Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero.
Por eso les digo: no se angustien por su vida pensando qué van a comer, ni por su cuerpo, pensando con qué se van a vestir. ¿No vale acaso más la vida que la comida y el cuerpo más que el vestido? Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos? ¿Quién de ustedes, por mucho que se angustie, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida? ¿Y por qué se ponen ansiosos por el vestido? Miren los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos. Si Dios viste así la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será echada al fuego, ¡cuánto más hará por ustedes, hombres de poca fe! No anden preocupados entonces, diciendo: ‘¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?’. Son los paganos los que andan así detrás de estas cosas. El Padre que está en el cielo sabe bien que ustedes las necesitan. Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura. No se angustien por el día de mañana; el día de mañana tendrá su propia angustia. Cada día ya tiene bastante con su propia cuota de cosas malas (Mt 6, 24-34).
Contemplación
Siempre me impresiona una frase que mis amigos musulmanes del Centro San Saba tienen a flor de labios cada vez que cuentan algo triste o duro que les pasó. La primera vez que presté atención fue cuando le pregunté a uno por su familia y me dijo que hacía tres años que no los veía. Su rostro se ensombreció de tristeza y ahí nomás dijo algo de lo que solo entendí “Alá”. Después de escucharla en otras ocasiones, pregunté bien cómo se decía y qué significaba. Al-ḥamdu li-l-lāh, dicen. Y significa “Dios sea alabado”. Lo agregan y es como que cierra el pensamiento triste. Porque “hamdu” es un “sentimiento de gratitud, no una mera palabra. Ese sentimiento de gratitud de creatura concluye el discurso. Yo veo que pasan a otro tema y no se quedan masticando su impotencia o su tristeza.
Ayer me conmovió un papá a quien se le había muerto su bebé y repitió esa frase con mucha convicción y sentimiento. Estábamos en el corredor del Hospital Bambino Gesù. Yo había bajado para ir a tomar un café mientras esperaba una horita para poder ver y darle una bendición a Riccardo, un chico de catorce años que está en reanimación, hijo de una amiga de la señora que plancha en casa y al pasar escuché que este joven decía “casa mortuoria”. Como lo miré me preguntó si conocía una. Le dije que no era del hospital y le pregunté quién había fallecido. Mi hijo. De pocos meses –me dijo. Me acerqué para que me contara y me explicó que había nacido con muchos problemas y que anoche había muerto. Al-ḥamdu li-l-lāh, dijo, y al ver mi cara de compasión agregó: él se nos ha adelantado al lugar donde yo también iré después y lo encontraré.
La fe siempre es algo que me conmueve. La fe sincera y expresada con sencillez, sobre todo en los momentos de dolor grande, interpela y causa admiración. Grande es tu fe, pensé. Con ella abrazás tu dolor y lo ceñis para que no se desborde. Te dejás contener por tu Dios y él te reconforta.
La gente humilde de nuestro pueblo tiene la misma fe. “Dios sabe lo que hace”, es la frase que cierra las situaciones inexplicables. También los musulmanes tienen esta frase de “Dios sabe”. Es lo que Jesús dice en el evangelio: “El Padre que está en el cielo sabe bien lo que necesitan”. Pero Al-ḥamdu li-l-lāh va más allá. Es “Bendito sea Dios”. Es el Alleluya nuestro, “Alabado sea Yavé”. Lo usamos para expresar alegría, cuando alguien se cura o nos salvamos de algo malo “Gracias a Dios”. Pero hemos dejado de usar esta alabanza en las situaciones tristes o malas. Job decía: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó. Bendito sea el nombre del Señor”.
El “Bendito sea Dios” a mí me lo enseñaron a decir cuando alguien muere o cuando sucede alguna tragedia y me sale espontáneo, cuando no tengo ninguna palabra mía. Antes de quedarme en silencio digo: Bendito sea Dios. Son estas palabras últimas y conclusivas que, como sentí que hacía este papá, abrazan la angustia y el dolor y lo contienen en el misterio. Evitan que se banalice, con las frases hechas que no dicen nada y con las cavilaciones que no llevan a ninguna parte. Nuestro Padre del Cielo sabe todo: Bendito sea.
Jesús hace extensiva esta fe a todos los momentos de la vida. Nos enseña cómo no tenemos que pensar y cómo sí. “No se angustien por su vida pensando qué van a comer, ni por su cuerpo, pensando con qué se van a vestir”. El Señor ataja los pensamientos de angustia más comunes. Esos que surgen cuando uno ve que no tiene plata, que la plata no alcanza. Son pensamientos muy lógicos, muy obvios. Cómo querés que no ande así si no tengo plata, nos dice uno. Y uno piensa: y qué le voy a decir. O le presto plata o no le digo nada. Pero Jesús es más valiente. Se anima a hacernos razonar y dice: “¿No vale más la vida que la comida y el cuerpo más que el vestido?” Al escuchar esta frase, el dios dinero patalea dentro del corazón del que anda sin plata, del que vive murmurando la oración lamentosa del que ha perdido contacto con la fuente de su calma –tener dinero-. “Probá a vivir sin comida y sin vestido”, nos dice. Pero Jesús –con gran ingenuidad, digámoslo claramente- continúa: “Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos? ¿Quién de ustedes, por mucho que se angustie, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida?”.
El razonamiento parece ingenuo al comienzo. Porque eso de mirar los pájaros del cielo suena a gente que vive en el campo, no en la ciudad. Pero Jesús lo remata con tres golpes que dejan nocaut al dios dinero.
El primero es la referencia al Padre Creador, que alimenta a los pajaritos y sostiene en la vida a toda la creación. Ahí nos hace mirar para arriba y entonces nos encaja bien dos golpes, uno de derecha y otro de izquierda.
El de derecha nos hace tomar conciencia de cómo es el Padre. Si es uno que cuida de los pajaritos –que no siembran ni cosechan ni acumulan dinero en el banco- cómo no nos va a cuidar a nosotros. Aquí hay que tener cuidado de no banalizar la parábola. Porque las conclusiones rápidas –y totalmente erradas, sugeridas por el dios dinero que siempre nos está haciendo su discursito interesado- llevan a muchos a decir que lo que Jesús sugiere es que vivamos como los pajaritos.
Es una posibilidad. San Francisco la siguió al pie de la letra y triste no vivió.
Pero el punto de Jesús es que la confianza la debemos poner en que Dios nos da de comer y nos viste, sea que sembremos y guardemos en la heladera y tengamos ropa en el ropero o no.
La confianza es para ponerla en nuestro Padre. Y decir “Alabado sea Dios” cuando trabajamos y cosechamos y cuando lo perdemos todo. Bendito sea Dios, siempre. Porque nuestra vida es suya. Obra de sus manos. Él nos la dio. No la compramos con dinero y no debemos rebajarnos a pensar que la conservaremos gracias al dinero.
Y si alguno considera que este golpe de lógica Providencial es muy idealista, el segundo es bien realista. Jesús dice: “¿Quién de ustedes, por mucho que se angustie, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida?”. Nos saca de la burbuja artificial que crea el dinero y nos sitúa en la desnudez del tiempo natural, del cual solo Dios es el Dueño y Señor.
Así, los pensamientos de “angustia” se contienen con la fe en nuestro Padre Creador y con la humildad de reconocernos creaturas. No con los seguros de vida que nos ofrece el dios dinero. Insisto en personalizar al dios dinero porque siendo claro que es un dios “impersonal”, habla y se comporta como si fuera una persona. Nadie va a decir que “adora al dinero” o que “habla con él”. Pero en la manera de hablar y de sentir más íntima uno puede discernir que muchas veces le está “rezando” a algo y ese “algo” es el dinero. Se ve en la satisfacción que sentimos cuando lo obtenemos y en los deseos de tenerlo que alimentamos y en los lamentos que gemimos al ver que conseguimos poco.
Si vamos más a fondo, el dinero no es un Dios sino el “escamoteo del Dios verdadero”. Es una imagen sustitutiva de Dios. En sí mismo no es nada, pero puede comprar todo. Y aumentar infinitamente, con esos números que terminan siendo inimaginables de tantos ceros que tienen. Por eso es tan fascinante. No es malo en sí mismo, porque no es nada (basta que haya una devaluación para se reduzca a papel o que no haya productos para comprar para que no sirva para nada).
Y por qué es malo entonces?
El dios dinero es malo porque nos roba al Dios concreto y verdadero. Nos hace sacar la confianza en el que es nuestro Padre.
La prueba del robo cada uno la puede constatar en sus labios y en su corazón. Si no encuentra la frase: “Bendito sea Dios” cuando le falta alguna cosa concreta, es que ha sufrido el robo y no se había enterado.
El dios dinero le dirá: “Te falta plata. Te falta plata”.
Pero si uno se anima a responderle: Bendito sea Dios, se dará cuenta del engaño y el corazón encontrará paz. En toda ocasión podrá decir: Mi Padre sabe lo que necesito. Alabado sea.
Por ahí ayuda decirlo en árabe: Al-ḥamdu li-l-lāh. Al-ḥamdu li-l-lāh. O en hebreo: Alleluya.
Dios sea Alabado. Así rezaba siempre Jesús: Alabado seas, Padre, porque le has enseñado estas cosas a tus pequeñitos.
Diego Fares sj