La generación de Jesucristo fue así:
Estando comprometida su Madre María con José,
antes de que estuviesen juntos,
se encontró con que había concebido en su vientre por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió repudiarla en secreto.
Mientras tenía estas cosas en el ánimo,
el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo:
‘José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa,
porque lo que ha sido engendrado en ella es del Espíritu Santo.
Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús,
porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados.’
Todo esto sucedió para que se cumpliera
lo que el Señor había anunciado por el Profeta:
‘La Virgen concebirá y dará a luz un hijo
a quien pondrán el nombre de Emmanuel,
que traducido significa: «Dios con nosotros.»’
Al despertar, José hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado
y recibió consigo a su mujer (Mt 1, 18-24).
Contemplación
El título que San Ignacio da a sus Reglas de discernimiento es “Reglas para en alguna manera sentir y conocer las varias mociones que en el alma se causa, las buenas para recibir y las malas para lanzar” (EE 313).
En el pasaje del evangelio de hoy, vemos cómo San José sintió y conoció que se causaban en su alma pensamientos muy distintos y contradictorios entre sí.
Por un lado, sus pensamientos humanos, fruto de una deliberación bien pensada, en la que no encontraba otra salida racional para no ser injusto ni con María ni consigo mismo, que repudiarla en secreto. No quería exponerla públicamente ni podía hacerse cargo por su cuenta de un bebé que no era suyo.
Esos eran “sus pensamientos propios” y aunque el evangelio no lo dice, seguramente se le habrán cruzado otros sentimientos y pensamientos del mal espíritu antes de llegar a este decisión libre y deliberada.
Por otro lado, San José tiene ese sueño en el que se le aparece el ángel bueno y le da una interpretación totalmente distinta e impensada de lo que ha sucedido.
Y Mateo nos dice que, “al despertar, San José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado y recibió consigo a su mujer”.
No nos cuenta qué pensó ni si elaboró una oración. Simplemente se decidió por el buen espíritu y pasó directamente a la acción.
San José recibió no sólo el buen pensamiento, sino que se levantó y fue derechito a buscar a María y con todo amor se la llevó a su casa.
Los otros razonamientos, sentimientos y resolución anterior los “lanzó” fuera de sí, sin ninguna duda ni vuelta atrás.
Se suele decir que San José es el hombre del silencio y que no se conserva ninguna palabra suya en el Evangelio.
Sin embargo, Mateo nos permite entrar en su mundo interior, en el que su resolución y buen juicio humano, su capacidad de escuchar a Dios en sueños y sus acciones buenas, no solo nos hablan sino que nos abren el espacio de un diálogo interior rico y elocuente.
Su silencio es como el silencio de esos padres que abren la oreja y el corazón a sus hijos y los dejan hablar y contar todo lo que necesitan y con pequeños gestos y miradas los invitan a hablar y a hablar más hasta que desahogan todo su corazón. Son esos silencios llenos de sí, de aprobación, de aliento, de “yo te comprendo” “entiendo todo” “contame”, más elocuentes que cualquier discurso. Silencios dialogantes. Así es el silencio de San José: un silencio en el que cabían todos los diálogos entre Jesús y María en el hogar de Nazaret.
Es que el alma de San José habita en las fuentes de la Palabra.
Veamos, si no, su misión.
El Ángel le dice que como padre, será él el que le ponga el Nombre a Jesús: “le pondrás el nombre de Jesús”.
Esta misión nos recuerda a Adán, cuando Dios le trajo delante a todos los animales para que les pusiera nombre y Adán le puso un nombre a cada uno (Gn 2, 19-20). Ponerle el Nombre a Jesús es habérselo puesto a toda la nueva creación: todo, de ahora en mas, llevará el logo “Jesús”.
Una vez que José, delante del sacerdote que lo circuncidaba, pronunció el Nombre de Jesús, qué otra cosa le quedaba para decir. Ya antes lo había comenzado a pronunciar en voz baja, mientras lo tenía en brazos y se lo daba a María: Jesús, Jesucito. Imagino que San José tendría en sus labios este “Jesús” para todo. Jesús, Jesucito, Jesús tomá, Jesús vení, Jesús escuchá, Jesús vamos a rezar, Jesús ayudame, Jesús traéme el martillo, Jesús andá decile a tu mamá, Jesús vamos que te llevo a la sinagoga, Jesús, ahora bendecimos el pan, Jesús vamos a dormir, Jesús, despertate, que tenemos que salir rápido porque hay gente mala que nos quiere hacer mal, Jesús esperame aquí y cuidá a tu madre, Jesús no te nos pierdas de nuevo, que tu madre se angustia mucho…, Jesús, Jesús, Jesús.
Cómo dicen algunos que San José no hablaba si se la debió pasar cantando y saboreando el Nombre bendito de su Hijo. Y no solo por gusto de padre, como todo papá que saborea el nombre que le puso a su hijo, sino además, como misión dada por el Señor.
El Magníficat de San José tiene una sola palabra.
Las demás, como un rebaño de ovejitas en torno a su buen pastor, acudirían al escuchar “Jesús” y le andarían siempre cerca.
Y las palabras lobo, huirían de su corazón y desaparecerían de su mente, con solo pronunciar Jesús.
El discernimiento fatigoso que José tuvo que hacer por sí solo, antes de escuchar de labios del Ángel el Nombre que lo discierne todo, el Nombre que revela los pensamientos que cada hombre tiene en su corazón, como le diría Simeón a María, ese discernimiento, una vez escuchado el Nombre de Jesús que tendría que ponerle a su hijo, se volvió parte de su mismo corazón.
Al poner a Jesús su Nombre, San José no solo se convirtió en padre de Jesús, sino que Jesús se le encarnó en su corazón y tomó posesión de él haciéndolo uno con el Suyo.
De ahí en más, San José discernirá lo que tiene que hacer sin necesidad de andar dando vueltas y sopesando pros y contras.
Le bastará con decir Jesús y los pensamientos buenos se le arremolinarán como ovejitas y los pensamientos malos huirán como lobos espantados por el cayado del pastor.
San José, diciendo Jesús, sabrá lo que tiene que hacer: si huir a Egipto o si regresar a Nazaret.
Y se consolidará esta experiencia cuando Jesús se les pierda en el templo y se pasen tres días buscándolo. Sin Jesús, el mundo se les habrá caído y al recuperarlo, maduro –ya ocupado en las cosas de su Padre-, lo habrán sentido ya no solo como hijo querido sino como Salvador, que no otra cosa significa el Nombre de Jesús.
No tengo mucho más para decir sino solo esto: que San José es patrono del discernimiento.
Y que si uno quiere “discernir” como dice el Papa Francisco, no tiene que iniciarse en ningún tipo de procedimiento complicado. Basta con que comience a invocar a San José y le pida que lo acompañe en este camino, recordándole como buen Padre de invocar el Nombre bendito de su Hijo, de decir Jesús a cada rato y todo lo que pueda, para ir sintiendo y conociendo las mociones que se causan en su alma, las buenas para recibir y las malas para lanzar.
Con San José se volverá claro lo que hay que “tomar consigo” y lo que “no hay que repudiar”; uno sabrá cuándo hay que “huir a Egipto” escapando de los Herodes y cuándo hay que volver a Nazaret; uno sabrá buscar y hallar a Jesús cuando se le pierda, regresando a las cosas del Padre…
San José hablaba poco en el sentido de que no hablaba por hablar. Habló poco porque decidió y pasó a la acción. Lo cual equivale a “pronunciar” interiormente las palabras esenciales, los “sí” que lo llevan a hacerlo todo como el Señor le dice.
En esa frase de Mateo: “Al despertar, José hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado”, está interiormente dicha la frase de María: “Yo soy la Servidora del Señor, hágase en mí según tu Palabra”.
En el “hágase” que pronuncia constantemente la Iglesia, abriéndose a la Acción del Espíritu, San José es el que “hace” –e invita ha hacer- todas esas pequeñas tareas y servicios necesarias para cuidar y custodiar lo que misteriosamente lleva a cabo el Señor.
San José discierne los momentos, diría Francisco, actúa en lo cotidiano, cuidando al Niño y a su Madre.
Y porque está siempre pronunciando la Palabra más grande –Jesús- es que no necesita pronunciar otros discursos, sino sólo las palabras más pequeñas y simples, que casi ni se pronuncian, pero se ve que están dichas, cuando alguien como él las pone en acción.
Diego Fares sj