El Señor no se cansa de darnos la paz. Los criterios de discernimiento que brotan de la alegría de Jesús resucitado (2 B Pascua 2018)

La imagen del Señor resucitado nos muestra una resurrección que se le sale por los dorados del mosaico: brilla en las llagas, en el vestido y el manto, en los cabellos y la barba, y más que nada, en el espacio que lo circunda y en la herida de su Costado abierto, en la llaga de su Corazón.

“Siendo tarde aquel día, el primero después del Sábado, Y estando las puertas cerradas del lugar donde se encontraban los discípulos, por miedo a los judíos, vino Jesús y se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con ustedes». Y diciendo esto, les mostró las manos y el costado.

Se alegraronentonces los discípulos viendo al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con ustedes. Como el Padre me envió, también yo los envío.» Y cuando dijo esto, sopló sobre ellos y les dice: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos.»

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían:

  • «Hemos visto al Señor.»

Pero él les contestó:

  • «Si no veo en sus manos la señal de los clavosy no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré.»

Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Vino Jesús estando las puertas cerradas, y se presentó en medio de ellos y dijo:

  • «La paz con ustedes.» Luego dice a Tomás:
  • «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no quieras ser incrédulo sino fiel.»

Tomás le contestó:

  • «Señor mío y Dios mío. »

Le dice Jesús:

  • «Porque me has visto has creído. Felices los que no vieron y creyeron.»
  • Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Estas han sido escritas para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su nombre» (Jn 20, 19-29).

 

Contemplación

 

El Anuncio de la Resurrección requiere discernimiento. Hemos visto cómo las discípulas tuvieron que discernir que ese miedo que se apoderaba de ellas y las hacía callar el Anuncio, era del mal espíritu. Hoy los discípulos tienen que discernir la Paz que el Señor les da repetidas veces y la alegría que sienten al ver al Señor resucitado..

En qué sentido digo discernir? En el sentido de que no toda paz y toda alegría son lo mismo. La Paz de Jesús es algo totalmente especial. El Señor ya les había dicho que su paz no era como la que da del mundo. Y lo mismo podemos decir de la alegría: el Señor les había prometido una alegría que nadie les podría quitar. Hay que discernir, por tanto, entre paz mundana y Paz de Jesús, entre alegría que nos pueden quitar y Alegría que nadie nos puede robar.

Este fue el primer discernimiento que hizo Ignacio, el que «hizo que se le abrieran los ojos» cuando discirnió que la Alegría que experimentaba al leer el Evangelio y la vida de Cristo «duraba» después que había cerrado el libro. En cambio la alegría que le daban los libros de aventuras se esfumaba al terminar de leer. Más aún, la Alegría del Evangelio le daba deseos de ir a Anunciar el Evangelio a todos. Era una alegría misionera. La otra en cambio era una experiencia sólo suya (aunque uno cuente que le gustó una serie o una película no es que ande empujando a todos a que la vean. Cada uno tiene sus gustos).

 

Discernir la Alegría, discernir la Paz.

Con la Alegría de ver al Señor Resucitado a los discípulos les pasará una cosa que parece extraña y sin embargo es muy común. Uno de los evangelistas dirá después que «de la alegría que sentían no podían creer». A mucha gente le pasa en Ejercicios que cuando tienen una consolación grande y sienten algo que nunca habían sentido, primero gozan de esa experiencia única que los hace sentir amados por Dios y creer en Jesús, pero luego les vienen dudas. Será verdad algo tan especial? Y surgen los miedos: qué me irá a pedir Dios ahora?

Qué y cómo hay que discernir? Hay que discernir la Paz y la Alegría y hay que hacerlo volviendo a leer estos Evangelios de la Resurrección en los que se contienen todos los criterios de discernimiento que el Espíritu nos va revelando en la medida en que lo necesitamos cada vez.

Una clave que encontramos en este evangelio está en el hecho -significativo- de que Jesús les de la Paz tres veces. Es como si cada vez que se presenta y también durante su Visita, el Señor tuviera que darles de nuevo el don de su Paz.

Qué quiere decir esto? Entre otras cosas, significa que no tenemos que «dejarnos llevar» por el fluir de los sentimientos.

Nuestros sentimientos tienen su secuencia natural, distinta en cada uno, de acuerdo a su historia y a sus experiencias de vida. Recuerdo un comensal del Hogar al que la alegría que sintió cuando le dimos a soplar la velita en el festejo de los cumpleaños le trajo el recuerdo de que nunca le habían festejado uno. No tenía memoria de festejos de cumpleaños. Y la alegría presente se le mezclaba con la pena honda del pasado. Por eso digo que hay que discernir bien la Alegría del Señor Resucitado y separarla de las nuestras.

En los Ejercicios Ignacio hace pedir: «gracia para alegrarme y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor» (EE 241). Es decir: pedimos la gracia de alegrarnos y gozar «por Otro«.

Humanamente todos tenemos experiencia de estas alegrías gratuitas, enteramente centradas en la alegría del otro. Es la alegría de los padres que ven que se recibe o se casa su hijo, es la alegría del amigo que ve premiado a su amigo. Cuando uno se alegra por la alegría de alguien amado, si surge algún sentimiento de autorreferencia, de comparación, de celos o de tristeza, rápidamente se disciernen como del mal espíritu y uno vuelve a concentrarse en gozar con el gozo del otro y alimentar ese sentimiento nos confirma en el bien.

Cuando uno se concentra en la alegría del otro, esa alegría es pura. Por que? Por que  uno se alegra de que el corazón del otro se dilate por el bien que recibe y eso nos hace comprender dos cosas: una, que el bien es difusivo de sí, el amor se irradia como irradia su luz y su calor el sol; la otra, que la medida para gozar y recibir un bien es única en cada uno. No puedo gozar como goza el otro. Si quiero alegrarme me debo dejar inundar por el mismo bien que dilata el corazón del otro y dejar que dilate el mío y me de su medida teniendo en cuenta la mía.

Este es el discernimiento base con respecto a la alegría. Podríamos decir así: es tentación (mala y mentirosa) entristecerse por la alegría de otro. Es tentación ese pensamiento que puede surgir y que dice: por qué yo no puedo alegrarme como el otro, como se alegraba Ignacio o como se alegró María Magdalena o los discípulos al ver a Jesús? La tentación quiere hacerme «sacar la mirada» de la gloria y gozo del Señor resucitado, de la alegría que sienten los discípulos y los santos, para que, en vez de dejar que me contagien y me incluyan, me mire a mi mismo, mire mis límites y siga el curso acostumbrado de mis sentimientos.

La Alegría del Evangelio es contagiosa, se irradia, es esencialmente misionera, se transmite íntegra de corazón a corazón por el kerigma, por la fuerza con la que un santo expresa que Jesús ha resucitado y le ha cambiado la vida. Por eso el punto es «no sacar la mirada» de la Alegría del Otro.

Y aquí viene de nuevo lo de la Paz. El Señor, cuando ve que su presencia produce estos movimientos de autorreferencia, vuelve a darles la Paz.

Esta segunda Paz viene a decir: estate en paz con tu alegría.

La primera paz ahuyenta el miedo. La segunda paz nos reconcilia con la alegría.

Tan importante como vencer el miedo es, en un segundo momento, dejar que se establezca -que reine- la alegría. La alegría hay que dejarla que dure, que se expanda todo lo posible, inundando de luz todos los rincones del alma, sanando las heridas que produjeron las alegrías a medias, esas que la vida «nos dio y nos quitó» y que dejaron marcas de desilusión.

El Señor establece el Reino de su alegría asegurando que «nada ni nadie nos la pueda quitar». Pero fijémonos que esta «inrobabilidad» de la alegría no es algo nuestro. Lo que no nos pueden robar es el hecho de que el Señor nos la vuelva a dar una y otra vez, incansablemente. El Señor no se cansa de darnos la paz.

Es decir: no se trata de una alegría que se nos de «en posesión», como si fuera cosa nuestra. Esto no tiene sentido, porque se trata de Su Alegría, de la Alegría que Jesús experimenta en su Carne resucitada, amando al Padre no solo como Espíritu sino como Dios-hombre, como Palabra encarnada. Nadie nos puede robar esto que sentimos cuando Jesús se nos acerca lleno de Alegría, cuando se hace presente en medio nuestro, cuando nos parte el Pan o nos explica las Escrituras, cuando nos perdona los pecados y cuando nos sopla su Espíritu para que vayamos a dar la paz y el perdón a todos los pueblos y naciones. Esta es la alegría misionera que nadie nos puede quitar. Y tenemos que discernirla de las alegrías «nuestras», esas que van y vienen de acuerdo a cómo es cada uno.

Ponernos en paz con su Alegría, ese es el oficio de Jesús resucitado. Ignacio lo llama «consolar como un amigo consuela a otro amigo». Consolar es quitar el miedo y establecer la alegría, haciendo que reine, que juzgue sobre cada cosa, que legisle y que imprima el tono con que deben hacerse las cosas.

En este sentido podemos decir que todo el magisterio del Papa Francisco consiste en compartirnos los criterios de discernimiento que brotan de la Alegría.

En Evangelii gaudium, Francisco nos enseña que la alegría del Evangelio es una alegría misionera, que si no la dejamos salir, se nos convierte en algo extraño: la Iglesia que no sale a anunciar la alegría del evangelio y se dedica a querer custodiarla dentro de sí, se vuelve rígida, intemperante, se endurece en su verdad y se le agría el corazón. No tiene sentido querer «custodiar» y defender una alegría que el Señor nos dio y nos tiene que dar de nuevo, como la Eucaristía, cada día!

En Amoris Laetitia, Francisco nos enseña que la alegría del amor familiar es la de un amor que abraza toda la vida de las personas, un amor cuya lógica es la de «reintegrar» y no la de «marginar» (AL 294). En esta exhortación a las familias el Papa Francisco y los dos Sínodos hicieron entrar el discernimiento como trabajo del que ningún cristiano puede excusarse. Nadie puede sustituir mi conciencia y mi responsabilidad personal. Ese discernimiento toma a cada familia concreta -«no existen familias perfectas»- como está, y la acompaña en su camino hacia adelante: hacia el logro de un mayor abrazo de todos sus miembros, especialmente de los niños y ancianos. La iglesia saca la mirada de la lógica abstracta del «esto se puede, esto no se puede» e invita a las familias a poner la mirada en la lógica del amor: un amor que usa los criterios de la misericordia para con los pecados, los criterios de la esperanza para apuntar siempre a una mayor perfección y los criterios de la concretez, para el paso adelante que cada uno puede dar hoy para crecer en ese amor.

En la Encíclica Laudato sii, Francisco nos invita a hacer un discernimiento ampliado: nos hace ver que la alegría es personal, social y ecológica a la vez. No hay alegrías privatizadas: la alegría verdadera, hoy más que nunca, debe abrirse a abarcar todas las dimensiones del ser humano y del planeta.

Y ahora, como anunció hace dos días, Francisco nos compartirá una nueva exhortación apostólica sobre la santidad en el mundo actual. Se llama «Alégrense y exulten» y del título mismo se ve cómo se afianza este discernimiento de y por la alegría en el que Francisco insiste en este momento histórico de gracia que nos toca vivir.

 

Diego Fares sj

 

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