El pueblo permanecía allí y contemplaba.
Sus jefes, burlándose, decían:
«Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!»
También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían:
«Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!»
Sobre su cabeza había una inscripción:
«Este es el rey de los judíos.»
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo:
« ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.»
Pero el otro lo increpaba, diciéndole:
« ¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo.»
Y decía:
«Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino.»
Él le respondió:
«Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso».
….
Todos sus amigos y las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea permanecían a distancia, contemplando lo sucedido (Lc 23, 35-49).
Contemplación
Al terminar el Año Santo de la Misericordia, nos identificamos con el buen ladrón y entre hoy y mañana, le “robaremos” a Jesús crucificado una mirada suya. Le hablaremos como el buen ladrón y le diremos algo nuestro que haga que vuelva hacia nosotros su Rostro –el Rostro de la Misericordia de nuestro Padre- y nos diga como a aquel pobre crucificado: “Yo te aseguro que hoy estarás Conmigo en el paraíso”.
Antes de hablar con Él tendremos que hablar con nuestro compañero de ruta y cruz, con el mal ladrón. Tendremos que hacerlo callar. Es uno que se ha mimetizado con sus opresores y se burla e insulta a Jesús como hacen los potentados, los que se creen que pueden usurpar la Realeza de Jesús utilizando dinero y violencia. El mal ladrón no es que sea malo por robar, sino porque roba mal: no roba el único tesoro que vale la pena, Jesús, “en quien están escondidos todos los tesoros” (Col 2, 3) que cuentan, los que no se herrumbran ni se humedecen. Ese mal ladrón nos habla a veces al oído, nos llena de sus quejas amargas y de sus verdades a medias, que nos dejan encogido el corazón y en ayunas del amor que Jesús, a nuestro lado, siempre está dispuesto a brindarnos. Tenemos que hacer callar la voz del mal ladrón. No es ni siquiera suya. Toma las burlas prestadas de los jefes de los saduceos y de los escribas y fariseos que habían rechazado a Jesús. Y ellos a su vez “no saben lo que hacen” y repiten las palabras que les musita al oído el Demonio, el acusador, el mentiroso, el que siembra la división y busca el mal. “Por qué no te salvas a ti mismo y nos salvas a nosotros”. Esa es la palabra de burla, que al mismo tiempo es profecía, porque Jesús, precisamente, nos estaba salvando a nosotros.
….
Los gritos de mi compañero me despertaron de mi ensueño. Yo no veía ni sentía nada sino solo mi dolor. Me habían condenado, me habían echo subir al Golgota cargando el leño y sujetándome entre varios para que no pataleara, me habían clavado en esa cruz. La impotencia me llevó a hundirme en mi resignación forzada: cualquier movimiento hacía que me dolieran más los clavos y mi único alivo era gemir lastimeramente y con los ojos cerrados suplicando que la muerte viniera rápido.
Pero, como digo, los gritos de mi amigo me despertaron y tratando de hacerlo callar hice el gesto de que mirara a Jesús.
Lucas arregla un poco mi discurso ya que no me salieron en orden todas esas palabras a mi compañero. Pero expresan bien el sentido de lo que le dije: quería que se avivara, que viera su situación… Pero sobre todo que no fuera injusto a último momento. Si uno se está muriendo, aunque sea un ladrón, puede reconocer a alguien inocente. Y yo sabía, con la certeza que tiene un malhechor, que Jesús era inocente. Nadie mejor que un ladrón para reconocer al que no lo es. Ahí fue que, haciendo gestos a mi compañero para que mirara con sus ojos a Jesús, me di cuenta de que nos estaba escuchando y me salió esa frase: “Jesús -le dije- acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino”.
Fue una frase que me vino de “arriba” y me sorprendió a mi mismo.
Pero antes de retomarla, tengo que explicar un poco mi situación.
Yo ya estaba entregado y sabía que no quería poner mis esperanzas en que me desclavaran de la cruz y me dejaran suelto. Estaba en ese momento en que uno se entrega, se confía en las manos de Dios, en las manos misteriosas del que nos dio la vida.
Estaba en ese momento en el que uno quiere hacer cuentas con uno mismo y ser sincero para poder presentarse ante el Creador.
Uno ya no tiene ganas de discutir con los demás ni de quejarse a la vida sino de ser auténtico, de confesar aquello en lo que uno ha creído, de agradecer a la vida, de pedir perdón a los que uno ama y de dejar a Dios que juzgue a los enemigos.
Se ve que había registrado hondamente que Jesús que nos acompañaba en nuestra situación extrema, era un inocente. Pero, como digo, yo estaba atontado.
Fue la frase de mi compañero lo que me despertó.
No sus gritos sino lo injusto de la frase. “No sos vos el Mesías? Salvate a vos mismo y salvanos a nosotros”.
Aún en el dolor físico más fuerte, la indignación ante la injusticia se impone en el corazón humano. Apelamos al razonamiento justo del otro, como par en humanidad. No puede ser que te creas Dios. No puede ser que no reconozcas al que es inocente… Se lo queremos decir: me podrás matar, pero que te quede grabado que sos injusto. Sé que lo tendrás que reconocer.
Es eso tan humano de saber que hay una medida común –un juicio- desde el que nos juzgamos todos, sin necesidad de que nos juzgue otro. Eso es lo que le quería decir a mi compañero: juzgá por vos mismo, no te comás las palabras de los otros, que son tipos capaces de condenar a justos con culpables. Juzgá por vos mismo. No ves que Jesús no ha hecho nada malo y está sufriendo lo mismo que nosotros que nos lo merecemos?
Ahí fue que lo miré a Él y me olvidé de mi compañero, que siguió insultando, y me salió llamarlo Jesús.
Ahora que lo veo desde el paraíso –porque les adelanto que sí que se acordó de mí y desde esa tarde estoy con Él, en ese espacio que ustedes, que han “desmitologizado” las palabras, no saben cómo nombrar y que nosotros llamábamos “el paraíso”- ahora, como decía, que habito ese espacio que nos abrió Jesús –ese espacio tan humano y a la vez tan de Dios-, siento que fue Él el que hizo brotar de mi corazón esas palabras.
Así como las burlas injustas de mi compañero me hicieron salir del corazón esa recriminación que le hice – “no tenés temor de Dios?”-, el darme cuenta de que Jesús nos estaba escuchando, hizo que lo llamara Jesús, como si fuera un amigo de toda la vida, y que le hiciera esa extraña petición.
A mí me daba vueltas el hecho de que él era inocente y no se quejaba. Eso me hizo sentir admiración por su señorío. Cuando uno ve a otro que sufre lo mismo con más dignidad uno se edifica, aprende, trata de imitar al otro buscando esa dignidad dentro del propio corazón. Allí sentí que ese señorío suyo era poderoso. No lo veían los otros, que se le burlaban, pero yo sí que lo podía ver. Y con tanta claridad que me causó espanto: cómo yo podía darme cuenta de que lo que decía ese cartel –Rey de los judíos- era verdad, y los otros no. Pero como no tenía tiempo para ocuparme de los demás, le hice una petición bien de ladrón, que manotea lo que está al alcance de su mano. Le dije “acordate de mí”.
“Jesús” fue la primera palabra que Él me sacó del corazón. Me la sacó con su mirada atenta y llena de compasión.
“Acordate de mí” fue la segunda frase, enteramente personal, mía sola y sólo para mí.
Si a otro le gusta, la tiene que decir él, tiene que permitir que Jesús se la saque del corazón… y para eso tiene que estarle cerca, allí donde él está. Y también ser sincero.
“Cuando vengas en tu reino” es la frase que suena más extraña en mi boca. Pero lo que quise decir es que yo reconocía no solo su inocencia de buena persona y su señorío sobre la injusticia y la cruz, sino que reconocía que eso iba a triunfar. Que de alguna manera ese ser Rey de Jesús iba a ganar. Y yo quería estar de su lado en la victoria, así como la vida me había puesto a su lado en la derrota de la cruz. Eso le quise decir y se lo dije. Y aquí estoy, pudiéndoles hablar a ustedes desde lo hondo del corazón, desde ese espacio que es el Reino, en el que habitamos juntos los que estamos de este y del otro lado, como se dice.
Al final del Año de la Misericordia, que el Señor ha querido que se cierre con mi imagen de “buen ladrón” les deseo que, viendo lo que me pasó a mí, se animen también a “robarle misericordia a Jesús”, aunque sea en estos dos últimos días (que yo solo tuve unos momentos).
Entiendo que lo de “cerrar la puerta de la Misericordia” es un modo de expresar que los que han entrado en ella ya no pueden ser expulsados afuera por nada ni nadie.
Y también les deseo que acompañen al Papa Francisco en esos tres deseos suyos que nos compartió en la Bula con la que convocó este año santo de la Misericordia. Decía Francisco:
“El Año jubilar se concluirá́ en la solemnidad litúrgica de Jesucristo Rey del Universo, el 20 de noviembre de 2016. En ese día, cerrando la Puerta Santa (para que todos quedemos adentro), tendremos ante todo (primer deseo) sentimientos de gratitud y de reconocimiento hacia la Santísima Trinidad por habernos concedido un tiempo extraordinario de gracia. Encomendaremos la vida de la Iglesia, la humanidad entera y el inmenso cosmos la Señoría de Cristo, esperando (segundo deseo) que derrame su misericordia como el roció de la mañana para una fecunda historia, todavía por construir con el compromiso de todos en el próximo futuro. ¡Cómo deseo (tercero) que los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios! A todos, creyentes y lejanos, pueda llegar el bálsamo de la misericordia como signo del Reino de Dios que está ya presente en medio de nosotros” (MV 5).
Diego Fares sj