Transfigurar la resurrección o poner de nuevo en juego una palabra culturalmente opacada (2 B Cuaresma 2018)

Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan,

y los condujo a ellos solos a un monte elevado.

Allí se transfiguró en presencia de ellos.

Sus vestiduras se volvieron esplendentes, blanquísimas,

como ningún batanero en el mundo sería capaz de blanquearlas.

Y aparecieron a su vista Elías y Moisés,

y estaban conversando con Jesús.

Pedro dijo a Jesús:

– «Maestro, ¡es lindísimo para nosotros estar aquí!

Hagamos tres carpas, para ti una, para Moisés una y para Elías una.»

Pedro no sabía qué responder (al acontecimiento),

porque estaban fuera de sí por el terror.

Y se formó una nube ensombreciéndolos,

y vino una voz de la nube:

– «Este es mi Hijo dilecto, escúchenlo a Él.»

Súbitamente, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie,

sino a Jesús solo con ellos.

Mientras bajaban del monte,

Jesús les previno de no contar lo que habían visto,

hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos.

Ellos guardaron la cosa para sí,

y se preguntaban qué significaría

«resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 2-10).

Contemplación

Cómo no decirlo de nuevo: los cristianos creemos en la resurrección de los muertos.

El solo hecho de formularlo así – de decir «resurrección»- hace sentir cuánto se ha opacado esta palabra. Necesitamos que se nos transfigure. Y nada mejor que el evangelio de hoy para hacerle recobrar a esta palabra que es el centro ardiente de nuestra fe toda su fuerza original de modo tal que nuestro corazón se adhiera a ella con la alegría de los primeros creyentes.

Las palabras, como las casas, sufren el paso del tiempo. Se las revoca, se las pinta de otro color, se les construye encima…, pedazos de ellas van a parar a otras.

Palabras potentes que salieron del lenguaje común para nombrar un acontecimiento nuevo y se convirtieron en «palabras mágicas», se desgastan con el tiempo. Se las usa para cualquier cosa y se depotencian.

Caridad, por ejemplo. La caridad expresaba un tipo de amor alegre y gratuito, un amor que el Espíritu derramaba a cada persona que creía en Jesús y que hacía que todas las relaciones comunitarias brillaran con luz propia, al punto de hacer decir a la gente, viendo a los cristianos: «Cómo se aman!»…, la caridad, sufrió una especie de «privatización». Quedó asociada a «instituciones de caridad». La fuerza de irradiación que nació del corazón de los santos que pusieron en práctica este amor caritativo y lo convirtieron en institución quedó reducido a dar una limosna o atender a gente que «necesita caridad». La gente poderosa y autosuficiente, que la publicidad nos incita a que seamos, es gente que «no necesita caridad».

Con la palabra Resurrección pasó otra cosa. Los términos para nombrar lo que aconteció a Jesús el domingo después de su muerte en la Cruz, eran términos que se usaban para algo tan cotidiano como «ponerse de pie». «Egeirei» -erguirse- y «anastasis» -levantarse-, eran palabras que se usaban para expresar que uno se despierta del sueño y se levanta otra vez por la mañana. Hoy la palabra «resurrección», perdió aquel sentido cotidiano de «levantarse» y suscita imágenes médicas -resucitación artificial- y de series de ciencia ficción  -«Resurrection».

Estos cambios y usos para otras cosas que sufren las palabras influyen en nuestra mentalidad y si no tenemos un pensamiento crítico, al usar la palabra resurreción podemos terminar pensando algo que no tiene nada que ver con lo que dice Jesús e incluso algo totalmente contrario!

Por tanto, es mejor -como siempre- partir de lo que dice el evangelio respecto a lo que pasaba en la cabeza de los tres amigos y discípulos del Señor a Quien acababan de ver «transfigurado»:

«Se preguntaban qué significaría ‘levantarse de entre los muertos'» (Mc 9, 10).

Evangélicamente podemos preguntarnos como los discípulos qué significa «resucitar» y pedirle al Señor que nos lo vaya aclarando. Cosa que, como veremos, requiere todo el evangelio y toda la historia de la humanidad, así que no hay apuro.

Jesús, aquel día, les había dicho algo totalmente nuevo. No es que la palabra les resultara totalmente ajena. De hecho en la Escritura se habla de que Dios puede volver a dar vida a los muertos. El profeta Oseas dice: «Volvamos al Señor! Después de dos días nos hará revivir; al tercer día nos levantará y viviremos en su presencia» (Os 6, 1). La palabra que utiliza Oseas es «qum«, levantarse y es la misma que Jesús utilizó para «resucitar» a la hija de Jairo y que quedó en nuestro vocabulario: Talitá qum!, niña levántate!. Pero la referencia tan directa del Señor a su persona, no la entendieron. Así que también a nosotros puede hacernos bien preguntarnos: que quiere decir «resucitar de entre los muertos».

Cuando el Señor se les apareció vivo, luego que lo habían visto crucificado y puesto en el sepulcro, comenzaron a experimentar todo lo que implicaba esto de «haberse levantado de la muerte». No se trataba sólo del hecho de haber estado muerto y volver a la vida, sino que la vida entera de Jesús les resultaba ahora «igual y distinta» a la vez. Este es el punto: al hablar de resurrección hablamos de una vida «igual y distinta».

Trabajo crítico de transfiguración

Y para pensar esto tenemos que hacer un doble trabajo crítico ( de transfiguración): primero, sacarnos de la cabeza las imágenes «modernas» de aparatos médicos y series televisivas; segundo, tenemos que desopacar las palabras usadas en la liturgia para que readquieran su esplendor original.

Cuando uno lee los testimonios de la resurrección -de los ángeles, de las discípulas, de María Magdalena, de Pedro y Juan, de los discípulos…- resalta otra frase que va unida a la expresión: «se levantó de la muerte» (como quien se levanta de una enfermedad o del sueño). Esa palabra es «He visto», «hemos visto al Señor».

El primer anuncio de María Magdalena es el más hermoso (y hay pocos íconos de este momento tan trascendental en la vida de la Iglesia):

«He visto al Señor y me ha dicho estas cosas» (Jn 20, 18).

Este evangelio de María Magdalena a los Apóstoles contiene todo. Porque María no «ha visto» simplemente a Jesús como estaba en ese momento, sino que lo «ha visto» en Persona con su vida entera. Una breve anécdota puede ayudar: Ayer una hermana de las Pobres Bonaerenses me llamó para decirme que se abría la causa de canonización de la Hna Bernadita, muy querida por muchos de nosotros en nuestra época de formación. Me pedía un testimonio de su vida. Yo me alegré mucho y se me ocurrió decirle que, en realidad, tenía pocos «hechos» para contar, pero que mi recuerdo de ella era de su persona: de su maternidad espiritual, de su ternura y de su viveza, porque ponía cara de abuelita inocente pero no se le pasaba una… Le decía que hay gente que se transparenta toda en cada pequeño gesto y uno, en lo que hace, «ve» su persona.

En «verlo y escucharlo a Él» está todo

Algo de esto es lo que sucede en la transfiguración y está también contenido en ese «he visto al Señor» de la Magdalena. En «verlo y escucharlo a Él» está todo. Los demás testimonios irán por este mismo cauce: Hemos visto al Señor… Los discípulos se alegraron al ver al Señor. El Señor ha resucitado y se ha «vuelto visible» (ofte; se le apareció) a Pedro. Los de Emaús contaron cómo se les habían caído las escamas de los ojos y habían «reconocido al Señor al partir el pan».

La experiencia es que al mismo Jesús que conocían, al que habían visto muerto, ahora lo veían vivo y sus palabras cobraban otro sentido. Y cada uno recogía cuidadosamente las palabras que el Señor le decía y se las comunicaba a la comunidad con gran alegría. Así nacieron los evangelios!

Es decir: la experiencia de la resurrección no es solo la de un «hecho físico» que le acontece a la carne del Señor, sino la experiencia de entrar otra vez en contacto con su Persona que, por una parte, se les presenta como siempre -saluda, come con ellos, se deja tocar- y, por otra parte, se presenta con características totalmente nuevas -se hace visible en medio de ellos estando las puertas cerradas, los acompaña por el camino sin darse a conocer y luego se deja ver (se transfigura)…

Y aquí nos encontramos nuevamente con la «transfiguración», que fue una experiencia única en la vida de la comunidad, testimoniada por Pedro, Santiago y Juan. En ella «vieron» a Jesús en todo ese esplendor y gloria que estaban velados en su interior y que relucían en sus milagros, en algún destello de su mirada, en la fuerza irresistible de su predicación.

Jesús vivía desde antes de la Resurrección con una Vida totalmente distinta en medio de la vida normal. Podemos decir que la Resurrección solo «liberó» o desató lo que había estado contenido y escondido y que se dejaba ver por momentos.

Jesús siempre fue un «Jesús resucitado», en el sentido de «levantado de toda postración y despierto de todo sueño». El Señor vivió siempre «de pie», erguido, vivió «de lo alto», del Espíritu, lleno de poder para hacer el bien, para sanar, para enseñar a amar y a adorar.

Luego de la resurrección los discípulos recuperan esta vida que habían compartido sin tener total conciencia: recuperan en la fe toda la vida del Señor como vivida por Alguien que es Dios con nosotros, que fue especialmente Dios con ellos.

Estas cosas son las que tenemos que recuperar también, en la oración contemplativa que es, literalmente, «ver al Señor».

La contemplación es fruto del Señor que «se aparece» «que se deja ver» y -consolándonos- nos dice «estas palabras» para que las anunciemos y vivamos. La contemplación es experiencia del Señor resucitado y transfigurado, ni más ni menos, sino exactamente igual que la que tuvieron las discípulas y los discípulos. Porque el Señor no resucita sino para que «lo veamos en Galilea» y para «decirnos todas sus cosas» y «abrirnos la Escritura» y «recordarnos todo lo que nos había dicho».

El evangelio no es otra cosa que «las palabras que el Señor les dijo que dijeran» a Magdalena, a los de Emaús, a los doce. Son Palabras cargadas con la fuerza del Resucitado que los envía a decírnoslas!

Contemplar es resucitar

Leer, saborear y pedir la gracia de entender estas palabras -el Evangelio- es igual no solo a «ver a Jesús resucitado», a que se nos «aparezca» por el camino, sino que es igual a «resucitar«. Más allá de la resurrección final, que no es más misteriosa que nuestro nacimiento y la creación del Universo, podemos vivir una  «resurrección actual», participando de la resurrección del Señor, mediante el contacto eclesial con los testigos a los que el Señor se les va apareciendo a lo largo de la historia, a los que les va haciendo experimentar la fuerza carismática de alguna de sus palabras que ellos, como testigos, convierten en obras de misericordia y de comunión fraterna.

Este participar de la resurrección de Cristo no es algo añadido, algo que sería pleno en Él y que a nosotros se nos regalaría con cuentagotas o vaya a saber uno cómo y cuando. La resurrección en cuanto «dejarse ver y tocar y poder hablar y hacer recordar todo lo que dijo e hizo por nosotros» es algo del Señor que es «enteramente para nosotros».

Lo que quiero decir es que Cristo siempre vivió con una vida que era la misma nuestra y más, infinitamente más, en tanto que vida del mismo Dios. Y esa vida suya, toda para nosotros, que fue comunicando a todos los que encontraba, como nos narran los evangelios -Cristo pasó haciendo el bien (se acostaba «cansado de haber hecho todo el bien posible» como dice el Papa Francisco que debemos vivir y él mismo da buen ejemplo)-, es ahora una vida que, gracias a la resurrección, está toda a disposición de quien la quiera vivir y compartir.

Eso son los sacramentos: estar bautizados -sumergidos- enteramente en la vida de Jesús (podríamos decir «en su evangelio», como si pudiéramos vivir dentro del evangelio y reeditar, en cada situación, alguna escena y meterla en nuestra vida como quien siembra una semilla buena que da ciento por uno en flores y frutos).

En la Eucaristía, entramos en comunión con la carne de Cristo resucitada, podemos estar con él compartiendo como los suyos en la última cena, podemos estar en el Calvario -como dice Francisco- comulgando en Jesús que muere en la Cruz con todos los que sufren y mueren en el mundo.

Y así en cada sacramento: vida plena que es toda para nosotros.

Bueno. La contemplación salió de un solo tirón, sin pensarla, partiendo de la dificultad para incorporar esa palabra «resurrección» y para mí es toda una experiencia de cómo una palabra puede volver a ponerse en pie y regalarnos tanto.

Diego Fares sj

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