharla daba la impresión de que le habían vendido que con esta frase se libraría de una culpa que le imponía la sociedad machista. Ojalá fuera tan simple. La culpa viene del registro que tiene toda conciencia respecto del «peso moral» que tiene toda vida, por su dignidad absoluta.
El camino de «nombrar el dolor -cada dolor de cada persona de nuestra patria y de nuestro mundo-» es el camino correcto. Pero no se soluciona con dos frases y una ley.
Los nombres que utiliza un paradigma esencialista, en muchos aspectos sobrepasado o puesto en cuestión por las ciencias, no alcanzan. Pero no hay que conformarse con que nos ofrezcan en reemplazo cualquier nombre para las cosas.
Aquí, con esto del reemplazo, tomo otra frase que me impactó de Lospenatto: decía algo así (yo lo cito como lo recuerdo ya que lo escuché en el momento pero se puede encontrar en youtube): no llegamos a esta votación con una mayoría aplastante, pero en la historia de las conquistas sociales es así: el poder se le arrebata al que lo tiene y lo ejerce y se cambia de mano. Esta convicción de que «el poder se cambia de mano» es lo que me abrió los ojos. Es algo real, porque el poder no deja vacíos, siempre lo ocupa alguien. Pero como concepción creo que es reductiva. Porque la democracia -el poder del pueblo- es precisamente eso, poder de un pueblo. Si alguien se lo apropió, el punto no es «cambiarlo de mano» y que se lo apropie alguien de signo contrario, sino hacer que sean nuevamente las manos del pueblo las que lo ejerzan. Los partidos políticos, en su lucha legítima contra el adversario se exceden cuando «se apoderan del poder discrecionalmente». Este exceso es el que es difícil hacer notar cuando como ciudadanos cristianos, de un pueblo cristiano en su cultura e instituciones y en la gran mayoría de sus integrantes individuales, defendemos las dos vidas y toda vida, como se expresaba en los lemas. El que tiene mentalidad de parte busca que el otro se vuelva también parte. Y aquí se citan, muchas veces con razón, todas las veces que miembros de la Iglesia han actuado de modo partidista o, directamente, han -hemos- actuado mal.
Creo que no es posible testimoniar que uno no es parte sino mostrando que se sabe perder. Y hablo de saber perder aún la vida, no solo una ley. A lo largo de la historia, el pueblo de Dios cristiano ha sido capaz de vivir su fe con cualquier ley. No solo con la ley del aborto o del matrimonio igualitario sino con las leyes que te meten en prisión o justifican que alguien de degüelle por la simple confesión de la fe. Cuando defendemos un valor como el respeto a la vida desde la concepción, que ha adquirido status constitucional y legal, no es -no debería ser- por conveniencia o por imponer algo a los que no son cristianos. En primer lugar, es -debe ser- por una convicción humana -iluminada por la fe, pero que es algo de todo ser humano, no «solo cristiano». El que la fe «descubra algunas cosas más profundas» no significa que las invente. De hecho la postura más «anti pro-vida» se basa -paradójicamente- en un valor descubierto por la fe: el valor absoluto de la persona y su libertad de conciencia». Se defienden ciertos «satus quo» no porque sean perfectos ni por conveniencia, sino por la conciencia de este «cambio de mano» que se da en política y que, si no es dialogado y pensado largamente, produce efectos peores que lo que pretendía mejorar. El «cambio de mano» es algo de lo que todos tenemos que ser conscientes. Y la apuesta es a que el cambio de mano sea para darle más libertad al pueblo en su conjunto -presente, pasado y futuro- y no para tener un nuevo dictador con distinto signo.
A nivel de ideas, es claro el cambio de mano: de un paradigma que de alguna manera respeta algo así como un derecho natural, con valores que preexisten a la constitución social -como la vida-, se pasa a un derecho positivo, como se llama, sin puntos de referencia más allá de sí mismo. Estamos viviendo cada vez más en este nuevo paradigma, que va conquistando, uno a uno, los ámbitos en el que ese «derecho más amplio» (para no usar el término natural que está en crisis), conservaba sus espacios. El nuevo paradigma lo devora todo.
Ese ámbito más amplio, que la Iglesia promueve y tutela cuando puede, es un ámbito donde, por ejemplo, reina la misericordia. Toda vida, también la que está en gestación y la que está por morir, es digna de ser tratada con misericordia. Ese ámbito se subsume ahora por el reino de la racionalidad pragmática. Evidentemente que pareciera más «racional» y más «pragmático» actuar sobre la salud de una madre adulta que sobre un embrión sin sistema nervioso central, como decía esa adolescente (cosa discutible científicamente, por supuesto). Pero el punto es el «cambio de manos». No es que «nos liberemos de una iglesia machista» para ser más libres. Pasamos a una nueva «iglesia», la de la racionalidad pragmática. Y la racionalidad pragmática, aunque tenga género femenino puede llegar a ser muy machista y depredadora. Si luego de cinco mil años de machismo alguien quiere que vengan otros tantos de feminismo, ok. El cambio de manos no sería injusto y en ciertas cosas hasta puede que nos vaya mejor. Pero mejor todavía sería soñar y trabajar juntos en el tema de la vida que es el único tema que trasciende todo y posibilita todo -también la política y también los géneros-.
Concluyo con otra frase que me impactó. Prefiero no mencionar el nombre del (de los diputados) sino solo el concepto. Se refirieron a sus hijas. A la «revolución de las hijas» y a sus hijas. «Voto esta ley por mis hijas», dijo uno. «Y por las hijas de los otros diputados», agregó otro. Y alguno comentó que si su hija tenía que abortar, cosa que no deseaba de ninguna manera, prefería que fuera con un aborto legal, seguro y gratuito.
Me parece honrado que pongan a sus hijas sobre la mesa, ya que de eso se trata. Pero no deja de horrorizarme lo que dicen. Revela hasta qué punto este nuevo dios -la racionalidad pragmática- ha invadido las mentes de tanta gente y, en particular, de los que tienen a su cargo legislar las leyes para nuestro pueblo -para sus hijas y los nietos que les abortarán libre, gratuita y -profecía cumplida- con toda seguridad-.
Insisto: es bueno que se diga y que salga a la luz lo que está en acto en las mentes, porque así se puede objetivar y pensar. Es bueno que salga a la luz y no que quede allí escondido como el veneno que, inoculado, actúa secretamente.
Pero resulta chocante «tanta sinceridad». Es la realidad, sí: nuestras adolescentes -hijas, hermanas, amigas- abortan. Una chica dijo que «eran ellas, chicas de 15, las que acompañaban a sus amigas a abortar y las que les veían la cara de terror» y no sus padres que ni se enteraban-. Es la realidad que los padres son los últimos en enterarse. Por eso el Papa desafía a los padres preguntándoles si sabe «donde están sus hijos, existencialmente», no en qué discoteca. Los curas nos seguimos «enterando» décadas y décadas después, porque la gente que trata de confesarse antes de morir, confiesa los abortos como lo único dramáticamente serio de su vida.
Todo esto es así. Pero lo que me impactó fue esa «prepeada» de hablar de «la revolución de las hijas» y de los «abortos de sus hijas» con cierto tono de subirse al caballo del humor político que había en la calle. Estoy hablando de diputados que en el gobierno anterior no trataron el tema por disciplina partidaria, cosa que otros se lo hicieron sentir. Está bien lo de «robarle las banderas» a los adversarios y todo lo que ya sabemos que se hace en política, pero el hecho de poner a sus hijas sobre la bancada, me impresionó.
Me estremece escuchar a esas adolescentes que sin saberlo sus papás van con sus amigas a abortar a una clínica clandestina. Pero me estremece más aún escuchar a un papá decir que entrará de la mano con su hija para que aborte en un hospital público. Me estremece más porque esas chicas iban «con cara de terror» y este papá legislador irá con … cara de qué?
Veo tanto a las amigas como al padre llevando de la mano a la que va a sacrificar a un hijo no deseado. Y me da menos terror la cara de terror de las chicas que la cara (indescriptible) con que el padre dijo que la acompañaría.
Hablo no de lo que uno hace sino de lo que dice cuando legisla, que es una actividad específica y representativa. En esto, la imagen que se contrapone en mi corazón es lo que le dijo un padre a su hija, que ante la opinión de los médicos que le dijeron que su bebé no era viable y que ella corría riesgo, decidió abortar. El papá hizo silencio y luego le dijo: al menos que tenga un entierro digno. Nada más. Hay veces en las que no se puede hablar.
Mis argumentos, como la mayoría de los que hablaron a favor de toda vida, no son muy convincentes. Seguramente no son pragmáticos. Y resaltan algunas cosas muy desagradables. Yo mismo, cuando escucho a algunos que hablan con precisión del inciso tal de la ley cual, en el lenguaje concreto que se habla en la cocina de las leyes, me digo que me falta esa precisión. El cambio de paradigma, y más que cambio el choque entre un paradigma «esencialista» y otro «funcionalista», y más que choque, el acabalgamiento que se produce entre estos paradigmas, es algo que vuelve difícil la reflexión articulada y serena y más difícil aún la toma de decisiones.
Pero en los momentos de crisis, las decisiones son a todo o nada. Pero a todo o nada no contra esta ley (que es de las más irrestrictas que he visto comparadas con otros países: en Italia y Francia es hasta las 12 semanas; hasta en China es ilegal el aborto selectivo, porque todos eligen tener varones y abortan a las niñas…; la objeción de conciencia en italia es más respetada…), no contra esta ley, repito, porque sea mejor la anterior, que no es buena, sino porque hay que hacer unas leyes enteramente nuevas!
Ante la complejidad y las urgencias del mundo actual, el Papa habla de que estamos viviendo «en un hospital de campaña» y nos da un «protocolo» para la vida plena. Ese protocolo, esas reglas de comportamiento eficaz y posible en momentos de crisis, como los colores con que se clasifica rápidamente a las víctimas de una tragedia para no perder tiempo, son las bienaventuranzas, no el aborto.
Las bienaventuranzas no son «pragmáticas» ni «razonables» ni «agradables». Pero dan verdaderos frutos de felicidad allí donde la vida misma no es agradable ni pragmática ni razonable.
Es cierto que la misericordia para con el más vulnerable, en toda situación de vulnerabilidad, no es pragmática. Pero acaso vamos a pretender que la vida sea pragmática? Es eso lo que nos quieren vender? Una vida pragmática?
No es pragmático lo que costó traernos al mundo, darnos de comer y educarnos como seres humanos. No es convincente racionalmente que existamos en un universo donde cien mil millones de galaxias no han producido un solo embrión fuera de nuestro planeta. No son siempre cómodas ni agradables todas las tareas que hay que hacer para que un chico viva bien y feliz.
Lo que está en juego en este momento no es dar un paso adelante o volver atrás. Lo que está en juego es que si el paso que damos no es a favor del Dios de la misericordia será a favor del dios de la racionalidad pragmática, que nos devorará uno a uno, comenzando por los que están en gestación, siguiendo por nuestras hijas adolescentes, continuando con nuestras familias para terminar con toda una civilización que, teniendo todos los medios y la plata para honrar la vida de los otros, prefirió deshonrar cómodamente la propia.
Diego Fares sj