Transfigurar la resurrección o poner de nuevo en juego una palabra culturalmente opacada (2 B Cuaresma 2018)

Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan,

y los condujo a ellos solos a un monte elevado.

Allí se transfiguró en presencia de ellos.

Sus vestiduras se volvieron esplendentes, blanquísimas,

como ningún batanero en el mundo sería capaz de blanquearlas.

Y aparecieron a su vista Elías y Moisés,

y estaban conversando con Jesús.

Pedro dijo a Jesús:

– «Maestro, ¡es lindísimo para nosotros estar aquí!

Hagamos tres carpas, para ti una, para Moisés una y para Elías una.»

Pedro no sabía qué responder (al acontecimiento),

porque estaban fuera de sí por el terror.

Y se formó una nube ensombreciéndolos,

y vino una voz de la nube:

– «Este es mi Hijo dilecto, escúchenlo a Él.»

Súbitamente, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie,

sino a Jesús solo con ellos.

Mientras bajaban del monte,

Jesús les previno de no contar lo que habían visto,

hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos.

Ellos guardaron la cosa para sí,

y se preguntaban qué significaría

«resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 2-10).

Contemplación

Cómo no decirlo de nuevo: los cristianos creemos en la resurrección de los muertos.

El solo hecho de formularlo así – de decir «resurrección»- hace sentir cuánto se ha opacado esta palabra. Necesitamos que se nos transfigure. Y nada mejor que el evangelio de hoy para hacerle recobrar a esta palabra que es el centro ardiente de nuestra fe toda su fuerza original de modo tal que nuestro corazón se adhiera a ella con la alegría de los primeros creyentes.

Las palabras, como las casas, sufren el paso del tiempo. Se las revoca, se las pinta de otro color, se les construye encima…, pedazos de ellas van a parar a otras.

Palabras potentes que salieron del lenguaje común para nombrar un acontecimiento nuevo y se convirtieron en «palabras mágicas», se desgastan con el tiempo. Se las usa para cualquier cosa y se depotencian.

Caridad, por ejemplo. La caridad expresaba un tipo de amor alegre y gratuito, un amor que el Espíritu derramaba a cada persona que creía en Jesús y que hacía que todas las relaciones comunitarias brillaran con luz propia, al punto de hacer decir a la gente, viendo a los cristianos: «Cómo se aman!»…, la caridad, sufrió una especie de «privatización». Quedó asociada a «instituciones de caridad». La fuerza de irradiación que nació del corazón de los santos que pusieron en práctica este amor caritativo y lo convirtieron en institución quedó reducido a dar una limosna o atender a gente que «necesita caridad». La gente poderosa y autosuficiente, que la publicidad nos incita a que seamos, es gente que «no necesita caridad».

Con la palabra Resurrección pasó otra cosa. Los términos para nombrar lo que aconteció a Jesús el domingo después de su muerte en la Cruz, eran términos que se usaban para algo tan cotidiano como «ponerse de pie». «Egeirei» -erguirse- y «anastasis» -levantarse-, eran palabras que se usaban para expresar que uno se despierta del sueño y se levanta otra vez por la mañana. Hoy la palabra «resurrección», perdió aquel sentido cotidiano de «levantarse» y suscita imágenes médicas -resucitación artificial- y de series de ciencia ficción  -«Resurrection».

Estos cambios y usos para otras cosas que sufren las palabras influyen en nuestra mentalidad y si no tenemos un pensamiento crítico, al usar la palabra resurreción podemos terminar pensando algo que no tiene nada que ver con lo que dice Jesús e incluso algo totalmente contrario!

Por tanto, es mejor -como siempre- partir de lo que dice el evangelio respecto a lo que pasaba en la cabeza de los tres amigos y discípulos del Señor a Quien acababan de ver «transfigurado»:

«Se preguntaban qué significaría ‘levantarse de entre los muertos'» (Mc 9, 10).

Evangélicamente podemos preguntarnos como los discípulos qué significa «resucitar» y pedirle al Señor que nos lo vaya aclarando. Cosa que, como veremos, requiere todo el evangelio y toda la historia de la humanidad, así que no hay apuro.

Jesús, aquel día, les había dicho algo totalmente nuevo. No es que la palabra les resultara totalmente ajena. De hecho en la Escritura se habla de que Dios puede volver a dar vida a los muertos. El profeta Oseas dice: «Volvamos al Señor! Después de dos días nos hará revivir; al tercer día nos levantará y viviremos en su presencia» (Os 6, 1). La palabra que utiliza Oseas es «qum«, levantarse y es la misma que Jesús utilizó para «resucitar» a la hija de Jairo y que quedó en nuestro vocabulario: Talitá qum!, niña levántate!. Pero la referencia tan directa del Señor a su persona, no la entendieron. Así que también a nosotros puede hacernos bien preguntarnos: que quiere decir «resucitar de entre los muertos».

Cuando el Señor se les apareció vivo, luego que lo habían visto crucificado y puesto en el sepulcro, comenzaron a experimentar todo lo que implicaba esto de «haberse levantado de la muerte». No se trataba sólo del hecho de haber estado muerto y volver a la vida, sino que la vida entera de Jesús les resultaba ahora «igual y distinta» a la vez. Este es el punto: al hablar de resurrección hablamos de una vida «igual y distinta».

Trabajo crítico de transfiguración

Y para pensar esto tenemos que hacer un doble trabajo crítico ( de transfiguración): primero, sacarnos de la cabeza las imágenes «modernas» de aparatos médicos y series televisivas; segundo, tenemos que desopacar las palabras usadas en la liturgia para que readquieran su esplendor original.

Cuando uno lee los testimonios de la resurrección -de los ángeles, de las discípulas, de María Magdalena, de Pedro y Juan, de los discípulos…- resalta otra frase que va unida a la expresión: «se levantó de la muerte» (como quien se levanta de una enfermedad o del sueño). Esa palabra es «He visto», «hemos visto al Señor».

El primer anuncio de María Magdalena es el más hermoso (y hay pocos íconos de este momento tan trascendental en la vida de la Iglesia):

«He visto al Señor y me ha dicho estas cosas» (Jn 20, 18).

Este evangelio de María Magdalena a los Apóstoles contiene todo. Porque María no «ha visto» simplemente a Jesús como estaba en ese momento, sino que lo «ha visto» en Persona con su vida entera. Una breve anécdota puede ayudar: Ayer una hermana de las Pobres Bonaerenses me llamó para decirme que se abría la causa de canonización de la Hna Bernadita, muy querida por muchos de nosotros en nuestra época de formación. Me pedía un testimonio de su vida. Yo me alegré mucho y se me ocurrió decirle que, en realidad, tenía pocos «hechos» para contar, pero que mi recuerdo de ella era de su persona: de su maternidad espiritual, de su ternura y de su viveza, porque ponía cara de abuelita inocente pero no se le pasaba una… Le decía que hay gente que se transparenta toda en cada pequeño gesto y uno, en lo que hace, «ve» su persona.

En «verlo y escucharlo a Él» está todo

Algo de esto es lo que sucede en la transfiguración y está también contenido en ese «he visto al Señor» de la Magdalena. En «verlo y escucharlo a Él» está todo. Los demás testimonios irán por este mismo cauce: Hemos visto al Señor… Los discípulos se alegraron al ver al Señor. El Señor ha resucitado y se ha «vuelto visible» (ofte; se le apareció) a Pedro. Los de Emaús contaron cómo se les habían caído las escamas de los ojos y habían «reconocido al Señor al partir el pan».

La experiencia es que al mismo Jesús que conocían, al que habían visto muerto, ahora lo veían vivo y sus palabras cobraban otro sentido. Y cada uno recogía cuidadosamente las palabras que el Señor le decía y se las comunicaba a la comunidad con gran alegría. Así nacieron los evangelios!

Es decir: la experiencia de la resurrección no es solo la de un «hecho físico» que le acontece a la carne del Señor, sino la experiencia de entrar otra vez en contacto con su Persona que, por una parte, se les presenta como siempre -saluda, come con ellos, se deja tocar- y, por otra parte, se presenta con características totalmente nuevas -se hace visible en medio de ellos estando las puertas cerradas, los acompaña por el camino sin darse a conocer y luego se deja ver (se transfigura)…

Y aquí nos encontramos nuevamente con la «transfiguración», que fue una experiencia única en la vida de la comunidad, testimoniada por Pedro, Santiago y Juan. En ella «vieron» a Jesús en todo ese esplendor y gloria que estaban velados en su interior y que relucían en sus milagros, en algún destello de su mirada, en la fuerza irresistible de su predicación.

Jesús vivía desde antes de la Resurrección con una Vida totalmente distinta en medio de la vida normal. Podemos decir que la Resurrección solo «liberó» o desató lo que había estado contenido y escondido y que se dejaba ver por momentos.

Jesús siempre fue un «Jesús resucitado», en el sentido de «levantado de toda postración y despierto de todo sueño». El Señor vivió siempre «de pie», erguido, vivió «de lo alto», del Espíritu, lleno de poder para hacer el bien, para sanar, para enseñar a amar y a adorar.

Luego de la resurrección los discípulos recuperan esta vida que habían compartido sin tener total conciencia: recuperan en la fe toda la vida del Señor como vivida por Alguien que es Dios con nosotros, que fue especialmente Dios con ellos.

Estas cosas son las que tenemos que recuperar también, en la oración contemplativa que es, literalmente, «ver al Señor».

La contemplación es fruto del Señor que «se aparece» «que se deja ver» y -consolándonos- nos dice «estas palabras» para que las anunciemos y vivamos. La contemplación es experiencia del Señor resucitado y transfigurado, ni más ni menos, sino exactamente igual que la que tuvieron las discípulas y los discípulos. Porque el Señor no resucita sino para que «lo veamos en Galilea» y para «decirnos todas sus cosas» y «abrirnos la Escritura» y «recordarnos todo lo que nos había dicho».

El evangelio no es otra cosa que «las palabras que el Señor les dijo que dijeran» a Magdalena, a los de Emaús, a los doce. Son Palabras cargadas con la fuerza del Resucitado que los envía a decírnoslas!

Contemplar es resucitar

Leer, saborear y pedir la gracia de entender estas palabras -el Evangelio- es igual no solo a «ver a Jesús resucitado», a que se nos «aparezca» por el camino, sino que es igual a «resucitar«. Más allá de la resurrección final, que no es más misteriosa que nuestro nacimiento y la creación del Universo, podemos vivir una  «resurrección actual», participando de la resurrección del Señor, mediante el contacto eclesial con los testigos a los que el Señor se les va apareciendo a lo largo de la historia, a los que les va haciendo experimentar la fuerza carismática de alguna de sus palabras que ellos, como testigos, convierten en obras de misericordia y de comunión fraterna.

Este participar de la resurrección de Cristo no es algo añadido, algo que sería pleno en Él y que a nosotros se nos regalaría con cuentagotas o vaya a saber uno cómo y cuando. La resurrección en cuanto «dejarse ver y tocar y poder hablar y hacer recordar todo lo que dijo e hizo por nosotros» es algo del Señor que es «enteramente para nosotros».

Lo que quiero decir es que Cristo siempre vivió con una vida que era la misma nuestra y más, infinitamente más, en tanto que vida del mismo Dios. Y esa vida suya, toda para nosotros, que fue comunicando a todos los que encontraba, como nos narran los evangelios -Cristo pasó haciendo el bien (se acostaba «cansado de haber hecho todo el bien posible» como dice el Papa Francisco que debemos vivir y él mismo da buen ejemplo)-, es ahora una vida que, gracias a la resurrección, está toda a disposición de quien la quiera vivir y compartir.

Eso son los sacramentos: estar bautizados -sumergidos- enteramente en la vida de Jesús (podríamos decir «en su evangelio», como si pudiéramos vivir dentro del evangelio y reeditar, en cada situación, alguna escena y meterla en nuestra vida como quien siembra una semilla buena que da ciento por uno en flores y frutos).

En la Eucaristía, entramos en comunión con la carne de Cristo resucitada, podemos estar con él compartiendo como los suyos en la última cena, podemos estar en el Calvario -como dice Francisco- comulgando en Jesús que muere en la Cruz con todos los que sufren y mueren en el mundo.

Y así en cada sacramento: vida plena que es toda para nosotros.

Bueno. La contemplación salió de un solo tirón, sin pensarla, partiendo de la dificultad para incorporar esa palabra «resurrección» y para mí es toda una experiencia de cómo una palabra puede volver a ponerse en pie y regalarnos tanto.

Diego Fares sj

San José nos enseña a complacernos en Jesús como se complace un padre adoptivo. Jesús es uno de nosotros, el Hijo del hombre, parte de la humanidad. Pero no es nuestro, de ninguna carne ni cultura: lo tenemos que adoptar (1 B cuaresma 2018)

 

Por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán.

Apenas surgió del agua, vio rasgarse los cielos

y al Espíritu descendiendo hacia Él en forma de paloma.

Y una voz vino de los cielos:

‘Tu eres mi Hijo amado, en ti me complazco«.

Y ahí nomás el Espíritu lo sacó al desierto.

Y estuvo en el desierto cuarenta días siendo tentado por Satanás;

y estaba entre los animales, y los ángeles lo servían.

Después que Juan fue entregado, vino Jesús a Galilea

predicando el Evangelio de Dios, y decía:

«Se ha cumplido el tiempo propicio y se ha vuelto cercano el Reino de Dios.

Conviértanse y crean en el Evangelio»  (Mc 1, 12-15).

 

Contemplación

Al elegir la palabra que el Padre le dirige a su Hijo recién bautizado – «En Ti me complazco»- me vino la imagen de San José.

Encontré muchas estampitas de San José con el Niño, aunque ninguna lo expresa tal cual cómo me lo imagino, tantas veces complacido en Jesús: sonriente, contemplando a su hijo recién nacido; embobado, viendo jugar a su hijo niño; orgulloso, viendo a su hijo ayudarlo en medio del trabajo, hecho todo un joven. Cuánto debió complacerse San José durante su vida viendo crecer a Jesús en estatura, en sabiduría y en gracia, delante de Dios y de la gente!

Es linda esta imagen en que José mira al Niño que trabaja concentrado, con sus manitos tiernas que se irán haciendo ásperas en contacto con la madera, pasando la escofina.

Y pensaba que es actitud de padre esta de complacerse en los hijos. En cada hijo, cada uno con sus cosas. Con su habilidad particular y con su límite.

Cada hijo es distinto y los padres saben encontrar de qué complacerse en cada uno.

Se trata de una complacencia realista: que sabe ver algo -lo mejor- de cada hijo. Cosas que los mismos hijos a veces no vemos, quizás porque nos comparamos con otro hermano, pero que vamos descubriendo con el tiempo… La mirada incondicional de nuestros padre no es la única mirada desde la que uno se mira en la vida, pero es la del más amor auténtico. No porque no tenga fallas sino porque el amor de nuestros padres es capaz de ir superando sus propios límites, prejuicios y expectativas. Es verdad que los padres se proyectan en sus hijos y que a  veces se complacen de más en alguna virtud más llamativa o se lamentan demasiado al ver algo distinto, algo que no comprenden. Pero con todos los límites, la búsqueda siempre renovada de complacerse en lo más auténtico de los hijos, en lo que los hace ser, crecer y luchar por seguir su propio camino, es lo propio de los padres. Se expresa a veces en forma positiva, de aliento y de alabanza. Pero también en forma negativa, de disgusto y hasta de reproche amargo.

Es que también ellos, los padres, se tienen que ir «haciendo padres» en este diálogo.

Hacerse padre es ser capaz de ir modificando la propia complacencia, para que no sea «autocomplacencia» sino un verdadero «alegrarse en el otro».

Es una lucha esto de complacerse en el otro, una lucha entre los propios sueños y la realidad de los hijos. Un padre, en el secreto de su corazón, nunca renuncia a sus sueños sobre sus hijos. Y tampoco renuncia nunca a aceptar a sus hijos tal como son.

…….

Estas cosas salieron pensando en San José. Porque cuando uno lee que el Padre «se complace en su Hijo amado», piensa en una complacencia perfecta con el Hijo perfecto. Y cuando miramos a Jesús en su relación con el Padre, también es perfecta la imagen: la del Hijo que hace todo lo que le agrada al Padre, que cumple su voluntad y no la propia.

Pero mirando la paternidad de José salen otras cosas. Menos perfectas, diría, aunque no menos llenas de gozo.

Digo esto porque el ejercicio de la cuaresma puede ir por el lado fundamental de aprender a «complacernos en Jesús». Y como la complacencia del Padre de los Cielos puede resultar demasiado perfecta, mirar atentamente la complacencia de San José puede resultarnos algo más cercano y posible de practicar.

Pensaba que nos puede hacer bien la complacencia de San José en cuanto padre adoptivo que complementa la complacencia de María, Madre de Dios. En el sentido de no ser «posesivos» con Jesús, como si sólo fuera hijo único de la madre Iglesia jerárquica romana. Los evangelios dan testimonio de cómo nuestra Señora tuvo que recorrer un exigente camino de discipulado en el que San José le habrá ayudado a moderar sus ansiedades maternas aceptando que su Hijo tenía que estar en las cosas del Padre, que son las de todos los pueblos.

El amor de José por Jesús, como rezamos en el «mes de San José», es un amor en el que, de entrada, se da la lucha entre lo que le quiere dar a su hijo y lo que la realidad le permite. San José se tendrá que complacer en su hijito nacido en un pesebre.

Pero antes de esto, su paternidad ya comenzó con un despojo total: el de aprender a alegrarse (lo aprendió de la alegría de María) con un hijo que no era suyo.

San José nos enseña a complacernos en Jesús como se complace un padre adoptivo. Y esto ya es el Molde para aprender cómo debemos complacernos los hombres en Jesús. Él es el Hijo del hombre, es uno de nosotros, parte de la humanidad. Pero no es nuestro. Lo tenemos que adoptar. No viene de la carne ni de la sangre, ni de ninguna cultura.

Toda cultura debe adoptar a Jesús! Lo cual significa que no es más nuestro que de los otros. No es más de los cristianos que de los judíos, ni más de Europa que de Latinoamérica ni de lo que será el Jesús de los chinos.

Ir aprendiendo a complacernos como sabe complacerse un padre adoptivo, que es más padre que nadie porque no se complace en verse a sí mismo en su hijo sino que se complace en que ese hijo sea él mismo y se enorgullece de poder darle un padre.

Hay una igualdad en la adopción -porque el hijo adoptivo también tiene que adoptar a sus padres- que es puerta abierta al misterio del amor de Dios.

San José nos enseña a complacernos en Jesús como se complace un padre pobre en su hijo. El segundo despojo de San José fue, como decíamos, el del pesebre. No le pudo dar lo mejor que tenía a su hijito.

Los padres se complacen en comprar la cuna, la ropita, los juguetes… Y me viene la imagen de toda la liturgia que la Iglesia, como buena madre, ha ido «comprando» para alabar a Jesús. Es algo muy bueno y muy de familia. Pero hoy más que nunca se nota que el apego a estas cosas tiene mucho de autocomplacencia. Aquí en Europa las Iglesias de paredes pintadas, como yo les llamo, se parecen a esos cuartos de los niños que quedan igual a como estaban una vez que los hijos ya se fueron.

San José nos enseña a complacernos con un Jesús en pañalitos, un Jesús cuya riqueza son los brazos de sus padres, sus besos y caricias… Por supuesto que enseguida nomás comenzaron a caer los pastorcitos trayendo sus regalos y luego los reyes. Cada cultura adorna a Jesús con sus cosas y sus costumbres. Pero tenemos que aprender a complacernos en Jesús puro Jesús. Con todas sus cosas y también despojado de todas ellas.

San José es maestro en conjugar la pena de la circuncisión con la alegría del Nombre de Jesús, las incomodidades y peligros del destierro con la felicidad de la casita propia en Nazaret, la aflicción profunda de perder a su hijo con la consolación suavísima al encontrarlo en el Templo…

Nuestro pueblo fiel, en su religiosidad popular, sabe mucho de esto. Se complace en vestir y adornar al Señor, a su Madre y a los santos, con sus flores, sus exvotos, sus vestidos y coronas …, con todo lo mejor que tiene. Si uno se fija bien, la gente adorna más las imágenes que el templo. Al menos en nuestros barrios del gran Buenos Aires, los templos se quedan más bien humildes, pero las imágenes salen a la procesión vestida la Virgen como una reina y llenas de flores las andas del Señor. Siempre recuerdo cuando nos robaron la Cruz del Señor de los Milagros de Mailín unos días antes de la Fiesta: aunque pusimos otra y la fiesta se hizo, la orfandad se sintió muy fuerte.

En la mística popular le complacencia puesta en las imágenes gloriosas del Señor, de la Virgen y los santos, ricamente adornados en medio de un contexto de sobriedad y más bien de pobreza en lo demás es, como decía, una puerta abierta -la puerta estrecha- a esta espiritualidad de «complacerse en Jesús gloriosamente pobre y humilde».

Nos quedamos con estas dos imágenes: la de San José que se complace en Jesús como un padre adoptivo se complace en su hijo y la de San José que se complace en Jesús puro Jesús, como se complace un padre pobre en su hijo, sin adornos o con todos los adornos, ya que siempre se centra en su persona misma.

Pedimos al Espíritu la gracia de la cuaresma, que es gracia bautismal: gracia de «bautizarnos» y sumergirnos en la complacencia en Jesús».

Complacencia perfecta, como la del Padre.

Complacencia perfecta-imperfecta como la de San José.

Al ejercitarnos en complacernos en Jesús, nuestro hijo adoptivo, nuestro hijo despojado y adornado, podemos sentir y gustar cómo es que se complace el Padre en nosotros.

También nosotros no somos más que hijos adoptivos. También nosotros somos hijos pobres de toda pobreza a los que nuestro Padre no nos puede dar todo lo que quisiera por las circunstancias duras de la vida. Nuestro Padre se complace en nosotros así como estamos y somos, más allá de lo que nos puede dar!

Complacernos en Jesús será nuestro Ejercicio de cuaresma.

Le sumo algunas complacencias evangélicas para adornar el sentimiento.

Complacernos quiere decir que nos caiga bien todo lo que Jesús hace, siguiendo lo que aconseja nuestra Señora en Caná. Porque para poder hacer todo lo que nos diga, primero nos tiene que caer bien Él, y así luego, nos caerá bien lo que nos manda hacer. Pablo dice que al Padre le agradó hacer habitar en Jesús toda plenitud y que fuera Él el que reconciliara a todas las cosas en sí, pacificándolas con la sangre de su Cruz (Col 1, 19-20).

Complacernos es sentirnos orgullosos de Jesús -y de sus amigos y de su iglesia y de su pueblo-: aprobar lo que son y lo que dicen y hacen y cómo lo hacen. Pablo dice que a Dios le ha agradado salvarnos por la locura de la predicación (1 Cor 1, 21).

Complacernos es sentirnos contentos con Jesús y que nos agrade todo Él y todo lo suyo: sus sacramentos, su evangelio, sus parábolas, sus mandatos y consejos, su estilo, sus opciones por los pobres, su gusto por estar con los pequeños… Lucas le dice a los pequeños, al pequeño rebaño del pueblo fiel de Dios: «no teman, porque el Padre se ha complacido en darles el Reino a ustedes» (Lc 12, 32).

Complacernos en Jesús es complacernos en lo que le complace a Él, y esto es: que conozcamos al Padre! Un Padre a quien no le agradan los sacrificios sino la misericordia (Hb 10, 6), que se complace en sus pequeñitos, a quien no le gusta que ninguno se pierda, que viste a los lirios del campo y le da de comer a los pajaritos (ninguna cae sin que Él «esté»), que está siempre esperando a los pródigos y haciendo fiestas a las que quiere que todos vayamos y se enorgullece cuando colaboramos en la cosecha de su viña.

Cómo no complacernos en gente como ellos!

Diego Fares sj

 

 

 

 

Sólo el Espíritu puede darnos la gracia de una compasión como la de Jesús, que extiende la mano y toca nuestra carne y limpia las lepras de nuestro tiempo (6 B 2018)

Unknown

Viene a él un leproso que, rogándole y doblando las rodillas, le decía:

“Si quisieras puedes limpiarme”.

Jesús movido por la compasión extendiendo su mano lo tocó y le dijo:

“Quiero, límpiate”.

Y al instante desapareció de él la lepra y quedó limpio.

Adoptando con él un tono de severidad lo despidió y le dijo:

“Mira, no digas nada a nadie, sino ve y muéstrate al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés para que les sirva de testimonio”.

Pero él, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo y a divulgar la cosa, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios. Y venían a él de todas partes” (Mc 1, 40-45).

 

Contemplación

El domingo pasado veíamos a Jesús rezando de madrugada -intercambiando deseos con el Padre-. Hoy Marcos nos muestra cómo Jesús «es movido por una compasión que toca» y sana al leproso y a toda la gente.

La palabra «compasión entrañable» hace referencia a las entrañas y al hecho de que hay cosas que nos «tocan» y nos mueven a compasión. Los evangelistas señalan a menudo esto que le sucede al Señor: siente compasión por el pueblo que anda «como ovejas que no tienen pastor» y se queda enseñándoles y curándolos largamente, imponiéndoles las manos. Lo mueven a compasión los leprosos, los ciegos, los sordomudos… Jesús se conmueve y actúa con sus manos: le mete los dedos en los oídos, les toca la lengua, hace barro con su saliva y les recrea los ojos…

La «compasión que toca» es la actitud con la que Lucas describe al buen samaritano, que se compadece del herido, le limpia las heridas y lo venda con sus manos, se lo carga en hombros y lo sube a su asno. La imagen contraria es la de aquel deudor a quien el Rey, movido a compasión, le perdonó una gran deuda, pero él, al ver a uno que le debía unos pocos pesos, lo agarró por el cuello y lo ahogaba sin compasión.

Hay tanto para compadecer hoy!

Y como cambia el sentimiento cuando pasamos de mirar a tocar. Cuando le damos la mano al mendigo que nos pide una limosna o le tocamos el hombro o lo bendecimos en la frente.

Hoy no basta ver. Es más, a veces incluso es contraproducente. Vemos demasiado -tantos rostros, tantas imágenes en directo de gente que sufre…-, vemos tanto que la capacidad de sentir se sobrecarga y nos ponemos en «modo no sentir». Para salir a la calle y llegar al trabajo uno desconecta la compasión como pone el celular en modo avión… Si no no llega.

Yo saco en conclusión que sólo se puede compadecer de verdad al que se puede tocar, aunque sea solo un poquito como cuando uno apenas estrecha la mano o acaricia la frente del enfermo que está en terapia.

La compasión se conecta y se vuelve vaso comunicante a distancia de las manos, no de la vista. No es para nada un sentimiento general, para la humanidad en su conjunto.

La mirada puede despertar la compasión, pero si uno no se acerca, la compasión se convierte en otra cosa. Si no nos conectamos con las manos, la compasión se vuela al mundo de las ideas y corre el riesgo de convertirse en impotencia abstracta con un sabor amargo muy concreto. Esos son los síntomas: impotencia y sentimiento amargo. Tan distintos de lo que uno siente cuando al darle la mano al otro se encuentra con su mirada amiga! La madre Teresa contaba de aquel hombre enfermo de lepra que vino a su encuentro unos días después de haber recibido ella el premio nobel de la paz (1980):

“Hace unos días, a las nueve de la noche, sonó el timbre. Bajé enseguida a ver qué pasaba. Me encontré un enfermo de lepra que estaba tiritando de frío. Le pregunté si necesitaba algo. Le ofrecí comida y una manta para que se protegiese de la dura noche de Calcuta. Las rehusó. Me tendió el cuenco de pedir. Me dijo en bengalí: ‘Madre, oí decir a la gente que le había sido dado un premio. Esta mañana tomé la resolución de traerle todo lo que consiguiese recaudar a lo largo del día. por eso he venido’. Vi en el cuenco 75 paise. Una pequeña cantidad (menos de 10 centavos de dólar). La conservo sobre mi mesa, porque este modesto regalo revela la grandeza del corazón humano. Y es algo de verdad muy hermoso. Nunca he visto alegría semejante en el rostro de alguien tras regalar dinero o comida como la de aquel mendigo que se sentía feliz de poder dar algo también él”.

Imagino que al recibir el dinero ella le tomó la mano y luego le agarró la cabeza como sus manos como hacía, lo besó en la frente y ahí le vio en los ojos la alegría que cuenta que este hombre sentía.

Allí me vino el recuerdo de la foto del Papa tocando a la abuela de cien años que no ve y «quería tocar su manita». Como la hemorroísa, a la que le bastaba tocar los flecos del manto del Señor. Es que la gente sabe que la compasión se establece cuando hay contacto con las manos.

Y contra esa impotencia de los ojos, que para ver necesitan distancia, la potencia del tacto, que es el sentido de la proximidad, tenemos la comunión como el sacramento de la compasión. Jesús nos mandó comulgar, hacer la comunión en memoria suya, porque tocándonos, al recibirlo en la mano, en el sencillo gesto de tomar el pan con los dedos y llevarlo a la boca, su Pasión entra en contacto con nuestra vida. Y al tocarnos, el Señor nos equipara y nos sintoniza con sus sentimientos y nos transmite la corriente de su gracia.

Si no nos tocara, su Palabra quedaría como imagen, se nos iría al mundo de las ideas, que flotan en el paradigma de cada cultura y sólo bajan al corazón y a las manos en la medida en que los imperativos de moda se lo permiten.

Son tan distintas las cosas que mueven a actuar en cada cultura! En la India, por ejemplo, hay castas enteras de gente a la que se llama «los intocables». Es tanta la miseria, pienso yo, que elaboraron esa autodefensa para poder vivir: no tocar a los que no van a poder ayudar. Para no sentir compasión? Eso creo yo. Y la madre Teresa cambió ese paradigma tocando a todos, ayudando a bien morir con las manos de sus monjas y colaboradores (como un grupo de 50 argentinos que están ahora allí, ayudando y aprendiendo de los pobres).

Podemos poner en práctica, cuando vamos a comulgar, esto de «compadecer tocando a Jesús, recibiéndolo en la mano». La Eucaristía no es solo Jesús, es la carne de Jesús que es la carne de todos. En la comunión el Señor nos brinda la posibilidad de que, dejándonos tocar por Él, nuestra compasión se conecte con la suya y encontremos nuestra manera y medida humana de compadecer a todos con Él y en Él. No con «nuestra compasión» que se excede o se enfría de más o de menos. Jesús nos da la posibilidad real de compadecer con una compasión «nuestra», de Jesús y mía, o de Jesús y nosotros, mejor. Es esta compasión común que nos da comulgar con el mismo pan la que unifica sentimientos y acciones.

Hoy no se puede «tocar» a los pobres si no es con la manos que tenemos en común. No sirven las manos individualistas que usamos para agarrar nuestra plata, no bastan las manos buenas de cada uno, que en cierto momento deben soltar para ir a hacer otra cosa, hacen falta las manos de muchos, de un cuerpo social, de una institución que se hace Manos abiertas, siempre abiertas, las de todos a través de las de cada uno sumado a los demás.

Al dejarnos tocar por la Eucaristía y al tocar a Jesús podemos tocar compasiva y sanadoramente, la carne de todos lo intocables del mundo. Es imprescindible, hoy más que nunca, comulgar. Tocar bien la carne, para hacer sentir la misericordia, el amor, la amistad, el compañerismo, la solidaridad. Tocar bien la carne para sanar, para alentar, para impulsar a vivir. Hoy más que nunca, hace falta este «sentido de la carne que solo Cristo puede dar», ya que en nuestra carne se abren las llagas de la humanidad. En la carne se  muestran las enfermedades propias de ella y las del nuestra mente, que nos llevan a maltratar nuestra carne: que la hieren y abandonan, que la explotan, la comercian, la abusan, la anestesian, la decoran, la idolatran, se encarnizan terapéuticamente con ella, no la dejan nacer, no la alimentan ni la cuidan, no la dejan morir en paz…

Hace poco, el Papa hablaba de no usar los celulares en la Misa y decía que basta pensar en el lugar donde estamos cuando se celebra la Eucaristía -estamos en el Calvario, decía, ante el Señor que da la vida en la Cruz por nosotros- basta pensar en esto para que uno se ubique y no sienta deseos de sacar fotos.

No se sacan fotos en el calvario.             La misa no es un espectáculo, decía (esta es la reflexión de hoy). No es un espectáculo porque los espectáculos tengan algo de malo, no es un espectáculo porque es algo más profundo e intenso. Se nos invita tocar al Señor, a comulgar con su compasión dejando que al tocarnos, su Carne y su Sangre hagan vaso comunicante con nuestra carne y nuestra sangre y entremos en comunión con las de toda la humanidad. La Eucaristía es cada vez un acontecimiento único: es entrar en compasión y requiere las manos y toda la atención del corazón puesta en sentir el momento y vivirlo ahí. No es algo que se registra para vivirlo después.

Por otra parte, sólo entrando en comunión con la Pasión del Señor podemos animarnos un poco más a entrar en compasión con los que sufren. Sólo la comunión con la Carne de Cristo, muerta y resucitada, puede darnos el sentido justo de la compasión. Sólo comulgando con esa Carne, con lo que pasó (pasión) y lo que ahora es, glorificada, podemos ir aprendiendo a gustar lo que significa compadecer a los demás, lo que significa tratar bien a nuestra carne, con amor respetuoso y familiar, con sentido humano.

La Eucaristía es el momento para compadecer. Comulgar no es «gustar» la carne del Señor como cosa, como objeto de un momentito mío a solas con un Jesús particular. Comulgar es gustar la carne viva del Señor. Viva quiere decir en acción y pasión, padeciendo y muriendo y dando la vida por mí. Comulgar así, me permite comulgar también con la carne viviente de los demás, con sus alegrías y padecimientos. Puedo masticar los dolores de los que amo al masticar los dolores del Señor y comulgar con ellos en la paz que nos da la fe en que las llagas del Señor son llagas resucitadas. Revivir los dolores del Señor uniéndolos a los dolores reales de la gente concreta que conozco y que sé que sufre, uniéndolos a Él, eso me resulta más cercano y consolador que pensarlos separados.

Al comulgar podemos decir el «sí, quiero, queda limpio» que le dijo el Señor al leproso. Aunque nuestro sí no «cure» directamente, es un sí que nos permite entrar en la corriente de la compasión sanadora del Señor. Nos unimos comulgando con esa compasión que dice sí y que extiende la mano tocando a lo largo de la historia a cada ser humano que viene a este mundo. Al comulgar podemos decir «sí, quiero», quiero que toda lágrima sea enjugada, toda enfermedad sanada y todo sufrimiento compadecido, cuando y como el Señor quiera y sea como sea que lo haga.

En la comunión experimentamos la belleza que salva al mundo: la del amor que se compadece del dolor -como dice el príncipe de Dostoievski-, tocándolo.

Así como en la consagración pedimos al Padre que «santifique los dones de pan y de vino con una efusión de Espíritu Santo, podemos pedir al Espíritu, al que invocamos como «Dedo de la mano Paterna» que nos de un simple toque, de esos que «encienden con su luz nuestros sentidos» e infunda su compasión en nuestro pecho y fortalezca con su fuerza inquebrantable la flaqueza carnal de nuestro cuerpo». Es el Espíritu el que puede darnos la gracia de esta «compasión que extiende la mano y toca y limpia las lepras de nuestro tiempo».

Diego Fares

 

 

Rezar es «intercambiar deseos» (proseuchomai) y el Espíritu es «El Deseo mismo de intercambiar» (5 B 2018)

En seguida Jesús salió de la sinagoga, fue a casa de Simón y Andrés con Santiago y Juan. La suegra de Simón había caído en cama con fiebre, y de inmediato le hablaron a Jesús de ella. Acercándose la levantó tomándola de la mano: la dejó la fiebre y ella se puso a servirlos.

Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados. Estaba la ciudad entera congregada delante de la puerta. [Saliendo] Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios; pero a estos no los dejaba hablar, porque sabían quién era él.

De madrugada, muy de noche todavía, levantándose, salió y fue a un lugar solitario; y allí rezaba.

[A media mañana] Salió a buscarlo Simón con sus compañeros, y cuando lo encontraron, le dijeron: – «Todos te andan buscando.»

El les respondió: – «Vamos a otra parte, a las poblaciones vecinas, para que también allí pueda yo predicar porque para eso he salido (del Padre).»

Y marchó y anduvo predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando demonios (Mc 1, 29-39).

 

Contemplación

Marcos, que nos muestra la actividad febril de un día en la vida de Jesús, nos dice que » De madrugada, muy de noche todavía, se levantó, salió y fue a un lugar desierto. Y allí rezaba.

«Proseuchomai» -rezar- significa «intercambiar deseos». Entre la riqueza infinita del cuadro que nos pinta Marcos, como siempre, me quedé con ese sentimiento. Jesús se iba un rato -largo- a intercambiar deseos con el Padre.

Lo hacía todo el tiempo, como hacemos todos, aunque a veces no nos demos cuenta o el intercambio quede medio atorado.

Qué lindo que es poder charlar con una persona amiga. Los deseos fluyen, con un poco de apuro y desorden quizás, pero solitos se ordenan y el intercambio se establece. Charlar entre amigos es intercambiar deseos. Uno discierne intuitivamente, entre el mar de cosas que quiere compartir, lo que más desea y pesca lo que el otro le quiere decir. A veces hay charlas largas como una cena con sobremesa, en las que algo importante que llena el corazón -de alegría o de angustia- se comparte a fondo, tocando todos los registros, hasta que las dos personas sienten que han dicho todo y que han recibido todo lo del otro. Otras veces no hay tiempo para remansarse y entonces se pasa la información más gruesa, de manera que uno sepa que el otro sabe lo que se quiere compartir. Con peso y consecuencias, con los matices de cada detalle. Intercambiar deseos.

Acaso no son eso las largas charlas entre una madre y su bebé. Balbuceos, manos y manitas, miradas, sonrisas, caricias y gestos de amor: oración -intercambio de deseos-. Tan fuerte es el intercambio que de ahí se despierta en el bebé el deseo de hablar, que de tan fuerte se convierte después en toda la literatura, toda la prensa, todas los chats, los tweets y los WhatsApp, pero que en el fondo fondo es deseo de «intercambio de deseos», es deseo de rezar.

Vendría a querer decir todo esto que rezar no es difícil, si uno le da tiempo a los amigos, si uno reza dejándose llevar como cuando de niño pequeño le contaba sus aventuras, en la mesa, a sus papás.

La oración de Jesús es una oración totalmente expuesta. Estaba tan a la vista que un día (no este, porque Simón y los otros estaban apurados porque toda la gente andaba buscando al Maestro y ellos sentían que estaban llenos de actividad. Y Jesús se ve que también porque les dice: «Vamos a otra parte, a las poblaciones vecinas, para que también allí yo pueda predicar porque para eso he salido»), estaba tan a la vista lo que le sucedía a Jesús en la oración -que literalmente se transfiguraba- que le pidieron: enséñanos a rezar». Y Él les enseñó a intercambiar deseos con el Padre. O más bien, les dio ese «odre nuevo» que es el Padrenuestro, capaz de contener todos los deseos que, después, uno tiene que decir y beber a sorbos, gustando cada «padre nuestro» y cada «que estás en los cielos» como se gusta el pan «cada día» y se perdona cada deuda y se pide ayuda en cada tentación…

Digo que la oración de Jesús está expuesta en su vida, porque en lo que hizo aquel día, por ejemplo, se transparentan -cristalinos- sus deseos. Inmediatamente, dice Marcos y repite la palabra varias veces, Jesús interactúa con su pueblo. Sale de la sinagoga y va la casa de Simón y ahí nomás le presentan lo más urgente, la suegra que tiene fiebre, y el Señor la toma de la mano y la levanta. Los deseos son como los pájaros que vuelan en bandadas, siempre hay uno guía que quizás no se lo pueda distinguir de los otros pero se adivina en el movimiento de conjunto, en la dirección y en los cambios al unísono. Jesús despierta los deseos guías, los deseos de fondo, intercambia con los hombres a partir de nuestros deseos principales. Por eso es Maestro de oración. Y lo que enseña no es una técnica sino a vivir. Porque vivir es desear. Si uno aprende a mirar todos pueden ver el deseo que late en cada cosa y que imanta y despliega todo lo que es estructura exterior. Un joven jesuita peruano, en el encuentro que tuvieron los jesuitas con Francisco en Lima, le pedía una palabra de aliento al Papa porque -le decía- «cada vez somos menos y tenemos muchas instituciones para llevar adelante». El Papa le tomó la palabra y le pidió permiso para hacerle una corrección: dijiste instituciones y lo que tenemos son muchas «obras», que quizás nacieron como instituciones, pero por algún motivo a lo largo del tiempo, dejaron de serlo. Y le definió así lo que es una institución: «algo que convoca, que atrae, que da respuestas a los problemas actuales, que da fuerza y consolación».

A mí la imagen que me viene es la de haber entrado el domingo pasado, a la nochecita, en dos grandes iglesias de Roma en las que se estaba celebrando misa, y verlas desproporcionadamente grandes y vacías. Los jóvenes que participaban de la misa, en un gesto de rezar el padrenuestro tomándose de las manos, le dieron algo de calor. Pero la impresión era de demasiada estructura sobre una llamita pequeña, que necesitaba más bien otro ámbito para «intercambiar deseos con el Padre y entre sí». Cuando el intercambio de deseos se consolida nace una institución, pero si por eficiencia los caminos de los deseos se vuelven rutina y comodidad y la institución se puebla de burócratas, pronto queda solo una cáscara, un museo, una oficina…

La institución es oración y la oración es institución cuando ambas son «intercambio de deseos». Intercambio que se hace con palabras, con miradas, con gestos, con procedimientos y trabajo. Pero siempre cuidando que lo que se intercambia sea el deseo, la atracción al bien, eso que se llama amor.

Jesús salió del Padre para enseñarnos este intercambio que llevamos dentro, como su sello y que es distintivo de un ser espiritual. Las estrellas y los planetas intercambian energía y materia, las plantas intercambian sales con la tierra y colores con la luz, los animales intercambian su semen y se reproducen, los seres humanos, además de todo, intercambiamos sueños. E intercambiarlos con precisión, alegría y constancia, como quien distribuye colores en un cuadro, melodías en una canción, palabras y rimas en una poesía, condimentos en una comida, pases en un juego y tareas en una organización, eso es «hacer oración».

A enseñarnos a rezar salió Jesús del Padre y vino a nosotros. Su predicación no son exhortaciones morales que estandarizan el movimiento del deseo para que sea ordenado al fin. Eso es consecuencia natural y segunda de la exhortación de fondo que consiste en avivar el deseo, en encenderlo y hacer experimentar el gozo de compartirlo: por eso la alegría del evangelio enciende la alegría del amor, esa que se contiene en el odre nuevo y vivo del modelo de toda institución: la familia. En la familia, el intercambio de deseos es la actividad principal. Por eso, cuando una mamá o un padre me dicen que quisieran rezar más, pero que no tienen tiempo para rezar, siempre les digo que no es así, que están pensando mal, que en realidad están rezando todo el tiempo, sólo que no se dan cuenta.  Y les hago ver que ese «deseo» de rezar más que interpretan como que están rezando poco, es clara señal de otra cosa: de que el Espíritu que es el que «gime» y desea en nuestro interior, está golpeando la puerta de su corazón, pero no para entrar sino para que lo dejan salir, como dice el Papa dando vuelta la imagen del Apocalipsis del «Estoy a la puerta y llamo». Rezar no es incorporar ideas ni sentimientos. Rezar es intercambiar deseos. Y cada uno intercambia lo que tiene y de lo que tiene y puede, como dice la Contemplación para crecer en el amor.

Lo mismo cuando un cura o una religiosa dice que no está rezando bien, que dedica mucho tiempo al trabajo o que pierde el tiempo y que no reza. No es así. El problema no es que no rece, porque eso sería como no respirar, no comer o no mirar. El problema está en que no intercambia deseos con el Señor. Porque sus deseos le parecen mezquinos o el papel con que los envuelve es demasiado ideal o tiene los deseos dispersos y centrados en sí mismo. El punto es que «deseos tenemos todos» y todo el tiempo. Basta intercambiarlos, que el Espíritu siempre nos hace ganar en el cambio. Al revés que en las casas de dinero, donde siempre, en el momento en que cambiás dólares, algo perdés, el Espíritu, hasta cuando lo que intercambiás son pecados en una buena confesión, siempre te hace ganar. Y mucho.

Con la oración sucede como con el dinero: como decía don Zatti: «el dinero, lo importante es que circule». Y ponía ese cartel sobre la alcancía que decía: «si necesita, saque, si tiene, ponga».

Así que, de mañanita -y en cualquier momento en que nos vengan ganas- a intercambiar deseos con el Padre y con Jesús, con la ayuda del Espíritu que es «El Deseo mismo de intercambiar». Y si uno tiene para dar, ponga. Y si necesita, saque. Y vuelva a sacar, que por mucho que sea, si hay algo que no se agota es la Misericordia del Señor.

Diego Fares sj