El efecto Zaqueo: decidirse en un instante por Jesús y hacer las cosas de corazón (31 C 2016)

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Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad. Vivía allí un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos y rico; y buscaba ver a Jesús –quién era- pero no podía a causa de la multitud, porque era pequeño de estatura, así que se echó a correr hasta ponerse adelante y subió a una morera para poder verlo, porque Jesús estaba a punto de pasar por allí… y al llegar a ese lugar, Jesús, levantando la mirada, le dijo: Zaqueo, date prisa en bajar, porque hoy tengo que ir a quedarme en tu casa. Zaqueo bajó a toda prisa y lo recibió alegremente.

 

Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: Entró a hospedarse en casa de un hombre pecador. Pero Zaqueo, poniéndose de pie dijo al Señor: Mira, Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si en algo defraudé a alguno, le restituyo cuatro veces más. Y Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que había perecido» (Lc 19, 1-10).

 

Contemplación

Para Zaqueo el encuentro con Jesús debe haber sido como un solo instante. Así como lo que escribí, todo de corrido: desde el momento en que Jesús entré en Jericó y le avisaron hasta que se cruzaron sus miradas. Él allí en lo alto, subido a una morera y Jesús abajo que alzó la mirada y le habló a él, en medio de la gente, y le dijo que tenía que ir a alojarse en su casa.

La otra escena es un espejo de la primera, en el sentido de que también todo ocurre en un instante. A Zaqueo le basta con escuchar medio comentario de crítica a  Jesús porque ha ido a alojarse en su casa, para ponerse de pie y restituir de una vez lo que había ido acumulando y robando por años.

Es el efecto Zaqueo: el de decidirse en un instante por Jesús y hacer las cosas de corazón. Con Jesús esto sirve. Con otra gente uno puede decir “vamos a ver”, “lo pensaré tranquilo”. Con Jesús que pasa, las cosas se resuelven en un instante.

Por supuesto que detrás ha habido todo un proceso y que, después, cuando se ponga a devolver y a rebajar deudas, también se iniciará otro. Pero son procesos llenos de “saltos”, llenos de “momentos de discernimiento” que son como toda una eternidad de salvación, ya que si la vida de Zaqueo terminara en cualquiera de esos momentos, su vida estaría plena.

Una primera gracia, que vaya a saber desde cuando se venía preparando, le vino en el momento en que la avisaron que Jesús estaba entrando en la ciudad. Fue nada más escuchar y decirse “yo lo tengo que ver”. Aunque se diga en un instante, esa frase es algo complejo. Se puede ver tanto por lo que desencadena como por lo que podría haber abortado el encuentro. “Yo lo tengo que ver” es frase que esconde una gracia recibida, un deseo incontenible y un juicio claro que pone en acción a Zaqueo y lo lleva a meterse entre la gente, a adelantarse corriendo y a subirse a la morera. En cualquiera de esos pasos podría haber cambiado la historia. Zaqueo se podría haber conformado con verlo de lejos, dando algún saltito; podría haber sentido vergüenza de subirse a la higuera… Tantas cosas, pequeñas o grandes, pueden ser impedimento para realizar un deseo, para llevar a cabo una decisión.

Por supuesto que Zaqueo era un hombre de acción, que se arriesgaba a prestar y luego era implacable a la hora de cobrar. Sólo que aquí utiliza toda su viveza y resolución para conectarse con Jesús. Zaqueo no se avergüenza de ser él. No dice “para ver a Jesús primero tengo que cambiar y ser bueno”. Lo va a ver así como está y como es. Y Jesús le dice que quiere hospedarse en su casa, como diciendo que no solo lo acepta a él sino a él con todos sus amigos y su familia. Porque a veces también sucede que pensamos que, para ver a Jesús, tenemos que ir solos y de noche, sin que nadie se entere, como pensaba Nicodemo. A este también lo recibió el Señor, pero parece que era un hueso más duro de roer, como se puede deducir del hecho de que se manifestara públicamente como amigo de Jesús recién después de su muerte, cuando fue a pedirle el cuerpo a Pilato.

Zaqueo, el publicano, se le adelanta, cumpliendo eso que dice Jesús que los publicanos y las prostitutas (y todas las personas que cada sociedad discrimina por su condición sexual, religiosa, política, o por sus opiniones o acciones presentes y pasadas) se adelantan a todos y entran primero en su Reino de misericordia y alegría.

El efecto Zaqueo puede servirnos para discernir nuestros “momentos” cuando pasa Jesús.

Yo pongo como ejemplo las actitudes cuando pasa el Papa. Están los que dicen “Yo lo tengo que ver” y están los que, después que pasa o dice o hace algo, dicen “Vamos a ver”. Están los que corren y se adelantan y gritan y tratan de acercarse y los que consideran que no hay que “idolizar” al Papa. Por supuesto que el cariño y la emoción al ver pasar a Francisco se confirman luego en la vida diaria, si uno cultiva el mismo entusiasmo para acercarse a los pobres y mejorar en su relación con los demás. El segundo paso del efecto Zaqueo, luego de su emoción y cholulismo por ver a Jesús, es reparar sus pecados devolviendo dinero robado y perdonando deudas. Eso no quita que la actitud paralizante, fría y llena de peros, de los fariseos con respecto a Jesús sea equiparable a la de Zaqueo porque de última, todo “sentimiento y emoción” demuestran su autenticidad en la práctica. Yo diría que con Jesús la emoción y el sentimiento y el deseo de acercarse, de verlo y de tocarlo, son ya una “práctica”: la de la oración y adhesión a su Persona en la fe. De allí brota luego la fuerza para ser más justos con los demás y más misericordiosos. Por eso, la emoción de la gente ante el Papa, el deseo de acercarse y de entrar en contacto con su persona, no es un acto sentimentalero. Visto de afuera puede ser que parezca que es la misma euforia que se desata ante cualquier persona famosa. Pero es despreciar la inteligencia y el corazón de los demás rebajar los sentimientos hondos porque la expresión “carnal”, digamos, sea la misma, vista desde afuera. Es una manera sutil de negar la encarnación. Es pensar que toda lágrima es “lágrima de cocodrilo”, que todo entusiasmo es “pasajero”, que toda emoción es subjetiva y superficial, que toda adhesión a una persona es “personalismo” etc.

San Ignacio, en la espiritualidad encarnada de los Ejercicios, cuando entramos en oración, con el debido respeto que nos merece Dios nuestro Señor, nos hace ejercitar todo nuestro ser, poniendo en acción nuestras capacidades más espirituales –como la libertad y la capacidad de contemplar- junto con nuestros sentimientos –pidiendo lágrimas y vergüenza por los pecados y gozo y alegría por la resurrección del Señor- y teniendo en cuenta la posición para rezar, el lugar, las comidas, el sueño, los paseos… Todo sirve a la hora de alabar y buscar y hallar al Señor y de entrar en coloquio con él como un amigo con otro amigo o un servidor con su Señor.

El efecto Zaqueo consiste en dejarse movilizar íntegramente por la presencia y el paso del Señor. Dejar que movilice nuestros deseos más hondos, que ponga en acción nuestra capacidad de decidir en un momento, que agilice nuestros pies para correr y que nos devuelva la agilidad de niños para trepar a un árbol, que nos haga movilizar a todos los de nuestra casa y a nuestras amistades y que la gracia llegue a nuestro bolsillo y a la billetera y cambie la dirección de nuestros intereses convirtiéndonos en personas para los demás.

Diego Fares sj

Dios mío, sé propicio conmigo (bancame, decimos en argentino) que soy un pecador (30 C 2016)

epa05194757 Pope Francis confesses as he leads a penitential service in Saint Peter's Basilica at the Vatican, 04 March 2016.  EPA/MAX ROSSI / POOL

Refiriéndose a algunos que confiaban en sí como si fueran justos y menospreciaban a los demás, dijo Jesús también esta parábola:

«Dos hombres subieron al Templo para orar;

uno era fariseo y el otro, publicano.

El fariseo, de pie,

oraba así:

«Dios mío, te doy gracias

porque no soy como los demás hombres,

que son ladrones, injustos y adúlteros;

ni tampoco como ese publicano.

Ayuno dos veces por semana

y pago la décima parte de todas mis entradas.»

En cambio, el publicano,

manteniéndose a distancia,

no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo,

sino que se golpeaba el pecho, diciendo:

«¡Dios mío, bancame, que soy un pecador!»

Les aseguro que este último volvió a su casa justificado,

pero no el primero.

Porque todo el que se enaltece a sí mismo será humillado y el que se humilla a sí mismo será enaltecido» (Lc 18, 9-14).

 

Contemplación

La frase del publicano es “sé propicio conmigo” (ilastheti), se benigno, indulgente, muéstrate favorable. Bancame, decimos en argentino.

“Yo te banco” es: “estoy con vos”, “te apoyo”, “te sostengo”, “te aguanto… y pago por vos, me hago cargo”.

El publicano, que sabía de dinero, de préstamos y deudas, bien pudo utilizar la palabra en este sentido de “bancame, Señor, que no puedo pagar. Soy pecador”.

En Argentina también usamos el gesto universal de golpearnos dos o tres veces el corazón con el puño y luego señalar al otro al que “bancamos” con el dedo y asentir con la cabeza. “Yo te banco”, decimos, y se lo hacemos sentir al otro que es nuestro amigo.

“No me lo banco” es la expresión contraria y significa no solo que no lo soporto, sino que no lo quiero soportar. Solemos aludir a la actitud del otro –que se la cree o que se siente superior o autosuficiente- más que a tal o cual defecto.

Bancar o no bancar es cuestión de libertad, es algo gratuito que se hace porque se siente, por pura amistad: o se hace con gusto o no se hace.

Cuando decimos “me lo tuve que bancar” estamos diciendo que “fue por esta vez” y porque que “no me quedó otra”, ya que estaba en juego algo más importante, que es lo que en realidad “nos bancamos” soportando al otro.

Este lenguaje que tenemos “incorporado” es el que tenemos que usar cuando hablamos con el Señor.

El publicano dice “bancame”.

Y no lo dice como el chanta que ruega: “salvame en esta que después te pago”, sino que dice de verdad: “salvame en todo porque soy pecador”.

Soy pecador. No dice: “me mandé una macana”.

El publicano sabe de verdad que necesita que el Señor lo purifique y lo perdone totalmente.

Seguro que reza con sentimient el Salmo 50: “Bancame Señor, ten piedad de mí, por tu gran compasión borra mi culpa, perdona todas mis deudas”.

Y aquí es donde entra Jesús. En realidad, Él es el que nos banca a todos. La carta a los Hebreos lo dice más en difícil pero ese es el sentido: “Jesús debía ser en todo semejante a los hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel Pontífice en lo que es para con Dios, para expiar los pecados del pueblo” (Hb 2, 17).

En la mentalidad antigua, estaba claro que, en esto de “bancar”, alguno tenía que pagar o poner el cuero. En el rito de la expiación, para “expiar” los pecados del pueblo, para purificarlos, se elegía dos chivos y se echaba suertes. Uno era para el Señor, y el sumo sacerdote lo sacrificaba sobre el altar y se rociaba con su sangre el Arca de la Alianza, pidiendo perdón por los pecados del pueblo. Al otro –al chivo expiatorio- el sacerdote le ponía las manos sobre la cabeza, lo cargaba con los pecados del pueblo y lo soltaba en el desierto para que se perdiera y no volviera más al campamento.

En nuestro caso ambas acciones las cumplió Jesús, que nos purificó con su Sangre y cargó sobre sí nuestros pecados y los borró para siempre.

Es importante recuperar este sentido de que Otro nos banca.

La mirada benévola y misericordiosa del Padre para con nosotros se la tenemos que agradecer a Jesús. Que Dios nos sea “propicio”, como le pide el publicano, es gracias a que Jesús nos bancó.

En la liturgia siempre estamos expresando que por medio de Cristo y en Cristo el Padre realiza el designio de su amor eterno (1 Jn 4, 8) “mostrándose propicio”, es decir “perdonando” a los hombres con un perdón eficaz, que destruye verdaderamente el pecado, que purifica al hombre y le comunica su propia vida (1 Jn 4, 9).

¿Por qué digo que es importante recuperar este sentido de que Otro nos banca?

Porque el concepto dañino que está instalado activamente en nuestra cultura es que “lo importante es bancarse a sí mismo”. Y esto es terrible.

Si no te bancás a vos mismo porque naciste en la pobreza o en un país en guerra del que tuviste que huir o no te alimentaron bien o no tuviste educación o caíste en una adicción no podés exigir que la sociedad te banque.

Si no te bancás a vos mismo porque tenés apenas unas semanas de vida, no sos persona. Sos “parte” del cuerpo de otra que se banca a sí misma y te puede eliminar.

Y así en todo. La meritocracia, como se dice, instala el lema de que cada uno se tiene que bancar a sí mismo.

Y esto es lo más antievangélico y antihumano que se pueda pensar.

Porque lo humano es que nacemos y vivimos gracias a que otros nos bancan y lo cristiano es que cuando este sistema humano “falló” por el pecado, Jesús vino a hacerse cargo y a bancarnos a todos.

Y la realidad es que los “que se bancan a sí mismos” y son “autosustentables” en realidad lo que están haciendo es utilizar para beneficio propio y consumir los recursos que cientos y de miles de personas han producido y de los que no pueden gozar.

Nadie es autosustentable si lo largan solo en medio de la naturaleza. Poné a un multimillonario sin documentos ni dinero en una barcaza en medio del mediterráneo con gente que hable otro idioma y veamos si puede hacer otra cosa que expresar con gestos un “bánquenme”.

Por eso tenemos que aprender humildemente del publicano y usar su lenguaje en todos los niveles.

A nivel personal, tenemos que decirle a Jesús: bancame, Señor, intercedé por mí para que el Padre me aguante con paciencia y no se canse de perdonarme. Que no corte esta higuera a ver si con tu ayuda y tu gracia puede dar frutos en adelante.

A nivel social, tenemos que decirle al Señor: mirá cómo me estoy bancando a todos los que puedo, pagando impuestos, dando trabajo, luchando por la justicia y colaborando en las obras de misericordia de la Iglesia, ayudando a mis hermanos, tratando de tener paciencia y dar una mano. Así como vos me bancás a mí yo me banco a los otros.

A nivel ecológico también podemos tener esta actitud humilde de cuidar el planeta y la ciudad y los lugares en que habitamos así como el planeta y la ciudad y la casa nos bancan a nosotros y nos tienen paciencia en todo lo que ensuciamos y consumimos de más y no sembramos para el futuro.

Inmensamente agradecidos a Jesús que nos bancó a todos y a sus santos y a tanta gente buena que nos banca día a día, con una actitud humilde, como publicanos, le pedimos al Padre: muéstrate propicio con nosotros, Señor. Se indulgente con tus hijos. Perdona nuestros pecados y danos tu gracia para que no nos cansemos de pedirte que nos banques y nos convirtamos en gente positiva, dispuesta a bancarse todo con tal de ganar tu amor, tu benevolencia y, si es posible, tu confianza y tu amistad.

Diego Fares sj

 

Parábola de un Dios velocísimo, que socorre y hace justicia en abrires y cerrares de ojos (29 C 2016)

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Jesús, para mostrarles que es necesario orar siempre sin desanimarse

les proponía una parábola diciendo:

«Había un juez en cierta ciudad que no temía a Dios ni le importaba lo que los hombres pudieran decir de él.

Había también en aquella misma ciudad una viuda que recurría a él siempre de nuevo, diciéndole:

«Hazme justicia frente a mi adversario.»

Y el Juez se negó durante mucho tiempo. Hasta que dijo para sí:

«Es verdad que yo no temo a Dios ni me importan los hombres, sin embargo, porque esta viuda me molesta, le haré justicia, para que no venga continuamente a fastidiarme» (no vaya a ser que termine por desprestigiarme con sus enredos)».

Y el Señor dijo:

«Oyeron lo que dijo este juez injusto?

Y Dios, ¿no se apresurará en auxilio de sus elegidos, Él que los escucha pacientemente, cuando día y noche claman a él? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia.

Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18, 1-8)

 

Contemplación

La parábola es sobre el Padre.

Sobre el Padre Presente y Atento, lleno de cariño para socorrernos y rápido para actuar.

En segundo lugar, se habla sobre la insistencia en la oración. Pero en primer lugar para Jesús está revelar esta imagen de su Padre y Padre nuestro.

Porque detrás del desánimo en la oración puede estar la imagen de un padre ausente. Y el mal espíritu que la fogonea con razonamientos falaces…

  • Tu padre no te escucha. ¿Para qué le rezás…?
  • ¡Claro que los escucha! Es vuestro Padre, ¿cómo no los va a escuchar?

Aquí, al igual que en la parábola del hijo pródigo, lo que Jesús quiere es revelarnos cómo está de atento y cuán presente está el Corazón de nuestro Padre Misericordioso. No cae un pajarito, dice en otro lado Jesús, sin que mi Padre “esté”, sin que lo sienta caer sobre la hierba y lo reciba en sus Manos Buenas.

El Señor hace contra enfáticamente a esa insidia del demonio que nos induce a pensar que, porque a veces tarda o no nos da lo que pedimos, nuestro Padre no nos escucha.

Y el Señor va con fuerza contra esta tentación poniendo el ejemplo del juez inicuo, que es realmente detestable. Como diciendo, si hasta uno así escucha y sabe, cómo no va a saber tu Padre.

Un juez a quien no le importa la justicia es la peor peste que puede tener una sociedad. El juez inicuo es peor que el rico insensible. Y el hecho de que se vea en la obligación de hacer justicia a la viuda sólo por cuidar su imagen, lo vuelve más falso todavía. Los que están en otros cargos públicos de la sociedad pueden cometer faltas, pero un juez que introduce la mentira en la justicia misma, corrompe de raíz toda la vida social. Pues bien, hasta un personaje como este –dice Jesús- es capaz de escuchar. ¡Cómo no nos va a escuchar nuestro Padre!

No solo nos escucha, sino que Jesús da testimonio de que nos escucha con todo su corazón. Eso quiere decir que escucha con paciencia y con magnanimidad.

Y además, se apresura en venir a nuestro auxilio.

Más aún: nos hace justicia en un abrir y cerrar de ojos.

Algo así sólo pasa en una familia. Cuando una madre, apenas siente que su hijito pequeño grita, corre a ver qué le pasó y si se ha caído o ha quedado encerrado, inmediatamente lo socorre y consuela su llanto.

Así obra nuestro Padre, dice Jesús.

Uno duda. Pero convengamos que las dudas no son espontáneas ni naturales.

¿Acaso un hijo pequeño duda intelectualmente de su madre o de su padre?

No. La vida no se estructura desde la duda y la sospecha. La vida confía y cree en el amor.

Somos creados para alabar y adorar… y para no dudar.

La duda viene después. Es tentación. Fue un enemigo el que sembró la cizaña de la duda en mi corazón.

El niño cree en el amor. Por eso llora desconsoladamente e insiste hasta que es escuchado. Es más, a veces los chicos pequeñitos, cuando se caen o golpean, antes de llorar buscan con la mirada a su mamá y, cuando la ven, recién ahí sueltan el llanto.

Por eso uno tiene que examinar qué ideas falaces se le metieron en la cabeza y cómo sin espíritu crítico las dejó crecer y permitió que le fueran instilando estas sospechas y dudas.

Jesús, en cambio, apunta a nuestro instinto filial para disolver toda imagen falsa de un Dios sordo, que no escucha, a quien no le importa…

Él es la prueba viviente de que el Padre sí nos escucha. Y da la vida para testimoniarlo.

“Te doy gracias Padre. Yo sé que Tú siempre me escuchas” (Jn 11, 42).

Reconocemos en el Dios de la parábola al Padre misericordioso que corre a abrazar al hijo pródigo que regresa. Ese estar atento y verlo venir desde lejos, es lo que Jesús describe aquí como un “apresurarse a socorrer a sus elegidos”.

Y el abrazo del Padre misericordioso al hijo pródigo es equivalente a este “hacer justicia en un abrir y cerrar de ojos”. El Padre lo arregló a su hijo con ese abrazo.

Así, esta imagen entrañable es la que Jesús quiere que nos grabemos en el corazón. Para que cuando vayamos a rezar y a pedir algo que necesitamos mucho, no perdamos ánimo si es que nos parece que Dios tarda una eternidad en venir a ayudarnos.

Jesús promueve esta fe y esta confianza imperturbable en el Padre. Como si nos dijera: ¡Tomen en serio a Dios! El hace milagros y su misericordia con los suyos es la cosa más cierta que hay. El escucha siempre la oración de sus elegidos.

Ahora bien, así como es una tentación grosera consentir al pensamiento del mentiroso y del acusador que nos tienta diciéndonos que Dios no nos escucha, también es una tentación –más sutil quizás- intentar explicarlo con frases hechas y cayendo en lugares comunes.

Esta tentación hace que, con el tiempo, uno termine por desilusionarse peor que cuando se queja con enojo. Es mejor quejarse amargamente como Jesús, diciendo: “Padre, por qué me has abandonado”, que tapar la queja con razonamientos del tipo: “Si no te da lo que querés ahora es porque no te conviene o te lo dará después…”. Estas frases hechas, que a veces usamos para contrarrestar la queja de alguno que sufre o para contentarnos a nosotros mismos, son una tentación.

Jesús no dice: Dios te escucha, pero dentro de su plan racional, lo que vos le pedís te lo dará a su debido tiempo. Jesús dice que el Padre se apresura a socorrernos y que nos hace justicia en un abrir y cerrar de ojos. La imagen es la de un padre que corre a socorrer a su hijito, no la de un funcionario que te hace hacer la cola y te muestra a todos los demás que también están pidiendo lo mismo. El consuelo es personal, más allá de “la cosa” que pedimos. Los papás explican por qué actúan de una manera y charlan con sus hijos…

Entonces, para reflexionar y meditar y para corregir nuestras imágenes falsas –racionalistas y sentimentalistas- de Dios, es mejor tomar en serio las palabras que usa Jesús.

Si quiero ver la acción de mi Padre tengo que tratar de ver –con los ojos de la fe- dónde “se apresura” a socorrerme.

Y también tengo que entrenar mi mirada para captar su justicia, porque, así como se hace en un abrir y cerrar de ojos, así también si se pasa el momento, hay que volver a estar atentos. La justicia, como es virtud relacional, está en constante cambio. Basta una nada para desequilibrar la balanza…

Me gusta mucho esta imagen de un Dios velocísimo –más que Flash-, de un Dios que obra en “abrires y cerrarses de ojos”. Podríamos decir que la de hoy es la Parábola del Padre que hace justicia: nos socorre en la cercanía de Jesús a toda velocidad.

Así como está instalado que Dios obra en la pequeñez, tenemos que instalar también que Dios obra “rápido”.

La imagen clásica es que Dios obra a laaargo plazo,

que sus cosas son “eternas”,

que su obra se ve luego que pasan generaciones y generaciones…

Esto es verdad, pero es solo un polo de la verdad.

Porque el otro polo es que este Dios que espera miles de años, de repente comienza a obrar…

Y Jesús se encarna en lo que dura el Sí de la Virgen.

Y cuando se viene el parto, los agarra donde los agarra y tuvo que nacer en el pesebrito de Belén.

Y lo mismo pasó cuando salió a predicar.

Estuvo el Señor largos años en la tranquilidad de la vida de Nazaret, pero cuando comenzó su vida pública todo se volvió vertiginoso.

Todo fue ya, ahora, sólo esta vez.

El Señor pasó haciendo el bien y al que se le pasó se le pasó para siempre

y los que, como Bartimeo y Zaqueo y Juan y Pedro y el leproso agradecido y el paralítico y la hemorroisa y la Magdalena y el sordo y la de la espalda encorvada y el chico de los cinco pancitos…, lo pescaron al vuelo, el Señor los curó y los bendijo en “un abrir y cerrar de ojos”.

El Dios rápido que nos revela Jesús es su Padre.

Por eso, es en la cercanía de la carne de Jesús que el tiempo se vuelve veloz y que las cosas buenas suceden rapidísimo y a cada momento.

Lejos de Jesús, pareciera que Dios se vuelve más lento, como indicándonos que no nos alejemos de la fuerza de gravedad benévola con que nos atrae el peso del amor de Jesús.

Así, nuestra fe debe estar atenta a cómo hace justicia Dios en Jesús, en un abrir y cerrar de ojos.

¿En qué podríamos ver que Dios hace justicia hoy a sus elegidos?

Como la justicia del Padre se realiza en la cercanía de Jesús,

es algo que cada uno solo lo puede ver en su propia vida.

No nos es dado verlo siempre “en general”.

Yo puedo dar testimonio de que el Señor ha sido justo siempre conmigo.

Y no solo justo, sino muy paciente y bondadoso con mis defectos

y generoso en extremo con las gracias y dones que una y otra vez me ha dado y vuelto a dar cada vez que malogré una oportunidad.

Y que si no ha hecho más conmigo no es solo por mis pecados sino por su gran sabiduría, para no sacarme antes de tiempo del horno y que le saliera medio crudo o mal levado o inmaduro.

Si miro mi vida no puedo sino ver cómo, cada vez que incliné mal la balanza, el Señor compensó mis desequilibrios; y cada vez que empecé a desbarrancar, él se me puso al lado y me fue subiendo, con su tranco firme y sereno, como decía Brochero que había que sacar a la gente díscola que se desbarrancaba, sin darles coces y empujándolos suavemente con el anca, como su mula. Así ha obrado el Señor conmigo.

El discernimiento espiritual, como dice el Papa Francisco, es cosa del momento. Cuando uno discierne, elige el bien que el Señor le ofrece y rechaza el mal que le presenta el mal espíritu, en un abrir y cerrar de ojos, encuentra socorro, consuelo y se le hace justicia. Pero estos abrires y cerrares de ojos de la justicia de Dios sólo se pueden experimentar en la propia experiencia personal.

Brochero utiliza una palabra linda para esto del abrir y cerrar de ojos. Decía en 1905: “He podido pispear que viviré siempre, siempre en el corazón de la zona occidental, puesto que la vida de los muertos está en el recuerdo de los vivos”. El santo cura, con sus ojos ciegos casi al remate, nos enseña a pispear con picardía y fe en las cosas de nuestro padre Dios.

Mañana, si Dios quiere, en un abrir y cerrar de ojos, el Papa Francisco lo declarará santo y su vida y obras quedarán transfiguradas ante nuestros ojos, en la fe.

Diego Fares sj

 

 

 

Uno de ellos, al ver que había sido sanado volvió glorificando a Dios en alta voz (28 C 2016)

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Y aconteció que mientras iba en camino a Jerusalén,

Jesús pasaba a través de los confines entre Samaría y Galilea y al entrar él en cierto pueblo, le salieron al encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y alzaron la voz diciendo:

«¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!»

Cuando Él los vio, les dijo:

«Vayan, preséntense ustedes a los sacerdotes.»

Y sucedió que mientras iban quedaron limpios.

Uno de ellos, al ver que había sido sanado se volvió glorificando a Dios en alta voz

y cayó sobre su rostro a los pies de Jesús, dándole gracias …

Era un samaritano.

Respondiendo Jesús dijo entonces:

«¿Acaso no quedaron limpios los diez?

Los otros nueve, ¿dónde están?

¿No hubo ninguno que regresara a dar gloria a Dios excepto este extranjero?»

Y le dijo:

«Levántate, vete, tu fe te ha salvado» (Lc 17, 11-19).

Contemplación

Esta es “la” contemplación que más utilizo para ayudar a entrar en Ejercicios a los ejercitantes (estuve dando cinco días a un grupo de curas argentinos en Torricella, en la hermosa casita de las Esclavas, junto al caminito por el que Francisco volvió de Roma a Asís).

La imagen es la de Jesús en camino que “al entrar en un pueblo” le salen al encuentro estos diez hombres leprosos, los cuales, aunque se pararon a distancia, también ellos “entraron en el espacio de Jesús”.

Y de eso se trata en Ejercicios: de “entrar lo antes posible” en el espacio de Jesús, de meterse en la oración y dejar que Jesús entre en el espacio de nuestra imaginación, de nuestros recuerdos y pensamientos y dilate los deseos de nuestro corazón.

Entrar en el reino es la imagen que Jesús usa cuando habla de lo que Él viene a traernos. Nos dice que para entrar hay hacerse como un niño, que la puerta es la chiquita, no la grande, que hay que empujar, que no basta con decir “Señor, Señor”, que hay que tener lista la lámpara, con aceite propio, como las amigas de la novia que fueron prudentes.

El reino es el espacio del Padre, en el que actúa el Espíritu para bien común, y en el que hay que entrar de la mano de Jesús.

Entrar es no pasar de largo, no quedarse afuera…, pero también es no mantener las distancias de la vergüenza o de lo políticamente correcto. Hay que hacer como la gente que se le tiraba encima a Jesús o lo seguía corriendo por el camino o alzaba la voz o se subía a una higuera, como Zaqueo, o se hacía meter por el techo, como el paralítico.

La gente sencilla intuía que a Jesús hay que tocarlo, acercársele, quedar bajo su mirada, hacerlo hablar… Por eso le rogaban que permaneciera en su pueblo (salvo los gerasenos y la aldea aquella sobre la que Santiago y Juan querían hacer caer fuego del cielo): quédate con nosotros, porque anochece, le dijeron los de Emaús, quedate con nosotros!

La gente intuía que su carácter tenía las características del pan –amigable, compañero, compartible…- lo sentían cercano, abordable, uno que se complacía de verdad en hablar con todos, les era familiar (de hecho todos somos creados a imagen suya), que hablaba con cualquiera y con todos tenía afinidad y cosas que compartir.

Jesús no es como esas personas que tienen una misión muy especial que, aunque lo que hacen incumba a todos, lo aleja de cada uno en particular. No por ser lejanos sino por falta de tiempo, por no poder detenerse a charlar con cada uno. Como esos políticos que te dan la mano, sí, pero tienen que seguir su camino. No somos un voto más para Jesús, eso está claro. Donde alguno muestra ganas de más, Él se queda. Para el Universo y te escucha a vos!

Esto es de lo que se da cuenta el leproso. Al sentir y ver que había sido sanado: inmediatamente, sin pensarlo dos veces ni mirar lo que hacían sus compañeros, pegó la vuelta glorificando a Dios, se echó a los pies de Jesús y –dice Lucas- que le agradecía…

Y agrega Lucas que el Señor le respondió. Respondiendo –a sus gestos de agradecimiento más que a alguna pregunta- Jesús lo pone de ejemplo: glorificar a Dios es la clave. El principio y fundamento y el fin para el que somos creados, dirá Ignacio.

El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor. Y todo lo que haga debe orientarse “para la mayor Gloria de Dios”. Y la mayor Gloria del Padre es que nos ganemos a Jesús. Pablo dirá que él considera que “todas las cosas son basura, con tal de ganar a Cristo” (Fil 3, 8).

Ganar a Cristo es muchas cosas –todo en realidad-, ya que en Él hemos sido creados: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas” (Ef 2, 10).

Con Él “todo lo podemos”: Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4, 13).

En Cristo lo único que significa algo es “la fe que obra por amor” –lo demás son títulos…, opiniones…- (Cfr. Gal 5, 6).

En Él recibimos la bendición de Abraham y la promesa del Espíritu (Gal 3, 14).

Me quedo en esto de la bendición: ganar a Jesús es ganar su bendición.

Ganar esa bendición que nos dice: “Levántate, vete (sigue tu vida), tu fe te ha salvado”.

Ganar la bendición que nos dice: “Tus pecados quedan perdonados” o “nadie te ha condenado? Yo tampoco te condeno”; o “toma tu camilla y camina”; o “queda limpio”.

Ganar su bendición, esa que nos permite vivir, resucitar, sanar, ir adelante, seguirlo, estar con él, ser enviado a ganar a otros.

Siempre que hablo de bendiciones aparece Pedrito. Pedrito por la Plaza 1º de Mayo, con su traje de trabajo, sucio y con el pantalón hecho jirones, “porque si no nadie te da nada, padre”. Pedro que viene comiendo un durazno y cuando le pido la bendición, como siempre, se mira el dedo pulgar, se lo frota en la remera dejando rastros dulces, y me encaja la bendición en la frente diciendo de lo más campante un que Dios te bendiga como quien dice si lo pedís, lo tenés. Pedro Baez que desapareció y a quien nunca encontramos y quizás por eso vuelve cuando quiere y aparece en las contemplaciones.

Acá en Roma es más difícil. Los del Centro Astalli, en la Iglesia nuestra de San Saba, son musulmanes y la bendición es solo de palabra, sin cruces, por supuesto. En la calle, mucha gente no sabés si es ortodoxa, musulmana o católica y hay que ser respetuoso. Las abuelas, de palabra, siempre regalan un “Dios te bendiga”.

A alguna gente le resulta un poco excéntrico o invasivo que la bendigan en la frente, aunque casi nadie saca la cabeza y cuando se acostumbran, les hace bien: “cada tanto ‘ci vuole’ –dicen- se necesita, hace falta”.

Leía que Brochero acostumbró a su gente a recibir la bendición. Cuenta nuestro querido padre Aznar, que juntó testimonios durante doce años por toda la zona donde había andado Brochero, que: “Al pasar junto a su rancho o hallarse con él en los caminos y despoblados, él le enseño a la gente a pedirle la bendición. Se la daba entonces el señor Brochero (así lo llamaban) y decía: que ésta los acompañaba a su casa y que a los de ello, lo comunicaran”.

“Años adelante, cuando la veneración y cariño se habrá acrecido, hasta “bajarán los paisanos de la cabalgadura e hincados, juntas las manos, rogarán a su señor Brochero, los bendiga”.

Estos gestos poblaban las sierras y quedaron grabados en la memoria de un pueblo entero que se sintió bendecido y agradeció siempre que le hubieran “enseñado a pedirla, la bendición”.

Pensaba en que esta sería una de las cosas que más extrañaría Brochero cuando la lepra hizo que se le alejaran muchos, hasta algunos muy queridos, y la gente le escapara a su contacto. Justo a él que no le había hecho asco a tomar mate con los leprosos ni a tenerle miedo al contagio cuando le hacía los fomentos a los apestados del cólera.

Y como la contemplación se vino para el lado de “ganarnos bendiciones”, comparto la última linda que me “robé” y que fue la última de nuestro padre General. El domingo 2 tuvimos la Misa de comienzo de la Congregación General 36 de los jesuitas. Fue una misa muy linda en nuestra Iglesia del Gesù, donde confieso los martes. Estaban los 215 padres congregados y nos sumamos muchos otros de todas partes, junto con hermanos y estudiantes, religiosas y laicos amigos de la Compañía. Nuestro todavía Padre General, Adolfo Nicolás, a quien ya le aceptó la renuncia la Congregación el lunes pasado, se quedó un rato luego de la Eucaristía charlando con el Gran Maestro de los Dominicos, que había presidido y predicado, como es la tradición entre nuestras órdenes. Yo pasé frente a lugar que había hecho de sacristía y me quedé rondando un rato. De golpe ví que los que estaban se iban y el General quedó casi solo. Me le acerqué, lo saludé y le pedí la bendición. Se alegró mucho de que se la pidiera y me puso la mano en la cabeza y me estuvo bendiciendo un rato, pidiendo a Dios que me fortaleciera y me diera mucha salud y me conservara el buen humor, cosa que repitió dos veces y que fue el detalle lindo y especial (porque en las bendiciones siempre se mete el Espíritu y hace decir algo especial que el otro necesita o que Dios confirma o que quiere dar). Fue un momento muy lindo y me lo fui sintiendo y gustando solo, caminando por mi caminito habitual de los martes, cruzando frente al Panteon y luego yendo hasta Plaza España para agarrar el ascensor y hacer más suave la subida a casa.

Entrar en el espacio bendecido del Señor… Cada uno tiene que encontrar su manera, su puertita, su excusa, su pedido para acercarse. Pero para permanecer basta con dar gracias. Cuando damos gracias el Señor nos deja estar todo el tiempo que queramos y él mismo se alegra y nos da su gozo y su consuelo.

Diego Fares sj

 

No se trata de que el Señor nos aumente la fe, sino de que nosotros nos ubiquemos como lo que somos: simples servidores (27 C 2016)

simples-empleados

 

Los apóstoles le dijeron al Señor:

«Auméntanos la fe.»

El respondió:

«Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un granito de mostaza, dirían a esa morera que está ahí:

«Erradícate y trasplantate en el mar,» y les obedecería.

¿Quién de ustedes si tiene un servidor para arar o cuidar el ganado, cuando este regresa del campo, le dice:

«Ven pronto y siéntate a la mesa»?

¿No le dirá más bien:

Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después»?

¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó?

Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les ordenó, digan:

«Somos simples servidores, lo que debíamos hacer, solamente eso hemos hecho» (Lc 17, 5-10).

 

Contemplación

Jesús estaba diciendo: “si tu hermano peca, repréndelo. Y si se arrepiente, perdónalo” Y si se repite la cosa siete veces por día, perdónalo. Aquí es donde los Apóstoles, a coro, dicen ese “Auméntanos la fe!”.

Mateo alarga un poco el episodio y nos cuenta que Pedro, como veía que el Señor se iba entusiasmando con esto del perdón y quizás notó que alguno de los discípulos ponía cara o hacía algún gesto, fue al frente como siempre y le preguntó como para precisar la cosa: “A ver, entonces cuántas veces tendríamos que perdonar? Hasta siete veces?”.

Me parece escuchar aquí el tono que luego dio lugar a otros tonos (y tonitos) que ponen los que saben teología o derecho canónico o alguna otra ciencia y cuando escuchan hablar del amoor y de la misericooordia bajan la charla de su nivel romántico –por decir una palabra- y le ponen números. Pedro lo hizo por primera vez y se mandó con ese “… hasta siete veces?”, que habrá sonado bárbaro para la línea misericordiosista y demasiado jugado para la línea juridicista.

El Señor respondió lo de “setenta veces siete”. Entonces todos exclamaron -como muchos que leen Amoris Laetitia-: “Auméntanos la fe”.

Ese auméntanos la fe coral suena a como si dijeran: Aceptamos que hables a nivel ideal, pero si realmente querés eso, Señor, entonces la cosa cambia. No nos hagas cargo a nosotros de cosas imposibles. Sos Vos el que tenés que darnos más fe.

Me detengo un poco aquí y hago notar cómo estas exigencias del Señor, que suscitan un diálogo franco con Pedro y los otros, un diálogo en el que el Señor plantea un perdón y una misericordia incondicional, grande, generosa, y los discípulos le expresan lo difícil que es y cómo para algo así necesitarán ayuda, suscita en muchos hombres de iglesia un tercer tipo de postura. Es el de los que aceptan que la misericordia es infinita y también aceptan que para vivir en este mundo y llevar adelante una organización como la Iglesia, lo que hay que hacer es “perdonar, sí, pero con condiciones”. Son los que escuchan la palabra misericordia, pero enseguida van al “si se arrepiente”, y allí se sientan en la cátedra de Moisés y empiezan… con las condiciones del arrepentimiento, que al final son tantas que nunca se puede perdonar no digo siete veces sino ni siquiera una. O sólo se pueden perdonar pequeñeces y no ningún pecado de verdad, ninguna falta ni metida de pata en serio.

Un ejemplo que me quedó resonando en estos días fue una expresión que usó un cardenal muy importante de la iglesia italiana que, hablando del Papa y de lo “innegable que era todo el bien que hacía” dijo (y cito): “Rezo al Señor para que la indispensable búsqueda de las ovejas perdidas no ponga en dificultad las conciencias de las ovejas fieles”.

La frase me pareció terrible, sinceramente. Y más cuanto más inteligente se cree y más consenso tiene y busca obtener en esas “conciencias de ovejas fieles”. Los diarios pescaron inmediatamente la cosa y titularon: “el doble discurso del cardenal…”

Discerniendo, lo de “ovejas fieles vs ovejas perdidas” es una tergiversación de la parábola, ya que consolida precisamente lo que el Señor quiere, combatir, que es la conciencia de los “que se creen fieles y superiores a los demás”. Para ellos cuenta Jesús la parábola: para los fariseos que se escandalizaban de que él comiera con los pecadores, como dice Lucas al comienzo del capítulo 15.

Además, se reduce al absurdo a sí misma, ya que, si alguna conciencia fiel se siente perdida y en dificultad, pasa a ser una “oveja perdida” a la que el Señor irá a buscar con igual cariño que a la otra. Esto es lo que sucede en la parábola del hijo pródigo, que la conciencia del hijo mayor encuentra dificultad en comprender cómo es que el Padre le hace una fiesta al hijo pródigo y el Padre con el mismo amor va a buscarlo y a dialogar con él. Así que con cariño de hijos le decimos al cardenal que rece pero que no haga más este tipo de declaraciones. Que él y todas las ovejas fieles están y han estado siempre con el Señor y que todo lo de la Iglesia es suyo. Pero que es justo hacer fiesta por tantos que estaban lejos de casa y que ahora vuelven y que es bueno alegrarse. Y que esas mismas ovejas perdidas que regresan lo hacen humildemente, saben mejor que nadie que no tienen todos los papeles en regla y no quieren poner en dificultad ni cuestionar a las ovejas fieles, sino recibir el abrazo del Padre y el perdón del Señor.

Bueno, y ahora sigue la respuesta de Jesús a ese suspiro del auméntanos la fe. Si tuvieran fe como un granito de mostaza…

Siempre he interpretado la frase como si el Señor dijera: la verdad es que sí, que necesitan que les aumente la fe, porque no tienen nada de nada. Les bastaría con una fe chiquita como un granito de mostaza… Es decir: se las tengo que aumentar, pero tampoco es que la tenga que aumentar mucho… Bastaría con un poquito…

Sin embargo, hoy leo distinto y me parece que el Señor responde dando vuelta la cosa: no se trata de que Él nos aumente la fe sino de que nosotros nos ubiquemos como lo que somos: simples servidores. Y lo primero de un simple servidor es no andar retrucando al patrón. Como si uno cada vez que el patrón nos manda algo suspirara y le dijera: para eso, primero me aumenta el sueldo y me pone otro que ayude. Si uno dice algo así en un empleo, seguramente le muestran la cola que hay afuera esperando el puesto sin tantas condiciones.

Jesús nos enseña que tenemos que hacer todo lo mandado y más y encima después que hicimos nuestro trabajo y encima perdonamos al otro con la poca o mucha fe que tenemos (que con la gracia suficiente nos basta) debemos decir: somos servidores inútiles. Inútiles en el sentido de simples o pobres servidores.  Esto no lo dice para desvalorizarnos sino para ubicarnos. La fe no es “nuestra fe” sino la fe en Él. En que si perdonamos en nombre suyo Él cambiará a las personas.

No se trata, por tanto, de tener una fe de grandes señores sino de pobre servidores. Por aquí me parece que va la cosa.

El Señor va contra una mentalidad bastante extendida de que para ser cristiano y cumplir con el evangelio uno tendría que ser una especie de Superman, porque que esas exigencias son cosas para los grandes santos. Y en cambio el Señor nos dice que son cosas para simples servidores! Pone la fe al nivel de la obediencia sencilla de los empleados, que naturalmente obedecen y sirven.

Así tenemos que recibir su evangelio y cuando nos dice que perdonemos tenemos que perdonar, como un empleado al que su patrón le dice vos vas a trabajar con este y uno se lo banca aunque no le guste; y si el jefe le dice ahora me trae esto o hace aquello, el empleado obedece, simplemente, porque es un empleado y lo tiene claro. Y al final del día no se hace el héroe porque hizo todo lo que le dijeron sino que simplemente dice “hice mi trabajo. Soy un simple empleado”.

Entonces, de lo que se trata es de valorar bien quién es Jesús y lo que nos dice acerca de cómo debemos obrar cuando obramos en su Nombre. Si Él nos manda que creamos, creemos. Si él nos manda que perdonemos, perdonamos. Sí él nos dice que recemos, rezamos. Y lo hacemos por obediencia. Una obediencia de empleado. De uno que tiene claro no sólo quién es Jesús que nos manda sino quién es uno. Como el centurión –genio- que saca la conclusión de que si a él, sus soldados le obedecen, cuánto más le obedecerá la enfermedad a Jesús y le dice que “basta con que diga una palabra y su siervo quedará sano”. Así nosotros, cuando perdonamos, debemos confiar que con una palabra del Señor, tanto nosotros como la otra persona nos podemos convertir.

Diego Fares sj