Razones para el amor Razones para la alegría (30 A 2017)

 

            Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos,

se reunieron con él, y uno de ellos, que era doctor de la ley le preguntó con ánimo de probarlo:

‘Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?’

Jesús le respondió:

‘Amarás al Señor, tu Dios, con amor de gratuidad

con todo tu corazón (kardía)

con toda tu alma (psiché)

y con toda tu razón (dianoia).

Este es el más grande y el primer mandamiento.

El segundo es semejante al primero:

Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

De estos dos mandamientos penden la ley entera y los Profetas’” (Mt 22, 34-40).

 

Contemplación

Al que ama así –con todo-, el Espíritu Santo le da una alegría que nada ni nadie le puede quitar (aunque en algunos períodos haya cosas que la ensombrezcan la mirada y atribulen el corazón). Uniendo amor y alegría no me puedo resistir a poner una paginita de un periodista muy querido que dice así de sus alegrías:

“Otra alegría más: el Papa. Qué méritos ha hecho nuestro siglo para que al frente de nuestra Iglesia haya puesto Dios a este anciano tan transparentemente evangélico, tan infantilmente cristiano, tan jubilosamente constructivo, tan amigo del mundo, tan de corazón abierto, tan serenamente vivo, tan vivamente sereno, tan hermano de todos, tan naturalmente sobrenatural? Un Papa de transición! Qué despistados estuvimos todos hace cuatro años! Qué divertido este Dios que lleva a los cristianos casi humorísticamente hacia lo que precisan en cada momento! El Papa, sí digámoslo: uno de los más sólidos motivos de esperanza en esta hora. Precisamente porque es tan sencillo, precisamente porque no es el “divino inspirado” ni la “clarísima mente” ni el “omnipotente faraón”. Dios es así: comenzó llamando a los pastores en Belén y termina dirigiéndonos a través de un Pastor con mayúscula que es tierno y humano como un pastor con minúscula”.

Mientras tecleo cada una de estas palabras siento mis dedos hermanos de los de José Luis Martín Descalzo que, otro octubre, hace 55 años, tecleaban en su Remington portátil estas mismas letras, contándonos como solo sabe contar él estas “razones de su alegría” ante el Papa Juan XXIII que había dado inicio al Concilio Vaticano II.

El día antes, mientras acompañaba al Papa en el trencito con que salió del Vaticano (por primera vez en cien años, luego de haber “perdido” la Iglesia los estados pontificios) para ir a Loreto y a Asís a rezar por el Concilio, el Papa les había dicho a los periodistas:

“Conservad bien esos blocs de notas. Veréis lo que os gusta revisarlos cuando tengáis ochenta años”.

Martín Descalzo tendría ahora 87 y no es que crea solamente sino que estoy cierto, tanto como lo estaba él de que “Morir sólo es morir. Morir se acaba. Morir es cruzar una puerta a la deriva/ y encontrar lo que tanto se buscaba”, de que releerá conmigo con alegría desde su cielo, donde sigue siendo el periodista de alma que fue en la tierra, estas notas que escribió mirando como yo desde su ventana la cúpula de San Pedro iluminada, el aquella noche y yo esta madrugada.

La cuestión es que buscaba alguna cita sobre el mandamiento del amor del evangelio de hoy -que sí sé por qué lo tengo ligado a Descalzo- y me encontré con que nuestra biblioteca tiene en castellano sus cuatro tomos de: “Un periodista en el Concilio”. Los mismos cuatro tomos que papá tenía en el estante de abajo de la biblioteca del comedor de casa y que alguna vez hojeé de adolescente sin animarme a leerlos todos. Dije que sí sabía por qué tengo unido estos dos mandamientos a la figura de Martín Descalzo. Él tiene esa paginita que se llama “Mis diez mandamientos” que comienza así:

“Amarás a Dios, José Luis. Le amarás sin retóricas, como a tu padre, como a tu amigo. No tengas nunca una fe que no se traduzca en amor. Recuerda siempre que tu Dios no es una entelequia, una abstracción, la conclusión de un silogismo, sino Alguien que te ama y a quien tienes que amar. Sabe que un Dios a quien no se puede amar no merece existir. Le amarás como tú sabes: pobremente. Y te sentirás feliz de tener un solo corazón y de amar con el mismo a Dios, a tus hermanos, a Mozart y a tu gata”.

Y seguía luego, más adelante:

“No olvides que naciste carnívoro y agresivo y que, por tanto, te es más fácil matar que amar. Vive despierto para no hacer daño a nadie. Sabes que se puede matar hasta con negar una sonrisa y que tendrás que dedicarte apasionadamente a ayudar a los demás para estar seguro de no haber matado a nadie”.

 

Descalzo escribió “Mis diez mandamientos” por pedido de una emisora que lo había llamado para entrevistarlo acerca de “su decálogo”. Estaban llamando gente importante para que dijeran cuáles serían los mandamientos que impondrían al mundo para que funcionase bien y a Descalzo le chocó la cosa. Respondió a los de la emisora que para él el decálogo de la Biblia estaba “bastante bien hecho” y que no se sentía con fuerzas para intentar “mejorarlo”. Que bastante trabajo tenía ya con intentar cumplirlo. Pero que ciertamente tenía su visión personal de los mandamientos de siempre y para no desilusionarlos les compartía los que intentaba cumplir él mismo.

A mí me dio más alegría releerlo a él que tratar de rezar por mí mismo (esto de rezar con otro es uno de los mejores modos de oración, especialmente si uno se distrae o encuentra que más que rezar le da vueltas a sus propios pensamientos) así es que esta contemplación salió con sus cosas.

Confieso que me encanta ese “Amarás a Dios José Luis”. No me sale tan natural a mí decirme: “Amarás a Dios Diego”. Y sí en cambio imaginar cómo Descalzo se dice a sí mismo: “Amarás a tu Dios José Luis”.

Aquí cada uno puede detenerse y sentir qué resonancias tiene escuchar de otro este mandamiento y mandárselo a sí mismo.

Yo siento que Descalzo se habla a sí mismo con bondad (no con fastidio ni exigencia). Se habla a sí mismo con el realismo de quien se manda también: “te sentirás feliz de tener un solo corazón y de amar con el mismo a Dios, a tus hermanos, a Mozart y a tu gata”. Y reflexiono que el “todo” del mandamiento – amarás a Dios con todo tu corazón, toda tu alma y toda tu mente- no es un “todo” que signifique reproche, como si uno pudiera “tener partes de corazón que no aman a Dios”. Descalzo agarra por el lado de la aceptación: “te sentirás feliz de tener un solo corazón”, se manda. Y creo que da en la tecla, porque “todo” su corazón significa “el único real”, el que tiene, con el que “ama como sabe: pobremente!”.

Es mejor amar como a uno le sale, que no amar por no estar conforme con la idea que uno tiene del amor, de cómo “debería” amar.

 

Lo del amor al prójimo también me gusta por su realismo. Eso de “dedicarse apasionadamente a ayudar para estar seguro de no haber matado a nadie”.

Es poner la pasión en la actitud totalmente contraria a la actitud de acusarnos mediáticamente unos a otros de matar (y de robar y de mentir y de codiciar los bienes ajenos…). Si uno se fija bien, en la pasión con que nos atacamos y discutimos subyace un “estar seguros de que nosotros no hemos matado a nadie”. Si uno no estuviera tan seguro, no discutiría tan abiertamente.

En el tono de nuestras acusaciones mutuas –con muertos reales en el medio, muertos con balas en la cabeza, con agua en los pulmones y destrozados con bombas- se nota que habla esta “certeza” de que somos puros. Por supuesto que nadie se cree así de puro personalmente. Pero hemos construido una especie de “yo mediático” que se pretende no puro pero sí neutro. Un “nosotros” mediático en el que, el que habla –son muchos y van por turno-, se permite hablar como representando una voz común. Y la característica de esta “voz común” es que tiene no solo el derecho sino el deber de “tirar la primera piedra”.

Usando la imagen evangélica, podemos decir que luego de dos mil años hemos logrado un “ámbito” en el que todos podemos tirar la primera piedra sin peligro de ser acusados de pecado. Es una piedra virtual, por supuesto. Pero los efectos de sus golpes son físicos, morales, causan daño real.

Descalzo habla de todo lo contrario: de estar apasionadamente tratando de ayudar a los demás para poder estar seguros de no haber hecho daño a nadie. Es decir: no hay lugar neutro. Dado que hay gente tirando piedras apasionadamente, si uno no está ayudando apasionadamente, las piedras que lastiman personas lo convierten en cómplice.

Así, “todo el corazón, toda el alma y toda la razón” quiere decir “apasionadamente”. Es una traducción temporal, no espacial. Cuando uno se apasiona, en un momento pone todo, da todo.

Termino con algunas apreciaciones de Descalzo sobre el Concilio que iniciaba con respecto al cual, además de sus alegrías, compartía también sus temores. Un temor era el de “creer demasiado en el Espíritu Santo” y lo expresaba así: “Partir del supuesto de que el Concilio no puede fracasar”. Y agregaba esta frase tremenda y profética: “Dios sólo ha prometido que no permitirá el error, no que no pueda permitir la mediocridad”. Transcribo:

“Dios no ha prometido librarnos del palabrerío, del pietismo barato (de los cara de estampita), de las visiones personales (de las teologías de una sola escuela), del despiste en nuestra visión del mundo, del lenguaje celeste e inútil (abstracto), del “encaje de bolillos” teológico (de las trenzas eclesiásticas al hacer documentos). Dios no ha prometido librarnos de la ineficacia. El Concilio tiene garantizada la infalibilidad doctrinal, no una infalibilidad pastoral y, sobre todo, no una máxima eficacia pastoral. Esto dependerá de la oración de toda la Iglesia”.

Cincuenta y cinco años después, en algunas reacciones contra el simple revivir del Espíritu del Concilio, hace bien releer la descripción de estas tentaciones de las que hablaba Descalzo. Porque se ve que son las mismas de siempre. Para combatirlas, nada mejor que las “Razones para el amor” que nos daba el entonces joven curita-periodista, al que me complazco en dedicar esta página como un modo mío de hacer que se cumpla lo que le dijo Juan XXIII, acerca de que ochenta años después le gustaría revisar sus blocs de notas. Era el comienzo del Concilio, y el Papa soñaba con una Iglesia que prefiriese “usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad”. Quería una iglesia que al alzar la antorcha de la verdad supiera “mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella” (Discurso inicial del Concilio Vaticano II, octubre de 1962).

Diego Fares sj

 

 

El dolor compartido que implica ser un pueblo (29 A 2017)

            (Después de escuchar la parábola de la invitación a las bodas) Se retiraron los fariseos para consensuar cómo podrían “agarrar a Jesús en alguna de sus afirmaciones”.

Le enviaron a varios de sus discípulos con unos herodianos para decirle:

– Maestro, sabemos que eres sincero y enseñas fielmente el camino de Dios, que contigo no va el respeto humano, porque no te fijas en la categoría de las personas. Dinos, pues, a nosotros, (a la luz de la Ley) ¿qué te parece? ¿Es lícito dar el tributo al César o no?

Pero Jesús, conociendo su mala intención, les dijo:

– ¿Por qué me tienden una trampa, hipócritas?

Muéstrenme la moneda del tributo.

Ellos le presentaron un denario.

Y Él les preguntó:

– ¿De quién es esta imagen y esta inscripción (“Emperador Tiberio, hijo adorable del dios adorable”)?

Le respondieron:

– Del César.

Jesús les dijo:

– Devuelvan al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Sorprendidos al oír aquello, lo dejaron allí y se mandaron a mudar (Mt 22, 15-22).

 

Contemplación

Uso expresiones nuestras para traducir: Consensuaron –los fariseos- cómo podían agarrar a Jesús en alguna de sus afirmaciones.

Jesús le llama a esto “tenderle una trampa”. Y los categorizó tan rotundamente, llamándolos “hipócritas”, que la palabra hipócritas quedó para siempre asociada a “fariseos”.

Los fariseos, a diferencia de otros grupos de la época, eran personas de consenso. Habían logrado que la gente común aceptara sus interpretaciones. Los otros grupos, en cambio, eran más radicalizados: los saduceos eran pragmáticos del poder, los zelotes eran ideológicamente antiimperialistas y los esenios vivían en su mundo puro de dinámica espiritual. En cambio, los fariseos estaban en la calle, por decirlo así. Seguían a Jesús cuerpo a cuerpo y discutían con él en medio del pueblo.

Al decirles hipócritas, es verdad que Jesús les pegó donde más les dolía, pero, por otra parte, la invectiva era un reclamo (y por tanto una esperanza) de conversión, dicha en la cara. Lo que quiero decir es que había otros grupos, como el de los saduceos, que se cuidaban muy bien de mostrarse y que eran peores aún. De hecho, fueron ellos los que terminaron de consolidar la condena a muerte del Señor.

También es justo decir que un cierto agradecimiento se lo debemos a estos fariseos. En el sentido de que eran los que lograban sacar las mejores respuestas de Jesús.

Recordemos algunas que se hicieron clásicas:

el que esté sin pecado que tire la primera piedra,

lo que mancha al hombre sale de adentro de su corazón, no viene de afuera,

la ley del sábado es para el hombre y no el hombre para la ley,

si ustedes tienen un burro y se les cae en un pozo, aunque sea sábado y esté prohibido, lo sacan,

en sábado, es lícito hacer el bien o el mal? (cuando curó al de la mano paralizada),

el publicano salió justificado del templo (porque se acusó a sí mismo),

la de hoy: “devolver al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

Jesús no le tiene miedo a sus planteos. Los aprovecha para reafirmar su mensaje evangélico. Lo que les reprocha es que no pregunten para aprender sino para justificarse a sí mismos.

Y aquí me quiero detener, tomando pie en el rechazo frontal de Jesús ante los discursos hipócritas, para ver de compartir algo que sea incuestionablemente sincero: nuestro deber de honrar hoy, apenas reconocido su cuerpo por sus familiares, a Santiago Maldonado, que estuvo desaparecido durante 80 días.

Lo primero es mirar su rostro, que apareció por todos lados y seguirá apareciendo en nuestro país de desaparecidos. Mirarlo a través de los ojos de su mamá, Stella Maris, con lo que dijo de su hijo en una entrevista, un tiempo atrás:

«Él nunca tuvo militancia política. Porque descree de la política. Él tiene compromiso social. Se hace amigo de todo el mundo y apoya las causas que le parecen justas. Por eso estaba en el corte. Porque estaba con sus amigos, los chicos mapuches».

Lo segundo es caer en la cuenta de que el reconocimiento de su cuerpo también requirió de los ojos de sus familiares. Su hermano afirmó: “Pudimos ver el cuerpo. Reconocimos los tatuajes de Santiago. Estamos convencidos de que es Santiago”.

Las palabras de la mamá y del hermano son palabras en las que primero está la persona: su compromiso, sus amigos, su elección de con quiénes y dónde estar, su cuerpo, sus tatuajes.

Después viene todo lo demás, que también se centra en la persona: cómo murió, por qué, en qué medida son responsables de su muerte otras personas e instituciones, quién ayudó a saber la verdad y quién la usa para otros fines.

El sincero amor por la persona de Santiago que tienen sus familiares se nota en cómo manejan los tiempos: la familia siempre está, siempre estuvo. Se hizo patente en las diez horas que estuvieron cuidando el cadáver. También en la espera para reconocerlo delante de todos los peritos, en la espera ahora hasta que se haga una autopsia más detallada y se realice una investigación judicial que esclarezca todas las circunstancias del caso.

Es muy diferente el manejo del tiempo de los que están en cambio interesados en no quedar mal ellos o en aprovechar el hecho para desacreditar a un adversario o sacar provecho electoral.     Las mil versiones que circulan y se multiplican en todo momento, las “hipótesis”, como se les llama ahora (cada hecho tiene entre cinco y ocho hipótesis),  terminan por hacer “desaparecer” al muerto mismo.

Por eso, frente a los que quieren hacernos vivir en un país de desaparecidos, yo elijo vivir –mirar, escuchar, dar la mano, dialogar- con personas que dan la cara. Elijo mirar la cara de Santiago Maldonado. Elijo escuchar lo que dice de él su mamá. Leo y releo el comunicado de su familia, que firma “Por Santiago, por nosotros”. Me siento autorizado a entrar allí porque ese “por nosotros” me invita fraternalmente. Santiago es uno de nuestros muertos. Y debemos honrarlo: por él y por nosotros.

En el ámbito grande de ese nosotros, las palabras de la mamá me recuerdan que hay una edad en la que todos hemos sido de todo menos hipócritas. La juventud de cada pueblo se renueva en esto de estar en los cortes o en las manifestaciones porque estamos con nuestros amigos, apoyando las causas que nos parecen justas.

En el abrazo grande de ese nosotros, las palabras del hermano que confiesa que preferiría estar solo, haciendo el duelo y llorando a su hermano y no desmintiendo versiones, me resultan sanadoras. Le creo que preferiría eso. Y me ayuda a distinguir, ya que todos damos “versiones”, a los que las hacen con gusto –tanto que hasta viven de inventar versiones de cualquier cosa- de los que no pueden evitarlo, pero preferirían otra cosa.

Todo es hipotético en este mundo y de cada hipótesis podemos hacer una interna. Todo es hipotético menos la muerte de nuestros muertos.

Honrar a los que dieron su vida es lo que nos constituye como pueblo. Uno, cuando piensa en su propia muerte, si una cosa tiene clara, es que quiere “dar la vida por los que ama”. Y si en algunos casos este buen deseo no se ve claro y queda sólo para Dios, en otros casos se puede ver a través de los ojos de una madre, por ejemplo, que ve que su hijo murió por estar en los cortes con sus amigos, apoyando una causa que le parecía justa.

Estando en el extranjero, una cosa que duele y mucho es ver que nuestra patria está unida a una palabra y que esa palabra es “desaparecidos”. Yo digo, en defensa nuestra, que no es porque sólo entre nosotros desaparezca gente, porque gente desaparece en todos los países. Yo digo que es porque nosotros no nos queremos acostumbrar a que desaparezca gente. Quizás la aparición de Santiago Maldonado pueda marcar un punto de inflexión en esa mentalidad nefasta que hace pensar que si desaparece alguna gente al país le irá mejor.

La aparición del cuerpo de Santiago Maldonado hace pensar que al menos este recurso de “hacer desaparecer gente” ya no funciona. Los que lo usaron hasta hoy, tendrán que inventar otra cosa. Seguramente la inventarán y no será menos perversa, pero al menos esto –que cada familia pueda enterrar a sus muertos- será algo que no se le robe a nadie.

Que nuestros muertos no desaparezcan, no solo físicamente, sino que no desaparezcan de nuestra memoria pública porque no vamos a olvidar a los que dieron su vida para que nosotros tengamos la nuestra, es un fundamento para nuestra vida como pueblo.

Mi hermano me contaba hace un tiempo cómo le había impresionado en Inglaterra y en otros países de Europa, la cantidad de monumentos – a veces simples lápidas- con los nombres de sus muertos. Sin mucho énfasis en otras cosas, se imponía por sí mismo el mensaje de que había que detenerse un momento a honrar a los que habían dado la vida por la patria común.

Si este no es el primer discurso, todo lo demás que se diga resulta una hipocresía.

Si una nación no tiene muertos comunes a quienes honrar, no tiene nada de qué hablar.

Y si un pueblo se deja llevar por los discursos de los que matan, hacen desaparecer o usan a los muertos para “desaparecer” ellos como autores de la violencia, el robo y la mentira, es que todavía no acepta el dolor compartido que implica ser un pueblo.

Por eso es bueno que hoy nos detengamos a honrar a Santiago Maldonado.

Por él, por nosotros.

 

 

Que el Espíritu bendiga la capacidad de los pobres de sentirse invitados del Padre al banquete de Jesús -28 A 2017

                                                            Trinidad de vida, Ana Graça Bessan

Jesús les habló de nuevo en parábolas diciendo: Lo que pasa con el reino de los cielos es semejante a lo que le pasó a un rey que preparó las bodas de su hijo; envió a sus servidores a llamar a los que habían sido invitados a las bodas y no quisieron venir. De nuevo envió otros servidores diciendo: ‘Digan a los invitados: mi banquete está preparado, mis toros y animales cebados han sido sacrificados y todo está a punto. Vengan a las bodas’. Pero ellos no haciendo caso se fueron, uno a su propio campo, otro a sus negocios y los demás, echando mano a los servidores los ultrajaron y los maltrataron. El rey se llenó de ira y enviando sus ejércitos, hizo perecer a aquellos homicidas e incendió su ciudad. Entonces dice a sus servidores: ‘Las bodas están listas, pero los invitados no eran dignos, vayan pues a los cruces de los caminos y a cuantos encuentren invítenlos a las bodas’. Y saliendo aquellos servidores a los caminos, reunieron a cuantos encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas se llenó de comensales. Entrando el rey a ver a los que estaban a la mesa vio allí un hombre que no vestía el vestido de bodas y le dice: ‘Compañero,¿cómo entraste acá, no teniendo el vestido de bodas’? El no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los servidores: ‘Atenlo de pies y manos y arrójenlo a las tinieblas de allá afuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes’. Porque muchos son los llamados pero pocos los elegidos” (Mt 22, 1-14).

Contemplación

En la parábola de hoy, lo que más me llama la atención es –no sé si esta es la palabra- la obstinación del rey con la celebración de las bodas de su hijo, con que todo salga bien.

Lo que depende de sólo de él y de sus servidores, sale impecable. Se puede ver en lo que manda a decir a los invitados: “Miren, mi banquete está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto”. Lo que depende de la libertad de los otros, se complica, y mucho.

Pero al contemplar hoy no siento deseo de poner el acento en los invitados, sino en el Rey al que por ahora llamo obstinado, aunque no sea la palabra justa.

Como en la parábola del Padre misericordioso, en la que las actitudes de los hijos sirven para comprender que debemos “ser perfectos en misericordia (y no en autorrealizarnos), como el Padre”, frente a todo endurecimiento del corazón, aquí me interesa más contemplar al Rey que a los invitados.

Los invitados representan todos los tipos de rechazo a la invitación a la fiesta, que es lo importante. Unos porque que están en otra cosa y no les interesa, otros porque, como bien lo demuestran sus actos de violencia, son malos y matan a los servidores, y el último, el que no se puso el vestido de fiesta y –lo que es más grave- ni siquiera se excusó ni dio muestras de arrepentimiento sino que se quedó callado, puede ser que represente a los que no se sabe por qué no se suman al esplendor de la fiesta, pero de hecho no se suman.

Los ejemplos sirven, pues, para ver la decisión del Rey, al que no lo detiene ni deprime ningún rechazo ni ningún obstáculo.

Él va adelante con la fiesta de bodas de su hijo y cuida que nada empañe la alegría de la celebración.

A los que mataron a sus servidores, los manda matar e incendia su ciudad. En el otro extremo, al que con su actitud puede poner una nota discordante en la fiesta, simplemente lo hecha sin dar muchas vueltas. Si nos parece excesivo, tengamos en cuenta que no se trata de una parábola de misericordia. Si fuera así, habría que compadecerse de este pobre tipo que se liga un reto que parece desmesurado (sin embargo, es común que, si entra un desubicado en una ceremonia, uno haga que lo saquen. En todo caso, se lo atiende en otra parte, pero no se puede permitir que arruine la entrada de los novios, por ejemplo). Aquí la cosa es más drástica, porque la fiesta es “la última” –son las bodas del Hijo con la humanidad-. Los pobres –buenos y malos- han sido invitados y vestidos de fiesta y no hay más tiempo ni lugares a dónde ir que no sean o en la Fiesta o afuera, donde hay llanto y rechinar de dientes.

Despejamos, pues, la cuestión de los invitados: de los que están en la suya, de los que están en contra y de los que son “ni”. Y tomamos nota de los que aceptaron la invitación y “llenaron la sala de bodas como comensales”. Estos se suman al deseo del Rey, que quiere que las bodas de su hijo sean algo especial y contribuyen con su presencia. Saben que son invitados “de tercera” (ni siquiera de segunda) y aceptan ponerse el vestido que les dan y que los “hace dignos” de estar en una fiesta real, en una fiesta así. Los otros mostraron, con sus actitudes, “que no eran dignos”. Ese fue el juicio categórico del Rey para calificar su rechazo. Estos, buenos y malos (Lucas agrega “pobres, lisiados, ciegos y tullidos”) son dignos, no porque tengan méritos propios, sino porque aceptan la invitación y el vestido y lo hacen de corazón. Es como cuando uno se da cuenta de que está en un lugar más alto del que le corresponde y trata de no desentonar para ayudar al dueño de casa a que su fiesta salga bien. No sabría describir bien un ejemplo, pero hay situaciones en las que se da cierta complicidad entre alguien muy poderoso y rico y alguien muy humilde y pobre. Quizás este tipo de situaciones sólo se de en una fiesta de bodas, en las que un detalle (como el que estaba mal vestido) puede amargar la fiesta y, por el contrario, hay muchos pequeños detalles de gente atentam que “salvan la fiesta”, que solucionan un problema como el de que “no haya lugares vacíos”, por ejemplo. Digo esto porque pienso que tampoco es que los invitados que se excusan fueran tan tan importantes. Seguro que en una fiesta así había muchos más invitados. Los de la propia familia, por comenzar. Y otros de otros reinos, ya que se trata de un rey. Estos más bien parecen los del propio reino y vienen a “llenar” la sala. Son un poco de relleno, digamos. Como para no darles mucha importancia… Y con esto llego por fin a lo que quería hacer, que era no darles mucha importancia, para poner la atención en el rey “obstinado”.             Esta “obstinación” en que todo salga perfecto, revela la actitud del rey frente a los obstáculos. Pero, una vez salvados y mejor aún relativizados, todos los rechazos y problemas, vemos que surge otra cosa: surge el hijo y su fiesta de bodas.

La Fiesta del Banquete de Bodas se hizo –se está celebrando- y salió -está saliendo- perfecta, gracias a muchos y pese a algunos. El rey entra en ella para ver cómo va todo y cuida de que nada arruine la alegría de la Fiesta (en Lucas le dicen que “todavía hay sitio” y él manda que “obliguen a entrar gente hasta que se llene la casa”). Lo importante es la Fiesta de bodas, lo importante es el hijo y su esposa, que seguramente será como dice el Salmo: “Toda espléndida, la hija del rey, va adentro, con vestidos recamados en oro; con sus brocados es lleva ante el rey” y “prendado estará el rey de su belleza” (Sal 45, 11-14).

La Fiesta es la Fiesta de Bodas del Cordero –que simboliza el establecimiento definitivo del Reino de los Cielos ya en nuestra historia- y por eso, como dice el libro del Apocalipsis: son “Bienaventurados los que están invitados a las Bodas del Cordero” (Ap 19, 9).

Es esta una Bienaventuranza muy especial. Porque están otras en las que la condición es algo en lo que está implicada la vulnerabilidad humana. Hago un paréntesis para recordar que el Papa afirmó que esta vulnerabilidad nos es “esencial”. En Cartagena, una niña discapacitada intelectual –Leda María- le dijo al Papa algo que lo emocionó mucho. Y el Papa le pidió que lo leyera de nuevo porque era importantísimo. Ella leyó pronunciando cuidadosamente cada palabra y levantando varias veces los ojos para conectarse con Francisco: “Queremos un mundo en el que la vulnerabilidad sea reconocida como esencial en lo humano. Que lejos de debilitarnos nos fortalece y dignifica. Un lugar de encuentro común que nos humaniza”. Pues bien, hay bienaventuranzas que bendicen nuestra vulnerabilidad: nuestra pobreza, nuestro llanto, nuestra paciencia, las persecuciones… Ésta en cambio es una bienaventuranza final y bendice nuestra capacidad de ser invitados por el Padre a la fiesta de bodas de su Hijo con la humanidad.

Uno tiene muchas cosas que trabajar y mejorar en su vida, pero es fundamental trabajar esta: la capacidad de ser invitado. Y hay que tener “el aceite en la lámpara” y “aceptar que a uno le pongan el vestido”. El Padre, como el Rey de la parábola, es –al igual que Jesús- fundamentalmente un “invitador”. Es decir: alguien que prepara y realiza cosas muy lindas y que invita a participar. Ni las hace para él solo ni obliga a nadie: invita. Pero invita insistentemente –con obstinación, diría- y no acepta que ningún rechazo arruine su fiesta. De última uno puede optar por quedarse o ser echado fuera. Aunque el “afuera” sea tenebroso y lleno de llantos, hay un afuera. Eso sí, no se puede pedir que el “afuera del amor” sea lindo o neutro.

Con esto hemos caracterizado al rey como una Persona que invita, como un Rey que recibe en su casa, que sienta invitados a su mesa y los atiende cuidadosamente. La palabra es buen anfitrión. Los sinónimos no dan –hospitalario, invitante, acogedor, hospedador-. Quizás es porque no hay tantos “reyes” y la actitud tenga que ver con alguien cuya condición sea real, en el sentido de que esté por encima de sus huéspedes y se note que recibirlos bien y atenderlos magníficamente se debe a su magnanimidad y no a los derechos de los otros. Algo de esta experiencia se da hoy cuando el Papa recibe a alguna persona humilde y la hace sentir especial. Me lo decía por whatsapp la mamá de un adolescente que salió de un coma profundo y que tuvo una invitación para ir a la audiencia de los miércoles: “No puedo creer estar aquí”. Y después, viendo las fotos, me decía que, en el momento, por la emoción, no se había dado cuenta de que Francisco había tenido todo el tiempo la mano sobre el hombro de su hijo…

………….

Y hablando de manos de padre, paso a Manos Abiertas, que este fin de semana festeja en el Encuentro Nacional, sus 25 años de vida. Estos encuentros, que en algún momento por el trabajo que implica organizarlos (y que siempre recae en los mismos animosos que no saben decir que no) alguno planteó espaciarlos de un modo más funcional y que otros insistimos en que, si se había dado como una gracia de esas que surgen por la acción espontánea y carismática que tanto le agrada al Espíritu Santo, lo mejor era alimentar la gracia y no restringirla, estos Encuentros, digo, gozan de esa bienaventuranza de la Fiesta: “Bienaventurados los que están invitados a las Fiestas de Manos Abiertas”, podemos bien decir.

Son encuentros en los que se dan todas las gracias y los frutos que el evangelio describe para el banquete que será el cielo: uno se reencuentra con gente amiga y descubre amigos que no sabía que tenía y que están en lo mismo; hay alegría, comida compartida, testimonios de vida, eucaristías lindas, proyectos y sueños, obras nuevas…

Todo gira en torno a los otros invitados –a los patroncitos y a las patroncitas- que en cada obra participan de este mismo espíritu. La condición de todos, eso que se le ha regalado a cada uno de los que formamos parte de Manos Abiertas, es la de “invitados”.

E “invitados de tercera”. Invitados para “invitar a otros” –pobres, lisiados, ciegos y tullidos, buenos y malos-, es decir “invitados servidores”.

Este espíritu de “sentirse invitado indigno” y “hecho digno”, vestido de fiesta, hace brillar que el único “Dueño de casa” es el Padre y que la Fiesta es para Jesús con su Esposa –la Iglesia pueblo de Dios que reúne a todos los pequeños de la tierra-.

Esta gracia de sentirse “invitado” –y no dueño- se cultiva con la memoria agradecida de quién era uno antes de que lo invitaran, en qué andaba y qué le faltaba y qué recibió participando en Manos.

Esta gracia de sentirse invitado se mantiene y se cuida con dos actitudes más, una positiva y otra de resistencia. Positivamente, uno cuida el ser invitado sirviendo. No acomodándose ni exigiendo, sino sirviendo a los demás.

Negativamente, se ve si uno realmente no se la cree y sigue sintiéndose invitado, si en la práctica rechaza toda actitud de patrón y de funcionario. Si uno no se enoja de que le paguen a los últimos igual que a los primeros, si uno perdona deudas chicas y no se indigna por cualquiera que le debe cinco pesos siendo que le han perdonado un millón, si uno entra a la fiesta cuando el Padre le festeja a algún hermano pródigo que regresa…

La gracia de ser buen anfitrión, como el Rey de la parábola, es una gracia linda que nuestro amigo el padre Rossi ha recibido y a la que, con ayuda de muchos, hace dar fruto como el buen servidor de la parábola de los talentos. Somos siempre más los que gozamos de este carisma suyo de hacernos sentir a todos bien recibidos. Es una gracia que tiene un ida y vuelta muy especial: se nota, paradójicamente, en la manera que tiene Rossi de ser buen huésped, de hacer sentir cómo se siente a gusto cuando es invitado a visitar a otros por todo el país. Es una gracia grande. No es solo simpatía y bondad natural. Es una gracia de Paternidad, de brazos amplios para abrazar a muchos. Y de obstinación para superar todos los conflictos, rechazos y complicaciones que salgan, cosa que lleva sus buenos disgustos y angustias. Es gracia de fe. Rossi es una persona que cree – y nos ha embarcado a muchos en esta misma fe- con fe inquebrantable en que nuestro Padre tiene preparado un lugar para cada uno –esto se hace realidad en cada casa de Manos Abiertas- y de verdad desea que su salón de Fiesta se llene de comensales. Y por eso es que sale tanto a invitar gente para fiestas nuevas. Damos gracias por eso y como invitados servidores pedimos al Espíritu que bendiga la capacidad de los pobres de sentirse invitados del Padre al banquete de Jesús.

Diego Fares sj

La parábola de la tierra que se nos alquila para que compartamos con equidad sus frutos (27 A 2017)

 

Moscatel-Alejandria

Jesús dijo a los ancianos y sumos sacerdotes…

Escuchen otra parábola:

Había un hombre, padre de familias, que plantó una viña y la cercó, cavó en ella un lagar y edificó una torre, la alquiló a unos viñadores y se marchó a un país lejano.

Cuando se aproximaba el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los viñadores para recibir sus frutos.

Y los viñadores, agarrándolos, a uno lo golpearon, a otro lo mataron y a otro lo apedrearon.

De nuevo envió otros siervos, en mayor número e hicieron con ellos otro tanto.

Por último, envió a su propio hijo, diciendo: Respetarán a mi hijo.

Pero los viñadores, viendo al Hijo se dijeron entre sí: Este es el heredero, matémoslo y quedémonos con su herencia.

Y agarrándolo lo arrojaron fuera de la viña y lo mataron.

Cuando venga el dueño de la viña ¿qué hará con aquellos viñadores?

Le respondieron: A los malvados los hará perecer malamente y arrendará la viña a otros viñadores que le pagarán los frutos a su tiempo.

Les dijo Jesús: ¿No han leído en la Escritura el pasaje que dice:

La piedra que rechazaron los constructores ha venido a ser la piedra angular.

Esto ha sido obra del Señor y es algo maravilloso a nuestros ojos?

Por eso les digo que a ustedes les será quitado el reino de Dios

y se le dará a gente que le haga dar frutos.

Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír estas parábolas, se dieron cuenta que las decía por ellos. Y buscaban el modo de detenerlo, pero tenían miedo de la multitud, que lo consideraba un profeta (Mt 21, 33-46).

 

Contemplación

El título tradicional de esta parábola es “los viñadores homicidas”. Y creo que la vuelve un poco lejana. La imagen del buen pastor ha quedado grabada en el imaginario de nuestra cultura, quizás porque se la relaciona a las ovejitas y trae a la mente las relaciones familiares de paternidad para con los pequeños. Por contraste, la imagen del mal pastor, del mercenario que trabaja por dinero y no defiende a las ovejas de los lobos, también se impone por sí misma. La contraposición buen pastor vs mercenario impacta en lo eclesial porque toca algo personal. Me hace examinar si pastoreo mi rebañito de corazón o no me comprometo del todo y busco más mi interés que el de las ovejas.

En cambio, esta parábola de la viña toca relaciones más lejanas.

De hecho, la imagen del Viñatero que planta su viña –y le pone todo lo que tiene que poner-, se la alquila a unos contratistas y se va a un país lejano, nos habla tiempos largos y de relaciones laborales y comerciales.

A mí se me hace que el Señor les refleja a los encargados del Templo y del Pueblo su mentalidad. La imagen que tienen de Dios es la de un Empresario que les alquiló la Viña, es verdad, pero después se fue a un país lejano. Detrás está la imagen ancestral de un Dios que plantó el jardín en el Edén y se lo encargó a Adán para que lo cultivara.

Hoy en día también tenemos la imagen de que “debe haber un Creador”, pero en todo caso se trata de alguien “lejano”. El misterio de la creación de esta “viña hermosa” que es nuestro planeta se remite a un pasado de millones de años luz.

Sin embargo, hay dos detalles que nos dicen que esta imagen de lejanía, la del Empresario que se fue a un país lejano, no es la que tiene Dios en su corazón. Se ve en el cariño que le puso a la plantación de su viña, cómo la dotó con todo lo que tenía que tener: la cerca, el lagar para pisar la uva y la torre para vigilar. El otro detalle es íntimo: Jesús revela que el Viñador pensó que “respetarían a su hijo”. Es decir que estos contratistas eran gente que él consideraba amiga.

Estos detalles acentúan el hecho de cómo estos tipos fueron endureciendo su corazón al punto de llegar a asesinar al heredero.

El pensamiento maligno que se fue apoderando de su corazón fue “quedarnos con la herencia”. La palabra es “tomamos” -tomamos la herencia- en el sentido de ganamos posesión, nos apoderamos…

La reacción de los oyentes fue espontánea. Se ve que la narración del Señor les hizo sentir indignación ante la actitud miserable de los contratistas. Por eso a la pregunta de Jesús, de qué hará con esta gente el Dueño de la viña cuando vuelva, es: “A esos miserables les dará una muerte miserable y arrendará la viña a otros labradores que le paguen los frutos a su tiempo”.

Llama la atención un juicio tan claro por parte de los oyentes. Es como si se hubieran dejado llevar por la narración y recién después hubieran caído en la cuenta de que “se refería a ellos”. Dice Mateo: “Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír estas parábolas, se dieron cuenta que las decía por ellos. Y buscaban el modo de detenerlo, pero tenían miedo de la multitud, que lo consideraba un profeta”.

Lo que pasa es que el Señor ha tocado un punto sensible para la ética de su tiempo: la cuestión de la tierra.

Mientras duró la costumbre, el pueblo de Israel tenía una medida muy concreta que encarnaba la doctrina de que “el único Dueño de la tierra es Dios y los hombres la tenemos en usufructo”. Esta medida era la que se llevaba a cabo en el Jubileo, cada 50 años. Consistía en todo hombre volvía a su posesión hereditaria (la de la distribución por tribus que se había hecho a partir de la entrada de Israel en Canaán, la Tierra Prometida) y recuperaba las tierras que su familia había ido vendiendo por necesidad. También tenía derecho a recomprar sus tierras cuando quisiera al precio de mercado, diríamos. Que era un precio que disminuía a medida que se acercaba el jubileo, porque las tierras tenían el valor de las cosechas que podían producir (¡!). En la bienaventuranza de los “humildes y mansos” (praus) que “heredarán la tierra” (Mt 5, 5), el Señor tiene en cuenta esta imagen de un jubileo cercano y real, cosa que para nosotros es algo impensable dada nuestra concepción de que, si uno tiene un título de propiedad, es dueño absoluto de su tierra, sin importar mucho cómo lo haya obtenido.

Hago un paréntesis: hoy en nuestra patria –debido a la desaparición de Santiago Maldonado, hecho que no debe dejar de considerarse como inaceptable, se ha vuelto visible el que muchos pueblos originarios estén reclamando parcelas de sus tierras. Lo hacen desde esta mentalidad “antigua” que, por otra parte, es la de nuestra Constitución (art. 75) y la de la OIT (Organización Internacional del Trabajo) de la cual somos miembros (El convenio 169 que habla del «derecho – de los pueblos originarios- de regresar a sus tierras tradicionales en cuanto dejen de existir la causas que motivaron su traslado».

cfr. http://www.lanacion.com.ar/2068906-dos-de-cada-diez-comunidades-indigenas-reclaman-tierras-en-la-provincia-de-buenos-aires).

Estas consideraciones no deben ser un “paréntesis” de cuestiones políticas en medio de un discurso evangélico. Lo que es necesario reflexionar, a propósito de esta parábola de los “contratistas homicidas”, es que para entenderla hace falta entrar en la mentalidad de la época del Señor (que unía lo religioso y algo tan concreto como el derecho a la posesión de la tierra) y establecer la relación con nuestra mentalidad (que tiende a separar el discurso espiritual de lo social y político).

La parábola indigna a los oyentes del tiempo de Jesús porque el simple hecho de querer “apoderarse de la herencia” es algo inaudito. De hecho, esas tierras deberían volver de todas maneras al dueño al llegar el jubileo. Por lo cual, mataron al hijo nada más que por “el precio de algunas cosechas”, que es lo que significaba “apoderarse de la herencia”.

Hoy en día, el estado del planeta, con todos los riesgos de desastres ecológicos en los que nos vemos envueltos, vuelve a poner sobre la mesa la realidad de que no somos dueños de la tierra sino que se nos ha dado en usufructo.

Es aquí donde la mentalidad de “las pequeñas culturas”, como les llamó el Papa en México, tiene una sabiduría en su relación con nuestra Madre Tierra, que debemos escuchar y apoyar. Esos pueblos, que muchos ni consideran, ya que numéricamente son pocas personas, tienen un valor agregado, que es el de una identidad ancestral que les da pertenencia.

Una pertenencia a los suyos, que los hace más solidarios,

una pertenencia a la tierra, que los hace más respetuosos,

y una pertenencia política más antigua que la del Estado actual, que los hace más humildes y pacientes a la hora de reivindicar derechos de posesión (decía uno que sus derechos están atrasados 200 años. Y siguen pacientemente reclamando).

 

La clave de la parábola está en los frutos. Todos –Jesús y los sumos sacerdotes y los fariseos- concuerdan en ello: en que la viña se debe dar a los que paguen los frutos a su tiempo.

Este pagar habla de dinero repartido justa y equitativamente, a cada uno lo suyo y en el tiempo justo.

A esto apunta lo que dice el Deuteronomio cuando habla del Jubileo y de perdonar las deudas cada siete años: “Y no habrá indigentes entre ustedes, ya que el Señor te bendecirá de verdad en la tierra que el Señor tu Dios te da por heredad para poseerla” (Dt 15, 4-5).

Con estas reflexiones que remueven un poco la tierra de nuestro corazón, puede caer en tierra buena todo lo que dice Laudato Si acerca de la crisis actual. Leamos a manera de “sacar fruto de la contemplación”:

Convengamos todos en que la crisis es una sola: ecológica, cultural, social y personal.

“No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental. Las líneas para la solución requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cui- dar la naturaleza” (LS 139). Por tanto: “Si la crisis ecológica es una eclosión o una manifestación externa de la crisis ética, cultural y espiritual de la modernidad, no podemos pretender sanar nuestra relación con la naturaleza y el ambiente sin sanar todas las relaciones básicas del ser humano” (LS 119).

Reafirmemos interiormente que hacen falta las “pequeñas culturas” y la “espiritualidad de cada persona”. No solo es cuestión de soluciones Macro que dependen de los grandes estados.

“Si tenemos en cuenta la complejidad de la crisis ecológica y sus múltiples causas, deberíamos reconocer que las soluciones no pueden llegar desde un único modo de interpretar y transformar la realidad. También es necesario acudir a las diversas riquezas culturales de los pueblos, al arte y a la poesía, a la vida interior y a la espiritualidad” (LS 63).

Esta espiritualidad ecológica-social ayuda a alimentar la pasión por el cuidado del mundo y tiene algunas características distintivas:

Es una espiritualidad en la que “Menos es más”. Una espiritualidad de crecimiento con sobriedad y capacidad de gozar con poco

“La convicción de que «menos es más». La constante acumulación de posibilidades para consumir distrae el corazón e impide valorar cada cosa y cada momento. En cambio, el hacerse presente serenamente ante cada realidad, por pequeña que sea, nos abre muchas más posibilidades de comprensión y de realización personal” (LS 222).

Es una espiritualidad que hace sentir la fraternidad universal: podemos sentirnos hermanos de toda persona

“Hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos” (LS 229).

Es una espiritualidad que se compromete en alguna de “las innumerables asociaciones que intervienen a favor del bien común” (LS 232) y practican la “cultura del cuidado”

“El amor a la sociedad y el compromiso por el bien común son una forma excelente de la caridad, que no sólo afecta a las relaciones entre los individuos, sino a «las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas»” (LS 231).

Hoy no pareciera viable pensar en un Jubileo en el que se fijaran, de una manera más equitativa, los límites de países que fueron establecidos luego de guerras, arbitrariamente, por las potencias vencedoras, muchas veces de modo muy artificial y contribuyendo a fomentar las guerras internas entre etnias y tribus para mantenerlas dominadas (pensaba en la salida al mar de Bolivia, por ejemplo).

Sí en cambio es viable una mejor distribución de las tierras y del dinero en cada país, favoreciendo al que da frutos (al que crea trabajo, por ejemplo) y no al que utiliza bienes comunes como si fueran solo propios. Tampoco, creo,  es bueno flexibilizar leyes que permiten que las tierras que dan frutos sean propiedad de grupos inversores con mayoría de acciones en manos de extranjeros (en argentina, por ej. de 31 millones de hectáreas cultivables, 7,5 millones pertenecen a estos grupos. Cfr. http://www.radiografica.org.ar/2017/02/12/informe-la-verdadera-proporcion-de-tierra-argentina-en-manos-extranjeras/).

Y más viable aún es que cada familia y cada persona se comprometa en alguna obra solidaria y en ella ponga su trabajo, su corazón y su creatividad y tenga un lugar concreto donde compartir el dinero que considere que es equitativo que reparta, ya que es “un fruto” de un planeta y de una situación social que han permitido y favorecido su trabajo.

Diego Fares sj