“Jesús dijo a sus apóstoles:
El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí.
Y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mi.
El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.
El que encuentra su vida la perderá y el que pierda su vida por mí la encontrará.
El que los recibe a ustedes me recibe a mí y el que me recibe a mí recibe a Aquel que me envió.
El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá recompensa de un profeta,
Y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá recompensa de un justo.
Les aseguro que cualquiera que dé de beber aunque sólo sea un vasito de agua fresca,
a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa” (Mt 10, 37-42).
Contemplación
El que pierda su vida por Mí… la encontrará!
Perder la vida por Él. Por Jesús.
Perderla por la gente, por los más pequeñitos, por los demás.
Perder la vida en esas tareas pequeñas en las que se nos puede pasar una manaña, como cuando buscamos cómo dar mejor un vasito de agua fresca a uno de sus pequeños…
El agua fresca de la canilla.
El vastio de agua de un criterio evangelico, que nos hace mirar distinto.
O el agua fresca de las parábolas, esas fuentes de agua viva.
Las parábolas del Señor estan distribuidas a lo largo de nuestra vida como las fuentes de Roma. Lo más hermoso de Roma es que de sus fuentes se pueda beber. La gente lleva en sus mochilas una pequeña botella de plástico para cargarla cuando tenga sed.
Las parábolas… Urge discernir en qué parábola estamos viviendo en el momento presente. Y también a qué parábola nos invita el Señor a ir.
El Papa Francisco nos dice que la parábola del Buen Samaritano es clave en nuestros días. A su luz debemos leer las otras. El hijo pródigo, por ejemplo, no es tanto uno que vuelve por sí mismo suscitando la indignación de su hermano mayor que reclama justicia; hoy es un hijo pródigo que Jesús nos trae porque lo encontró tirado por el camino. Uno que ni siquiera puede llegar por sí mismo a la casa del padre. Uno al que los salteadores modernos lo suben a un gomón y en medio del mar lo tiran al agua o lo dejan a la deriva para que otros lo rescaten.
Desde la parábola del Buen Samaritano hay que leer también la parábola de la invitación a la Fiesta de bodas; ese momento en que –como los invitados con derecho no vienen- el padre manda a buscar a los pobres y enfermos y los sienta a su mesa, vistiéndolos con vestido de fiesta.
Lo que quiero decir es que la parábola del Buen Samaritano da el tono a las otras y hace descubrir en ellas ese momento en el que, por pura misericordia, somos puestos en las manos del Señor, que nos cuida y repara nuestras fuerzas.
Una Iglesia samaritana quiere decir una Iglesia de discípulos que salen a actuar “fuera de su cultura” e incluso “fuera de la ley”.
La imagen potente de la Iglesia hospital de campaña es la que el Papa profetiza para discernir actitudes. Compartimos un mundo con al menos 10 millones de niños en situación de “apatridia”, que no tienen ninguna nacionalidad porque han nacido en campamentos de refugiados. Es decir: los papás de esos niños ni siquiera pueden contar con un lugar legal donde registrar sus nombre para darles documento de identidad. Por eso el Papa responde a las preguntas de los cardenales no con definiciones magisteriales sino con actitudes magisteriales. Es que “la Palabra de Dios no se muestra como una secuencia de tesis abstractas, sino como una compañera de viaje también para las familias que están en crisis” (AL 22).
Perder la vida es salir de la parábola confortable en la que estamos instalados: a veces limitamos nuestra vida cristiana a repetir dos escenas: la del hijo pródigo que se va con su parte de la herencia y –después de un tiempo- la del hijo pródigo que vuelve a confesarse; o nos instalamos en esa escena en la que el hijo mayor “no quiere entrar a la fiesta”, y se nos va la vida en alimentar algún resentimiento que no nos deja vivir.
Perder la vida hoy es buscar alguna manera de entrar en la parábola del Buen Samaritano, buscando algún lugar de apostolado, alguna manera, de ayudar a los que están tirados al borde del camino, de invitar a los que se quedaron sin trabajo aunque sea la última hora, de salir a buscar a los pobres para que entren a la fiesta…
El otro día alguien comentó en la mesa algo de los mendigos de Roma. Fue un comentario “en general”, muy razonable. Y a mí me salió comenzar a nombrar a algunos que conozco con su nombre propio: a Elíe, el discapacitado en sus piernas que anda sentado en un skate y sube y baja nuestra calle Francesco Crispi empujándose con las manos, y a Gabriella, la que tiene el mismo problema que Elíe y pide en la Fontana di Trevi, que resultó ser hermana de Elíe; y a María, la rumena que pedía frente a nuestra puerta, y a María, que es de Moldavia y que pide en el subte, a la que todos los miércoles le llevo una limosna que me dan para ella y un día me dijo que querría que todos los días fueran miércoles, pero no por la plata sino por mi visita; y de Patrizia y Assunta, las dos abuelas que viven al aire libre en Piazza Spagna… y de Constantino, el de Términi, a quien no veo hace tiempo.
Siempre digo a los que hablan de los mendigos truchos y de toda la explotación y el negocio que se esconde detrás de la mendicidad en Roma, que si no fuera por los pobres, Roma sería una disneylandia espiritual, en la que todo sería un sueño de película en el que los turistas cumplimos el deseo de ver al Papa, comer tallarines y hacernos una selfie mientras tiramos la monedita que no le damos a los mendigos en la Fontana di Trevi.
Perder la vida por Él buscando amarlo más.
Más que a un padre y a una madre –dice Jesús-, más que a un hijo o a una hija.
Esto de las comparaciones parece un perdedero de tiempo. Si estamos en la parábola del Buen Samaritano, llevando gente al hospital de campaña, a qué viene esto de Jesús de que “lo amemos más”. Si ya sabemos que “no somos dignos”, que nunca lo seremos…
Este mandamiento de amarlo más hace que resuene en el corazón el tono con que Jesús le preguntó a Simón Pedro: “¿me amas más que estos?”.
Si estamos perdiendo tiempo en la tarea de “apacentar sus corderos” y “salir a buscar a sus ovejas perdidas”, es bueno que Jesús nos pregunte si lo amamos más y nos recuerde esa otra pérdida de tiempo: la que consiste en adorarlo a Él.
“Las comparaciones son odiosas”, dice el dicho. Y es verdad, pero con una excepción: comparar las cosas (todo, también las personas y hasta la propia vida) con Jesús sopesando a quien o a qué amamos más, no solo no es odioso sino que hace mucho bien.
La comparación tiene su trampita, porque si amamos más a Jesús apacentaremos a sus ovejas. No es que tengamos que dejar de lado a nuestros seres queridos.
Lo que pasa es que se trata de una comparación y de un más especiales: amar más es “centrarse más” en Jesús, enfocar la mirada en Él, ir directo y primero a Él.
Entonces vemos que se trata de un Jesús en movimiento.
No es que estén todos sentados a la mesa, Jesús y nuestros seres queridos, y nosotros tengamos que servirle primero a Él, haciendo esperar a los demás. Para nada! Incluso es al revés, porque en las imágenes de banquetes, el Señor dice que Él está como el que sirve (y así estará en el cielo!!).
Si nos centramos en Jesús veremos que está en salida, que pasa.
Amarlo más es cultivar la actitud de “si viene, dejo todo y lo sigo”.
El otro día una parejita de mexicanos en luna de miel decía que para ellos “Francisco es el mismo Jesús que camina entre nosotros”. Los pequeños lo captan.
El mensaje del Papa, con sus gestos de salir, de caminar, testimonia y profetiza que Jesús camina entre nosotros.
Después cada uno tendrá que sacar las consecuencias y escuchar lo que ese Jesús le dice, pero se trata de un Jesús “en camino”.
Por eso hay que mirar a dónde va y por dónde caminó y anduvo.
Para leer bien sus gestos en el presente hay que hacer memoria de dónde los hizo primero y mirar a dónde irá a hacerlos de nuevo. Yo cuando lo veo lavar los pies en la cárcel de Roma recuerdo cuando se los lavó a los huéspedes de nuestro Hogar de San José, en el 2001, y miro que ahora que irá Colombia, en Medellín, visitará uno de los “Hogares San José”, para niños desplazados por la guerra.
Todas las “críticas” a Francisco nos lo muestran “en una foto”.
Basta mirarlo en camino –de donde venía y a dónde va luego de esa foto de algo que hizo o dijo y que es objeto de comentarios, enojos e interpretaciones- para que nos vuelva la alegría al corazón.Tenemos a un Papa en cuya persona Jesús camina con nosotros.
Nos da testimonio así de que la Palabra de Dios, para entenderla bien, hay que entenderla “en camino”. Hay que dejar todo (también las propias interpretaciones) y seguirla. Como sucede con las personas, que uno no puede seguir sino a uno por vez, también sucede con la Palabra. Hay que seguir de a una por vez, aplicarla y ponerla en práctica lo mejor posible. Y seguirla cada uno como está y como es. Si uno tiene una cruz (los pecados son una cruz, una familia separada a cuestas es una cruz…) tomarla y seguirlo con ella. Los que se dedican a discutir cuestiones abstractas más que malos o equivocados son gente que está sentada: no es que no tengan razón en algunas cosas que dicen de la moral o de la tradición, lo que pasa es que no hay tiempo para quedarse a discutir con ellos. Hay mucha gente que está esperando por un vasito de agua fresca, por esa Verdad que el Espíritu da a sorbos hasta que un día, uno mismo, se bautiza en Ella.
Diego Fares sj