Caravaggio, Resurrección de Lázaro
Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús:
«Señor, el que tú amas (fileis), está enfermo.»
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Comenzaré nuestra historia con esta frase tan linda que urdimos entre los tres: “Señor, el que tú amas está enfermo”. En realidad, la frase la escribieron mis hermanas. Pero yo, aunque estaba mal, asentí a esa y no a otras, que urgían al Señor de manera más imperativa. No quise escribirle diciendo: “Señor, sálvame”. “El que tu amas, tu amigo, está enfermo”, bastaba. El sabría qué hacer. Se imaginarán que Marta, mi hermana mayor, había querido apurar la cosa y, con esa confianza que ella tenía con Jesús, mandarlo a llamar directamente y sin vueltas. Pero yo no quería. Nuestra relación con el Señor era de amistad y me daba no sé qué utilizarlo para una necesidad mía, siendo que tanta gente lo necesitaba más que yo. Él, a casa, venía a descansar, no a hacer milagros. Cuando venía nos sentábamos a conversar, Marta cocinaba algo rico y María, cuando no se le ocurría partir frascos de perfume, escuchaba con esa manera suya que al Señor le encantaba. A ustedes les resultará familiar esta escena, que para nosotros era algo frecuente, porque Lucas contó nuestro primer encuentro con Jesús, aquella vez en que la caradura de Marta lo invitó a cenar sin mucho protocolo y Él aceptó. Yo siento que éramos un poco los hermanos que Él no tuvo. Después reconocí esa gracia en María, su Madre. Para ella, ser Madre de Jesús la fue haciendo sentirse madre de todos nosotros. Y eso le venía de Jesús, de su hermanarse fácilmente con los que lo hospedaban. Al menor gesto de interés por su palabra, el Señor tenía esto de hermanarse. Bueno, lo que quiero decir es que es una gracia muy linda esta de sentirlo amigo… La amistad tiene eso, que comienza hermanando espiritualmente y luego se extiende de a poquito a la familiaridad de sangre. Por eso yo quería cuidar más la amistad que la salud. Tengo que decir que en esto de la amistad nuestra familia fue privilegiada. Pedro me contaría después que, para él, este interés de Jesús por su amistad, fue la última gracia que recibió. Él no podía creer que al Señor resucitado sólo le interesara saber si él lo quería como amigo. Me lo dijo porque le había llamado mucho la atención esa frase nuestra y cómo Jesús la había usado con él después de la resurrección “¿Me quieres como amigo?”. Pedro tenía una admiración y un respeto tan grande por el Señor que no podía concebir esa cercanía. Siempre andaba con un “aléjate de mí que soy un pecador” a flor de labios. Yo le decía que con nosotros había sido al revés, que desde el principio se dio esta amistad y luego nos fuimos dando cuenta de quién era este amigo. María fue ciertamente la que se dio cuenta primero. Pero yo tuve de esto una conciencia mayor quizás que la mayoría de los seres humanos cuando esa voz familiar me arrancó de la languidez total del sepulcro donde yacía. Mi muerte no fue violenta, pero por eso mismo, fue muy fuerte la experiencia de languidecer, de irme yendo, esa experiencia de impotencia y de debilidad total. Y cuando me sacó del sepulcro, despertarme allí, todo vendado, en ese lugar frío y maloliente, fue algo impresionante. Mi amigo me había venido a buscar al sheol, mi amigo que era el Hijo del Dios bendito, nuestro Dios y Señor.
Bueno, pero no nos adelantemos. Ustedes comprenderán que para mí entre morirme y despertarme no pasó más de un segundo, pero, como me contaron después, el velorio duró cuatro días. Jesús se hizo esperar y para mis hermanas todo fue muy doloroso.
La escena siguiente, me la contó Tomás y me parece que puede ayudarles escucharlo a él, porque muestra la otra cara de esta historia.
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Yo soy Tomás, y como dice Lázaro, aprovechando que Juan me menciona al final de esta escena, puedo contar cómo viví yo la cosa. Estábamos todos juntos cuando llegó el que traía la noticia de la enfermedad de Lázaro.
Al oír aquella frase, Jesús nos dijo: «Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.» Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estábamos. Después nos dijo:
«Volvamos a Judea.» Nosotros le dijimos: «Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y quieres volver allá?» Jesús nos respondió: «¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él.» Después agregó: «Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo.» Le dijimos:
«Señor, si duerme, se curará.» Nosotros pensábamos que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces nos dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo.» Entonces yo, Tomás, el Mellizo, como me apodaban, les dije a los otros “Vayamos también nosotros a morir con él.»
Como se habrán dado cuenta, nosotros no entendíamos bien lo que Jesús nos decía, y yo menos que todos. Nos desconcertaba el proceder del Señor ante la persecución, ante la muerte de su amigo… Sus frases eran tan oscuras que muchas veces nos quedábamos mirándonos entre nosotros o mirando a Pedro sin saber qué decir. Pedro salía con esas frases suyas de adhesión incondicional a Jesús, como la vez que le dijo: “A quién iremos. Solo tú tienes palabras de vida eterna”. Bueno, yo quise decir algo parecido esta vez, pero me parece que no me salió bien. En realidad, la frase mía que quedó en el Evangelio fue la última, esa de “¡Señor mío! ¡Dios mío!”. Y allí recibí el dulce reproche del Señor que me devolvió a su amistad: “No quieras ser incrédulo sino fiel”.
Todo esto que digo viene al caso porque la frase importante aquí es la de Jesús, cuando dijo que “Nuestro amigo Lázaro” había muerto y que se alegraba por nosotros.
Yo le comentaba a Lázaro después que, para mí, el Señor quiso enseñarnos que tenía amigos que no eran del grupo elegido y que sin embargo le eran más fieles que nosotros. Fieles en el sentido de “gente de fe”, como luego me reprochó a mí. Esa fue la lección. Yo saco que, de última, todas las cosas que Jesús hizo y dijo se tienen que interpretar en esta clave de amistad. Si no, no se entiende nada. La Iglesia es cuestión de amistad. Por eso me llamó la atención lo de “nuestro amigo Lázaro”. La iglesia es cuestión de amistad con Él y entre nosotros. Más aún, diría que la creación, la vida misma, es cuestión de amistad, de amor gratuito, de puro don de un ser a otro… Si uno no comprende esto, se queda sin comprender nada, se mueve siempre en el nivel de las necesidades, de los deberes, de lo que tendría que ser… Y se la pasa metiendo dedos en las llagas y desconfiando si no ve… Se lo digo yo, que estaba dispuesto a morir por Jesús, pero no era capaz de alegrarme con mi comunidad y de creer en lo que me decían. Es curioso, ¿no? Estar dispuesto morir por alguien, pero no saber vivir bien con él y con sus amigos.
Bueno, le dejo ahora la palabra a Marta y a María que son las que protagonizaron lo que sigue. Marta es como yo, que siempre ando ocupada en otras cosas, pero creo que aquí viene…
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Claro que vengo, incrédulo!
Tendríamos que hablar entre las dos, pero María no habló mucho aquel día y ella es más de expresarse con gestos. La verdad es que ella quedó más desarmada que yo y creo que recién terminó de procesar lo sucedido la semana siguiente, cuando ungió a Jesús con su perfume. En aquel momento sólo le dio para decir nuestra frase y postrarse llorando a los pies de Jesús. Ella, más que hablar, siempre ha sido de andar a los pies del Señor. Así que como ella me da permiso cuento yo:
Cuando Jesús llegó, se encontró con que mi hermano estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania quedaba de Jerusalén sólo a unos tres kilómetros y muchos judíos habían venido a consolarnos a mí y a María, por la muerte de nuestro hermano. (Así que la casa era un mundo de gente). Al enterarme de que Jesús llegaba, salí a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Al verlo le dije (la otra frase que habíamos preparado, esta vez sin Lázaro, sólo nosotras): «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas.» Jesús me dijo: «Tu hermano resucitará.» Yo le respondí: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.» Jesús me dijo: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?» Le respondí: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo.»
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Recuerdo este diálogo hasta el día de hoy. Palabra por palabra. El me rogaba que creyera –“¿Crees esto?”. Era como si me pidiera perdón por haber demorado, por habernos hecho sufrir… “¿Crees esto?”. Y yo creí. Le creí con todo mi corazón. Pedro me decía que cuando él lo confesó así, como Mesías, como Hijo de Dios, Jesús lo bendijo y le hizo ver que esta fe no venía de él sino de nuestro Padre de los cielos. En el evangelio sólo Natanael y Pedro tuvieron la gracia de confesarlo así. Y de entre las mujeres, después de su Madre y de Isabel, que lo confesó como fruto bendito, fue a mí a la que se me concedió esta gracia tan grande, esta confesión de fe. En general a mí me recuerdan por el reproche que le hice aquella vez a mi hermana, pero no me molesta. Mi frase en el evangelio fue esta, en la que confesé mi fe. Tampoco me molesta que algunos crean que mi hermana se quedó con la mejor parte. Para los que Jesús unió en amistad goza tanto la persona que elige la mejor parte primero, como la que la recibe a través de ella después. No hay celos entre nosotras. Pedro y Juan nos hacían notar que la amistad que los unía a ellos y que los complementaba tan bien para creer y para servir a Jesús, tenía su paralelo en nosotras dos. Que conmigo, Jesús se había comportado más como con Pedro y que con María más como con Juan. Puede ser, aunque los que hacen esas distinciones son los hombres. Yo lo que sé es que cada vez que pronuncio mi confesión de fe, se me endulza el corazón y me lleno de la luz de sus ojos, de su alegría al haber despertado mi fe: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo.»
Entonces, sin decir más, lo dejé y…
fui a llamar a María, mi hermana, y le dije en voz baja: «El Maestro está aquí y te llama.» (Ella debe haber visto mis ojos porque no necesitó que le dijera nada más). Al oír esto, se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde yo lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a mi hermana, al ver que ella se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. María llegó donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo (nuestra frase): «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.» (Pero él no necesitó responderle como a mí).
Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó:
«¿Dónde lo pusieron?». Le respondieron: «Ven, Señor, y lo verás.» Y Jesús lloró.
Los judíos dijeron: «¡Cómo lo amaba!» Pero algunos decían: «Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?» Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo: «Quiten la piedra.» (Ahí me dio miedo a mí y le advertí): «Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto.» Jesús me dijo: «¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?» Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero le he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.» Después de decir esto, gritó con voz fuerte: «¡Lázaro, ven afuera!»
El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús nos dijo: «Desátenlo para que pueda caminar.» Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían venido a nuestra casa creyeron en él (Juan 11, 1-45).
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Se supone que Yo no tendría que hablar, pero quisiera confirmar las palabras de mis amigos (que es la tarea que Marcos destaca como mía al final de su evangelio) ya que “han sido escritas para que ustedes crean que Yo soy el Cristo y tengan vida en mi Nombre” (como dice Juan al final de su evangelio). Confíen en ellos… Me encanta esto de que charlen juntos Lázaro, Marta, María, Pedro, Juan y Tomás. Sepan que en mi Evangelio hay lugar para que también ustedes dialoguen, pregunten y confiesen sus cosas… De mi parte solo agregaría una pequeña explicación más, cosa que Tomás no me reproche a cada rato que soy muy oscuro… Noten la charla con mi Padre antes de resucitar a Lázaro. La hago en voz alta, delante de todos. La voz de mi Padre no se escucha, pero se sobreentiende, como cuando uno completa un diálogo por teléfono en el que sólo escucha hablar a uno. Yo digo: “Padre, te doy gracias porque me oíste” y se entiende que Él me responde: “Hijo, yo siempre te escucho”, porque Yo digo: “Yo sé que siempre me oyes, pero le he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”. ¿Notan cómo voy haciendo entrar a todos –a mis discípulos, a Marta y María, a los que estaban allí entonces y ahora a ustedes- en nuestro diálogo? A Marta, en nuestro diálogo, le digo que si cree verá “la Gloria de Dios”. Pues bien, esta Gloria es la que quiero que ustedes también vean. Porque en su época se ha perdido el sentido de esa palabra nuestra tan linda “Gloria”. Es un Esplendor que brilla cuando charlamos con mi Padre (como en la Transfiguración). Por ahí en las épocas antiguas este Brillo y esta Gloria se identificaba con fenómenos naturales: una puesta de sol, el cielo estrellado, una tormenta con rayos y truenos… En la época de ustedes quizás tienen que buscar otros signos. Les propongo este, el de lo que resplandece en un diálogo entre amigos. La amistad es diálogo: es la pasión y el gusto de charlar en amistad. La gloria de Dios resplandece de modo especial en los diálogos que brotan de “la amistad en el Señor”, como dice nuestro querido San Ignacio. Para mi Padre y para mí, la Gloria es que nuestros amigos y amigas anuncien, den testimonio y dialoguen de nuestras cosas y en esa charla sean uno. Que con todos sus defectos, debilidades y pecados, los que yo elegí y reuní, los que perdoné y formé, los que me siguen y me sirven, dialogando, sean uno. Cuando esto se da y se mantiene, surge un brillo en las miradas, un resplandor, una belleza, que es la verdadera Gloria de Dios, para que el mundo crea. Y por ella Yo soy capaz no solo de resucitar muertos sino de dar mi Vida.
Diego Fares sj (5 A Cuaresma 2017)