Termómetro de la humildad: Cuanto más gente mejor que uno reconoce uno, es que menos se la cree (14 A 2017)

“En aquel momento de gracia Jesús dijo:

Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,

y concuerdo plenamente contigo en que

habiendo ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes

se las has revelado a los pequeñitos.

Sí, Padre porque así lo has querido.

Todo me ha sido dado por mi Padre

y nadie conoce al Hijo sino el Padre,

así como nadie conoce al Padre sino el Hijo

y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar.

 

Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados,

y Yo les daré un descanso.

Tomen el yugo mío sobre ustedes

y aprendan de mí,

pues soy manso dulce, pacífico y humilde de corazón,

y  encontrarán alivio para sus almas,

pues mi yugo es suave

y mi carga liviana” (Mt 11, 25-30).

 

Contemplación

 

Este pasaje tan consolador del Evangelio, en que Jesús homologa lo que hace al Padre, que oculta sus cosas a los sabios y prudentes y se las revela a los pequeñitos –al pueblo fiel de Dios-, Mateo y Lucas lo ponen en contextos diferentes.

Siempre lo he relacionado con la misión de los setenta y dos discípulos que regresan después de haber predicado el reino y Jesús, “lleno de gozo en el Espíritu Santo”, exclama: “Yo te bendigo, Padre”. Pero en Mateo, el contexto es diferente. Jesús dice estas palabras después de una dura crítica a su generación, a la que no hay “nada que les venga bien” y de una fortísima maldición: “Se puso a maldecir a las ciudades en las que había realizado la mayoría de sus milagros, porque no se habían convertido” (Mt 11, 20).

Jesús se da cuenta de que sólo la gente sencilla, los pequeñitos, lo reciben y lo escuchan, mientras que muchos que son gente de peso en la sociedad, lo cuestionan y no se quieren convertir. Entonces, toma la palabra y bendice al Padre. Lo “homologa” dice Mateo. No solo no se queja de que las cosas vayan así, de que haya desprecio y críticas de los “sabios y prudentes”, sino que le parece que esto es parte del plan de su Padre y concuerda plenamente con Él. Está bien que sea así. Lo importante es que lo acojan los pequeñitos.

Y como esos pequeñitos son los que están cansados y agobiados, oprimidos por el peso de la vida y la falta de ayuda de la sociedad, a ellos dirige el Señor toda la compasión, toda la ternura y la misericordia de su Corazón: “Vengan a mí, dice, todos los que están fatigados y agobiados, que yo los aliviaré”.

Veamos el accionar de Jesús: juzga, maldice, bendice y compadece.

Juzga a su generación duramente.

Maldice sin contemplaciones: “Y tú Cafarnaún, hasta el cielo te vas a encumbrar? Hasta el infierno te hundirás”.

Bendice y alaba al Padre con toda la alegría de su corazón.

Y se compadece tiernísimamente, con dulzura y mansedumbre, de los más miserables y agobiados.

El corazón humilde y manso de Jesús posee una energía indescriptible que podemos vislumbrar en este “ponerse a maldecir” y en este “llenarse de gozo”. Es capaz de una ironía demoledora –“ustedes son como esos adolescentes a los que no hay nada que les venga bien- y de una pedagogía suave –“aprendan de mí, que soy dulce y pacífico de corazón”.

El Padre Cantalamessa pone este ejemplo: “Cuanto más alta es la tensión y más potente la corriente eléctrica que pasa por un cable, más resistente debe ser el aislante que impide a la corriente descargarse al suelo o provocar cortocircuitos. La humildad en la vida espiritual es este gran aislante que permite a la corriente de la gracia divina pasar a través de una persona sin disiparse, o lo que sería peor, provocar llamaradas de orgullo o de rivalidad”.

La humildad custodia los carismas. Hace que fluyan para bien común. El mal espíritu en cambio o trata de que su energía se disipe y se malgaste o tienta para que quemen al mismo agraciado, por el orgullo y la vanidad, o hace que susciten peleas de envidia, competencia y agresividades, con los que tienen otros carismas.

El Padre se revela a los humildes por medio de su Hijo humilde.

El pueblo fiel de Dios tiene esta gracia de encauzar bien la fuerza de la gracia para bien común y de resistir al mal pacíficamente. En estas actitudes se concreta esa gracia del Espíritu Santo que hace que el pueblo fiel sea infalible in credendo, como siempre recuerda el Papa Francisco.

No hay que interpretar esto como si se dijera que el pueblo fiel escribe o hace de árbitro en las discusiones de los teólogos.

Los sabios y prudentes se burlan un poco de la fe de la gente porque sus formulaciones y su estética les parecen poco elaboradas.

Sin embargo, bajo este “aislante” humilde de la religiosidad popular, que recicla lo que encuentra más a mano para revestir su vida, corre una corriente poderosa de revelación pura del Padre y un aprendizaje profundo de la caridad y la misericordia de Jesús.

La gente seria de la época del Señor consideraba que la gente lo seguía porque era un milagrero, un populista, diríamos hoy. Jesús en cambio, valoraba la fe de la gente como un don único del Padre.

Ahora bien, la categoría de pequeñitos hay que entenderla bien, literalmente. Los pequeñitos no son pequeñitos “de estampita”. Son los “nepioi”, que quiere decir los inmaduros, los ignorantes, la mano de obra no cualificada.

Se oponen a los “teleioi”, que son los perfectos, los más avanzados, los cultos y capacitados.

Estos defectos y virtudes comunes se transforman al “tocar” a Cristo. Lo que es positivo mundanamente hablando pareciera que se convierte en negativo. Y viceversa: lo que para el mundo no cuenta, pareciera que es lo que más ayuda a “descubrir” y “valorar” quién es Jesús.

Paradójicamente, son nuestros pecados los que nos ayudan a experimentar la misericordia de Jesús. El que considera que no tiene ningún pecado “grave” –como se dice-, se impermeabiliza para con la misericordia. En cambio, el que está “fatigado y agobiado”, encuentra en Jesús un descanso.

Una categoría que quizás ayuda es la de “ordinario”, con la carga negativa que puede contener. El Padre le revela a Jesús a la gente ordinaria.

Ordinaria en el sentido de que “no se la cree”: no se siente superior a otros.

Esto de creérsela es algo que atraviesa todas las clases sociales y todas las edades de la vida. Lo decimos: es un niño “creído”. Los futbolistas valoran a uno que juega bien y es humilde: “no se la cree”. La gente se da cuenta cuando el cura que predica “es creído”. Las modelos, cuando critican a otra dicen: “quién se cree que es esa”. Entre los compañeros de trabajo se distingue al que se cree superior, siendo que es un empleado como cualquiera.

En penúltima instancia, si uno se la cree o no sólo lo puede ir juzgando cada uno en la intimidad de su conciencia. Y, en última instancia, sólo el Señor nos lo puede hacer ver con su misericordia infinita.

Como lo de “creérsela” tiene mucho de comparativo, es fluctuante ver cuánto nos la creemos si solo nos comparamos con los demás. Por eso Jesús es la piedra de toque.

Jesús y también sus santos –los especiales, sí, pero sobre todo los santos ordinarios, la gente buena que da la vida con amor.

¿Qué quienes son los santos ordinarios?

Si usted es de los que hacen esta pregunta, entonces está en el horno (el de la credidurez). Porque el termómetro para ver hasta dónde uno es humilde o se la cree es uno que mide lo siguiente:

Cuanto más gente mejor que uno reconoce uno, menos se la cree.

Y cuanto menos gente mejor que uno reconoce uno, es que más se la cree.

Porque Jesús es un Jesús presente en los ordinarios, no hay otro Jesús que este.

Por eso hablo de la gente que nos rodea. Con la cual convivimos. No estoy hablando de reconocer que Messi sabe más de fútbol que un comentarista (y aquí hago un excurso porque hay comentaristas –profesionales y de café- que consideran que Messi juega mejor que ellos, por supuesto, pero que sus opiniones sobre el seleccionado son totalmente erróneas y parciales. He escuchado decir que se rodea solo de sus amigos y los protege, aunque el seleccionado pierda, y que en el fondo es un egoísta que no quiere a su patria. Por supuesto que te muestran una foto en la que se ve que no cantó el himno. Pero, digo yo, cuando alguien habla así, ¿de qué está hablando? Ciertamente, no de fútbol. Porque puede ser que Messi tenga sus ideas de lo que es mejor y puedan discutirse, pero pensar que “no sabe” es confundir un saber abstracto con el saber vital. Estos sabios y entendidos preferirían hacernos ver un partido de play-station, armado por ellos, a un partido real. Y pensar que no le gusta jugar, ganar y ganar con el seleccionado, es signo de una ceguera de tal magnitud que sólo la soberbia o el interés económico pueden justificar. Y, sin embargo, hay gente que se traga esos discursos y cuando lo ve a Messi cansado o deprimido en un partido en el que no le salen las cosas, en vez de sentir que a él le debe doler más que a uno, porque él está en la cancha, le viene a la mente el discurso perverso que le inocularon y dice: este no quiere a la Argentina).

La alegoría futbolística, si ayuda a discernir, bienvenida sea. Y si no, como decía mi abuela de la leche caliente con miel y cognac cuando uno tenía tos: aunque no te cure del todo, vos tomala que hace bien y es rica.

Hay una frase de Einstein que viene bien para terminar la contemplación de hoy. Decía el genio: “Mi religión consiste en una humilde admiración del ilimitado espíritu superior que se revela en los pequeños detalles que podemos percibir con nuestra frágil y débil mente”.

No dudo de que al Señor, esta frase le habrá encantado.

Diego Fares sj

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