“Jesús dijo a sus apóstoles:
No teman a los hombres.
No hay nada oculto que no deba ser revelado
y nada secreto que no deba ser conocido.
Lo que Yo les digo en privado repítanlo públicamente;
y lo que escuchen al oído proclámenlo desde los techos.
No teman a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma.
Teman más bien a aquél que puede arrojar el alma y el cuerpo al infierno.
¿Acaso no se vende un par de canaritos por unas monedas?
Sin embargo ni uno solo de ellos cae en tierra sin el Padre (sin que el Padre esté)
También ustedes tienen contados todos sus cabellos.
No teman entonces, porque valen más que muchos pájaros.
Al que se declare por mí ante los hombres,
Yo me declararé por él ante mi Padre que está en el cielo.
Pero Yo negaré ante mi Padre que está en el cielo
a aquél que me niegue ante los hombres” (Mt 10, 26-33).
Contemplación
No teman. No teman. No teman.
No teman confesarse los pecados y predicar públicamente el evangelio.
No teman a las persecuciones externas, que no pueden matarles el alma.
Ustedes son valiosos para el Padre, que los cuida más que a los pajaritos: no teman.
La persecución viene de anunciar la alegría del evangelio, que es la alegría del amor.
Y los lobos –tanto los que devoran las ovejas como los que dejan que otros las devoren porque ellos cuidan letras y frases y no a las personas concretas- meten miedo, amenazan, difaman, matan.
El Señor dice que al que se declare abiertamente por él ante los hombres, él se declarará por él ante el Padre. Y que negará ante el Padre al que reniegue de Él ante los hombres.
Esto es pues lo único que debemos temer: que Jesús no nos reconozca ante el Padre.
A esto se refiere también lo de “temer al que puede arrojarnos al infierno”.
El infierno es quedar fuera del reconocimiento salvífico de Jesús.
El demonio no nos puede “arrojar” al infierno si primero no nos hemos soltado de la mano y de la mirada del Señor. Solo fuera del ámbito de acción de su Misericordia, quedamos a merced de los empujones y zarpazos del maligno.
Ahora bien, el Señor ha querido ligar su reconocimiento a –al menos- tres confesiones que tenemos que saber hacer sin miedo.
La primera confesión es de nuestros pecados. Es íntima y personal. Es la Confesión sincera de que somos pecadores, manifestación sacramental de nuestras enfermedades y de nuestros pecados.
Es una confesión privada en la que uno abre su conciencia ante el confesor que en nombre del Señor y de la Iglesia nos concede la absolución y el perdón.
El día en que “todo lo secreto sea revelado”, nuestros pecados se tendrán que revelar como pecados confesados, como pecados de los que pedimos perdón y que tratamos de reparar de acuerdo a lo que la Iglesia nos dio como penitencia.
Saligo al paso de una dificultad: el Señor nos manda confesamos ante otro. Y esto es algo que algunos cuestionan. Pero esa persona cuida con delicado respeto que lo confesado abra nuestra conciencia a la fuente de misericordia salvadora del Señor, esa que inunda el alma de paz y nos da un arrepentimiento amoroso que nos lleva a la conversión.
El confesionario no es una tintorería ni una sala de torturas. Es, como decía alguien, el único lugar donde uno puede hablar mal de uno mismo sin temor a que sea mal usado. En la confesión se perdona todo para que la persona pueda repartir de nuevo. Se perdonan todas los malos “pensamientos, palabras, obras y omisiones”, no minimizando su malicia íntima y su malos efectos en los demás, sino todo lo contrario: se perdonan para que la persona se libere de sus ataduras y comience a “pensar, hablar y obrar” bien desde una decisión suya, de corazón.
El Señor lo hizo ver tan claro cuando curó al que tenía la mano paralizada, seca –como señal concreta de que no podía “hacer” nada, y por tanto no podía hacer el bien-. Lo curó en sábado y “miró con enojo a los que lo rodeaban y sintiendo tristeza por su dureza de corazón”. Es que ellos no miraban la persona sino la formulación de la ley y consideraban como un desastre que el Señor se la saltara en público. Pero lo que Jesús quería era hacerles ver precisamente eso: que había un ámbito en que, si la ley permitía que el hombre siguiera con su mano paralizada, nunca se daría un paso adelante en su salvación.
Pedimos al Espíritu: quitanos el miedo a la confesión, que tanto alivio nos da y tanto bien nos hace. Perdonados podemos ir para adelante en la misión que nos has encomendado, libres de los enredos narcisistas de culpas y autojustificaciones. Es mejor tu juicio bueno que el nuestro o el ajeno.
La otra confesión es de que Dios es misericordioso. La tenemos que hacer de modo visible y comunitario (uno solo no alcanza a dar testimonio de esto). Consiste en declararnos por Jesús con palabras encarnadas en gestos concretos y obras de misericordia.
Se trata de nuestro reconocimiento de la Persona de Jesús en la persona de cada pobre y necesitado que encontramos por el camino de la vida. Los pobres son los pobres concretos que cada uno encuentra cada día. Más aún: no solo estamos atentos al que nos encontramos casualmente sino que abrimos obras específicas para salir al encuentro de cada tipo de pobreza y de miseria.
¿Cuándo fue que no te reconocimos?, será la pregunta de algunos en el juicio. Cada vez que no hiciste esto –darle de comer, vestirlo, hospedarlo, visitarlo…- con uno de mis hermanos más pequeños, no lo hiciste conmigo.
Pedimos al Espíritu de misericordia: quitanos quite ese respeto humano, ese temor a dar un pasito de cercanía amable hacia el otro con quien podemos tener un pequeño gesto de misericordia que él sabrá completar con la suya hacia nosotros. Es tanta la alegría que devuelven estos pequeños gestos, que es una pena perderlos por temerosos.
La tercera confesión es de obediencia explícita a nuestros pastores. Es la más controvertida actualmente. Tiene que ver con la persona del Pastor: del Papa, del Obispo, del párroco, del padre espiritual, del maestro, del papá y de la mamá para cada hijo… Algo muy obvio (al menos para mí) en lo que el demonio muestra su cola serpentina, es que con esta tentación tienta tanto a los hijos pródigos como a los hijos cumplidores. Con el papa, por ejemplo, es muy notable: lo “desobedece” la gente que se considera a sí misma como liberada de todo paternalismo y que se rebela contra todo lo que sea dogmatismo eclesial, y lo desobedece también la gente que se considera defensora a ultranza del dogma y de la tradición. Por arriesgar un discernimiento nomás: ¿no será que ambos tipos de personas coinciden en que al defender “ideas” –las propias o las de la tradición- no se animan a confrontarse con personas de carne y hueso?
La cuestión es que, en el ámbito del reino que Jesús abre y establece, la autoridad es personal. La autoridad no son los libros, son personas concretas. El Señor no “escribió un código de leyes y dogmas”. Confió su poder –que es servicio- a Pedro y a sus apóstoles.
En el pueblo de Dios las relaciones son personales y disimétricas. Manda uno y –paradójicamente- para mandar debe ser el que sirve a todos. Pero manda uno.
A ese que manda sirviendo humildemente, el Señor le confía las llaves de su Reino y le da el poder de atar y de absolver.
Mirar y juzgar las cosas como nuestro pastor –hacerle caso a nuestros padres y maestros, seguir el consejo del confesor, hacer las cosas como nos pide el párroco, seguir el ritmo de nuestros obispos y declararnos públicamente a favor de lo que dice el Papa- a alguno le puede sonar paternalista o anticuado. Sin embargo, este modo de obrar “eclesial”, escuchando la voz del Señor –que nos dice “cada vez que hiciste lo que te decía tu padre espiritual hiciste lo que Yo quería”- es bendecido por el Espíritu Santo. Incluso cuando lo que nos manda el pastor no es “lo más perfecto”, el Señor escribe derecho con líneas torcidas.
Cuando uno se acostumbra a seguir solo sus propios criterios –con todo lo que tienen de criterios de otros- puede que tenga más “razón” y que en sí mismo esté bien, pero no cuenta con la misma bendición del Espíritu que lo que uno hace obedeciendo a Cristo en la persona de sus pastores.
La obediencia es “ob-audire”, tender el oído para escuchar al Otro que habla en “otros” (no en formulaciones abstractas). Esa obediencia no significa no dialogar y discutir, pero el principio es que es mejor obedecer a otra persona “en nombre de Cristo” que a sí mismo.
Me viene siempre la anécdota de San Alberto Hurtado que cuenta Larraín:
“…Un joven jesuita viajó a Santiago con una lista inmensa de encargos. Al llegar se topó con el Padre Hurtado y le pidió la camioneta. Él sacó las llaves del bolsillo y le dijo «encantado, patroncito». Apenas partió el joven en la camioneta, el Padre Hurtado salió a hacer sus numerosas diligencias en micro. Este detalle muestra su humildad espontánea”.
También muestra su obediencia espontánea. Así como veía a Cristo en el pobre, y los servía como a sus patroncitos” también oía a Cristo en los mandatos de otro y le obedecía como a un “patroncito”.
Si el amor a la persona de Jesús se concreta en las obras de misericordia para con los pobres, el amor a la persona del Espíritu Santo se concreta en la obediencia a quien en la Iglesia tiene el encargo de conducir.
Diego Fares sj