Ha desaparecido una palabra: la que expresa lo que significa ser conducidos por el Espíritu (Cuaresma 1 A 2017)

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Entonces Jesús fue conducido (anago) por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo.  Y después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre.  Y acercándose el tentador, le dijo:

«Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes».

Pero él respondió: «Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».

Entonces el diablo le lleva consigo a la Ciudad Santa, le pone sobre el alero del Templo, y le dice:

«Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: ‘A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna’».

Jesús le dijo: «También está escrito: ‘No tentarás al Señor tu Dios’».

Todavía le lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice:

«Todo esto te daré si postrándote me adoras».

Le dice entonces Jesús:

«Apártate, Satanás, porque está escrito: ‘Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto’».

Entonces el diablo le dejó. Y he aquí que se acercaron unos ángeles y le servían (Mt 4, 1-11).

 

Contemplación

Hoy vamos a contemplar la “desaparición de una palabra”: anagogía.

En castellano ha quedado la palabra “analogía”, que usamos para explicar algo “por analogía”, es decir con otra cosa semejante. Pero “anagogía” no se usa más.

Es parecida a la otra, porque las dos señalan “hacia arriba” (aná). Pero anagogía incluye la acción (ago) no solo la idea (logos).

En tiempo de Jesús era una palabra muy común. Se usaba para decir que alguien te “impulsaba a la acción”, te “lanzaba”, te “conducía”, “te llevaba a un lugar más alto” (Lc 4, 5), “hacía zarpar una nave hacia alta mar” (Lc 8, 22).

Esta palabra sencilla y común se empezó a utilizar para expresar un sentido de la Escritura que va más allá de lo literal: el sentido espiritual (San Clemente de Alejandría -150-215 dC).

Si uno toma la Palabra de Dios solo a la letra puede terminar muy mal, como les pasó a los escribas y fariseos. El Señor les decía: La ley hay que cumplirla, por supuesto; pero es para dar vida! Si viene a mí uno que está enfermo, yo lo curo, aunque tenga que hacer un paréntesis en la ley que dice que el sábado no se puede trabajar.

La Palabra de Dios, por tanto, hay que interpretarla espiritualmente. (Nuestro Padre General, en una entrevista que le concedió a uno de estos fundamentalistas, dijo que “en la época de Jesús no existían grabadores”. Esto hizo enfurecer a algunos, que comenzaron a predecir que se está por terminar la Iglesia porque se “relativiza todo. Hasta las palabras de Jesús”. No entienden que “interpretar” no siempre es relativizar o disminuir. Es entender bien. Jesús mismo pide que lo entendamos bien, cada vez que dice “el que pueda entender que entienda” o cuando explica las cosas una y otra vez a sus discípulos o cuando les dice que ni siquiera Él les puede explicar todo en ese momento, pero que cuando venga el Espíritu, Él les (nos) enseñará toda la verdad”. Interpretar puede ser descubrir un sentido más profundo y exigente todavía, no solo un sentido más comprensivo y misericordioso. Interpretar es “interpretar con buen espíritu” y no con burlas, odio y desprecio. Estos son “científicos del evangelio”. Se contagiaron de las ciencias positivistas, que pretendían definir todo “objetivamente”. Lo terrible es que la ciencia evolucionó a posturas más humildes y estos “científicos del evangelio” se quedaron en el tiempo).

Dentro de los sentidos espirituales de la Escritura, el sentido anagógico es el más alto. Más alto (incluyéndolo, por supuesto) que el dogma, que te dice la verdad; más alto (incluyéndolo, por supuesto) que el sentido del deber moral, que te dice lo que hay que hacer.

El sentido anagógico es místico (enciende el fuego del fervor),

está tensionado por la Esperanza,

te impulsa a dar un paso adelante en el bien,

te hace madurar,

te lleva a discernir el bien concreto en el momento presente sin temor a infringir ninguna ley.

Este sentido tan fuerte y tan importante –el más importante diría yo- que se le atribuyó a esta humilde palabra, hizo que sufriera la burla y el menosprecio de las palabras cultas y, directamente, la hicieran “desaparecer”.

Sentido espiritual, anagógico, pasó a ser “sentido espiritualoide”, sentido idealista, sentido no “científico”.

Se trata de una palabra “mártir”, de una palabra “desaparecida”.

Dicen algunos: “Cómo vas a decir que la realidad no solo se “puede explicar” con números y conceptos científicos sino que, además, tiene un sentido anagógico, un sentido más alto y más noble! Nada de eso! La realidad es materia, economía, números, estadísticas, intereses, pasiones.

Y todo lo explican por “katagogía”, no por “anagogía”. (Katá quiere decir abajo).

Todo se explica por lo más bajo, no por lo más alto.

Ese es nuestro mundo. Lo más alto es “magia” o “ilusiones”, “expresión de deseos”, “sentimentalismo”…

Uno de los pocos que siempre usó este “modo de pensar” anagógico, es el Papa Francisco.

En sus cuatro principios – si escuchamos bien-, de lo que nos habla es de dejar que el Espíritu nos impulse a interpretar las cosas desde un nivel más alto –superior, dice él-.

Interpretar las cosas desde la altura (aná) del tiempo, que es superior al espacio.

Pero ojo, que no es una altura como la de la terraza del templo, a donde el mal espíritu lleva a Jesús para tentarlo de “tirarse abajo”, de interpretar su misión desde los deseos bajos de la vanidad y de las expectativas de aplauso. No se trata de la altura del monte, desde la que se ven todos los reinos de la tierra, a donde el demonio lleva a Jesús para que –curiosamente- “se agache” y lo adore. La superioridad del tiempo es una superioridad que nos pone a caminar, que no nos instala en el lugar de dominio más alto, sino que humildemente nos saca a caminar.

Lo mismo hace el papa en los otros tres principios: la realidad es superior a la idea porque es bien concreta y no se deja dominar. Las ideas se pueden ordenar y retocar a piacere y por eso cada pensador inventa su sistema de pensamiento (esto sólo –que haya tantos sistemas distintos- nos debería llevar a sospechar de su verdad…). La realidad, en cambio, supera nuestras ideas porque nos pone a su servicio, nos hace estar disponibles y atentos a lo que viene porque si no perdemos el tren. Y bien que cuando viene un tren real todos dejan de lado sus trenes ideales y se suben y van…

También los conflictos. El Papa dice que se resuelven desde el plano superior de la unidad, no quedando metidos en ellos. No enredándonos. No “llevando como si fuera un ícono, un conflicto que se dio una vez, a lo largo de toda la historia”, como dijo en la catedral anglicana. Y así con todo (el todo es superior a las partes).

El Papa Francisco usa este modo de pensar “anagógico” que nos pone en salida, nos impulsa a las fronteras, nos saca de la autorreferencialidad…

Es el “modo de pensar y de obrar” del Espíritu Santo. El que le inspiraba a Jesús y a la primera Iglesia, que era capaz de decir, con mucha sencillez: “Nos ha parecido, al Espíritu Santo y nosotros… no imponerles más cargas” (Hc 15, 28).

En todo el libro de “Los hechos de los Apóstoles… con el Espíritu Santo” la Iglesia siente que “interpreta las cosas desde este nivel espiritual”.

Y esta interpretación es lo que llamamos “discernimiento”.

El discernimiento del momento, del que habla el Papa.

Ese momento en el que el Espíritu Santo nos impulsa a dar un paso (porque no se trata de definir en un papel, sino dar un paso, como el que dieron los Apóstoles cuando decidieron con el Espíritu Santo no imponer más cargas a los gentiles) y jugarnos por lo que el Espíritu nos inculca en el corazón para hacer un bien concreto.

Ese paso “anagógico”, superior, es un paso práctico.

No es para congelarlo luego y convertirlo en una definición abstracta.

Lo propio de lo anagógico es abrirse a nuevos pasos, es seguir interpretando la realidad no en sentido literal sino espiritual, abiertos a la dinámica del Espíritu, a sus sorpresas, siempre orientadas hacia el bien común, hacia el bien concreto de los más pobres.

Es lo que el Espíritu le hace discernir –anagógicamente- al Señor, cuando responde a las tentaciones “rastreras” con el sentido espiritual de la Escritura: no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios: no tentarás al Señor tu Dios (actuando según las pasiones más bajas). Solo a Dios adorarás, sólo ante él te arrodillarás.

Cuando el Evangelio nos dice que el Espíritu “impulsó a Jesús al desierto”, no está diciendo que lo condujo allí y luego lo dejó. El Espíritu conduce e inspira al Señor en todo el diálogo contra el tentador. Le hace encontrar el sentido espiritual a cada cosa, la palabra justa que no nos deja “caer en la tentación” y que nos impulsa a dar un paso más en el camino de la salvación. Toda nuestra vida, con sus tentaciones, está contenida en esa “oración del Señor en el desierto” que ahora es “oración del Señor en el Cielo”.

Diego Fares sj

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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