Con el Bautismo la gracia actúa desde adentro y el demonio desde afuera – Diadoco de Fótice (Bautismo A 2017)

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Entonces llegó Jesús,

que venía de Galilea al Jordán

donde Juan, para ser bautizado por él.

Pero Juan trataba de disuadirlo diciendo:

«Soy yo el que necesita ser bautizado por ti,

¿y tú vienes a mí?»

Jesús le respondió:

«Déjame ahora, pues conviene que de este modo

cumplamos toda justicia.»

Entonces le dejó.

Después de ser bautizado, Jesús salió del agua;

y he aquí que se abrieron los cielos

y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él.

Y se oyó una voz que salía de los cielos que decía:

«Este es el Hijo mío, el Amado, en quien me complazco» (Mt 3, 13-17).

 

Contemplación

Siempre impresiona ver a Jesús haciendo fila en medio del pueblo de Dios, como si fuera un pecador más, para hacerse bautizar por Juan. El estar metido de lleno en las costumbres populares, no solo en las más puras sino en todo, como cuando comía con los pecadores o tocaba a los leprosos o charlaba con la samaritana, son como “bautismos cotidianos” en los que Jesús se sumerge y se deja purificar por lo humano. Uso a propósito esta frase “se deja purificar” por lo humano, se deja tocar, se deja conmover, dialoga… y así redime.

Por eso elegí esta foto en que al Papa Francisco le salió del corazón agacharse a tocar el agua y remojando los dedos en ella se hizo la señal de la Cruz, como hace cualquiera de nuestro pueblo fiel al entrar en un santuario y ver la pila de agua bendita.

Esto es obra del Espíritu Santo. Un Espíritu que el Señor enviará en Pentecostés no como desde un Cielo lejano, sino como el Espíritu que ya recibió sobre sí, como una Palomita-, en su bautismo en el Jordán. Se abrió el Cielo y el Espíritu de Dios bajó en forma de paloma y se vino al Señor que estaba con los pies hundidos en el barro del río, metido en sus aguas. Este Hijo, así metido en la humanidad y así bendecido por el Espíritu, es el Hijo amado del Padre, en el que se complace.

Esta “inculturación” del Señor en las costumbres de su pueblo –en este caso en una nueva, que Juan Bautista inventa proféticamente como rito de purificación- viene de más hondo: su carne misma tiene un ADN de dos naturalezas, como dice la Teología: el de María y el del Espíritu Santo.

El misterio de la vida consiste en que una persona nueva y única nace de la unión de otras dos, pero de una unión que viene de adentro, no de afuera. Dentro mismo de cada ADN hay una intimidad más íntima que es a la vez única y compartible, abierta a hacerse una con otra, sin perder las características propias, pero combinándolas amorosamente de manera nueva. Hay una plasticidad en la materia que permite esto: que cada uno se apropie lo común y lo haga enteramente suyo, cuando somos engendrados, cuando comemos, cuando nos trasplantan un corazón…

Cuando el Señor manda que todos seamos bautizados en este Espíritu Santo que es Espíritu y Fuego, no se trata de un bautismo exterior –no es solo con agua, que purifica lo externo- sino interior, con la energía del Fuego. Así como Él se encarnó en nuestra carne y se bautizó en nuestra cultura y en nuestra vida cotidiana, así quiere que nuestra carne se bautice en su Espíritu, que seamos engendrados espiritualmente como hijos y nos hagamos un solo corazón con Él y con el Padre.

Lo importante es caer en la cuenta de que el Espíritu actúa desde adentro (y el mal espíritu sólo desde afuera).

El mal espíritu ha sido “expulsado” de la interioridad de la carne y de la historia por Jesús. Es un enemigo vencido. Actúa desde afuera. Y se nos mete sólo cuando lo dejamos. Pero siempre permanece como un cuerpo extraño, no logra “encarnarse”, digamos así.

Basta una buena confesión para barrerlo, basta cerrarle la puerta para que quede afuera, basta no dejarlo que nos enturbie el corazón.

Esta doctrina sencilla pone a salvo todo lo humano, en su fragilidad. Todo lo humano es limpio y ha sido limpiado desde adentro por Jesús.

Por eso el Señor no tiene problema en mezclarse con todo lo humano. No necesita “leyes” que lo protejan de los malos, ni ritos que no dejen que se contamine. Él no se contamina con nada y lo purifica todo. Lo hace por contacto, pero porque el contacto restablece la unión de corazón que el pecado bloqueaba, no porque tenga que ir avanzando con una limpieza externa que tendría que llegar a no sé qué interior manchado.

Este discernimiento –de que el mal espíritu actúa desde afuera- es fundamental. Porque el mayor engaño del demonio es hacernos creer que “dentro nuestro hay algo malo”.

Puede ser que en la medida en que el pecado se entrometió en la vida y en la cultura, el mal haya llegado a estratos muy profundos de nuestro ser y de nuestra sicología y de las estructuras sociales injustas que hemos creado. Pero la llamita de la conciencia, que nos atrae hacia el bien y nos manda buscarlo siempre de nuevo, es interior.

Con esa conciencia deseosa del bien, que es lo que nos constituye como personas (desde donde nos rearmamos, cada uno como puede, para construir su vida lo mejor que puede), con ese interior, se conecta Jesús, rompiendo toda barrera exterior que diga que “con ese no se puede juntar” o que “eso no se puede integrar”. El Señor vence el mal –externo- con el bien interior (el Suyo y el nuestro).

Bautizarse en el Espíritu es sumergirse totalmente en esa Interioridad misteriosa de Dios que no tiene nada malo porque no tiene nada externo a su propio Amor. Nos sumergimos con todo nuestro cuerpo y nuestra historia afectada en mayor o menor medida por el mal, pero desde ese interior bueno, de hijos amados y que quieren amar.

Y lo hacemos de modo tal que “nada nos robe la paz del corazón”. El corazón es ese interior bueno, el más íntimo, que el pecado no penetra ni contamina totalmente y que es donde podemos hacer pie para “arrepentirnos”.

Puede afectar el mal espíritu a nuestra mente –que se llena de imágenes e ideas que vienen de afuera y la contaminan y la llevan a pensar esto y aquello.

Puede afectar nuestras pasiones con bienes externos que hacen “reaccionar” y mueven a cada una según el objeto que se les pone delante. Pero todo esto está discernido como “exterior”.

Nuestro corazón sabe que no son su Bien. Que su Bien es sólo otro Corazón, otros corazones, bienes que no se poseen, sino que se nos dan y los aceptamos y amamos en esta libertad que nos nace de adentro.

Cuando somos bautizados, nuestro nuevo ADN de Hijos de Dios, no es un componente “espiritual” que se uniría a uno “carnal”, de modo tal que surgiría es engendro que algunas teologías desarrollan, en el que el cuerpo es lo impuro y el espíritu –protegido por la letra de leyes abstractas- sería lo puro.

El ADN de Hijos es el de Jesús, que ya integró en sí nuestra carne –gracias a su carne heredada de la carne purísima de María- y también todo lo que es “extensión de lo humano” –léase cultura, costumbres, estructuras sociales, paradigmas…-. Ese ADN de Jesús es ya unión del Espíritu con la carne y es capaz de sanar y convertir desde adentro enteramente a todo el que se injerte en él y se le una, como un sarmiento a una Cepa de Vid buena.

Esta conexión de corazones de hijos, que nos hace hermanos, se dio una vez en el Bautismo y se renueva cuantas veces queramos en cada confesión y crece y fructifica en cada nueva cosecha.

El mal no viene de adentro de la carne (Sí puede ser “elegido” desde adentro, por una decisión espiritual, pero no se convierte en parte nuestra si no queremos).

Esta es la Buena Noticia.

Aunque esté muy metido, aunque parezca que nace de las estructuras más íntimas de la sociedad, aunque parezca que, si un niño sufrió violencia de pequeño, ese mal se le habrá metido tan hondo que tendrá que repetirlo. No es así.

Sí es verdad que hace falta cambiar un país entero para que el ambiente favorable pueda ir incidiendo en la fragilidad herida de un pequeñito que nació entre bombardeos.

Sí es verdad que se necesitan mil años o dos mil para cambiar una cultura que considera inferiores a las mujeres y que es capaz de explotar a los niños y aislar en asilos a los ancianos.

Sí es verdad que para que alguien que quedó en situación de calle hace falta un hogar que sea como una pequeña ciudad, con todas las prestaciones gratis y todo el cariño gratuito que uno necesita para reconectarse con su deseo de vivir en comunidad y en sociedad.

Sí es verdad que para un enfermo terminal que no tiene contención haga falta toda una Casa de la Bondad en la que 150 cuiden solo a seis o siete por vez.

Sí es verdad que hay que cambiar de raíz la cultura del dinero –que es el Dios de lo externo y cuantificable- y que esto puede llevar diez mil años (dicen que el dinero nació con la acuñación de monedas entre los siglos VII y V antes de Cristo, por lo cual llevamos entre 7000 y 9000 años bajo este diosecito que, una vez acuñado (idolizado) comenzó a permitir que algunos más vivos se dedicaran a las finanzas en vez de trabajar). Así pues, lo que se construyó en diez mil años puede llevar otro tanto para cambiarse. No digo que volvamos al trueque, sino que lo que digo es que las estructuras en que vivimos no son “naturales” –no nacemos con un monto de dinero bajo el brazo- ni, mucho menos, sobre-naturales. Por tanto, se pueden cambiar y mejorar.

Que el Bautismo del Señor nos haga sentir deseos de ser bautizados en el Espíritu Santo, muchas veces, como nos enseñan nuestros hermanos pentecostales. Porque el Espíritu es todo bueno y sopla donde quiere y suscita adoradores del Padre, que vuelven a Él, como el hijo pródigo, y amigos de Jesús, que lo invocan como Señor y conectan con él de corazón a corazón.

Diego Fares sj

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