Jesús iba enseñando por las ciudades y pueblos, mientras se dirigía a Jerusalén.
Una persona le preguntó:
«Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?»
El respondió:
«Luchen con empeño para entrar por la puerta angosta,
porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán.
En cuanto el dueño de casa se levante y cierre la puerta, ustedes, desde afuera, se pondrán a golpear la puerta, diciendo:
«Señor, ábrenos.»
Y él les responderá:
«No sé de dónde son ustedes.»
Entonces comenzarán a decir:
«Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas.»
Pero él les dirá:
«No sé de dónde son ustedes; ¡apártense de mí todos los que hacen el mal!»
Allí habrá llantos y rechinar de dientes, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes echados afuera. Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, y serán admitidos en el banquete del Reino de Dios.
Hay algunos que son los últimos y serán los primeros,
y hay otros que son los primeros y serán los últimos» (Lc 13, 22-30).
Contemplación
Entren por la puerta angosta, es el consejo de Jesús.
La puerta angosta no es la del esfuerzo ascético.
Me gusta pensar que es la puerta de la fe.
De la fe en Jesús, en primer lugar.
La fe de confiar en eso que nuestro corazón siente al pensar en Jesús: es alguien bueno, de quien me puedo fiar, sus enseñanzas no tienen doblez ni engaño, Él es uno que dio testimonio hasta el final.
Dando clases en el Máximo, en estos días, salió varias veces el tema del martirio. Hablábamos de que la vida entera se puede unificar en un solo gesto, en la confesión de la fe. Allí la fe se convierte en la puerta estrecha, en esa que, al abrirla, se cierran todas las otras salidas, y uno entra a lo esencial.
Entrar por esta puerta estrecha de la fe es algo que podemos hacer muchas veces en el día: cada vez que una situación nos pone en el compromiso de confesar a Jesús y hacer un bien o zafar y pasar de largo, o de hacer algo a medias o directamente de pecar haciendo algo malo.
Confesar la fe! Invocar el Nombre de Jesús, santificar el Nombre del Padre, diciendo de corazón y en un susurro repetido: “Abba”. Pedirle al Espíritu Santo que venga en nuestro ayuda, llamándolo: “Ven”, “vení a mí. Te estoy llamando”.
Oraciones de la fe que tenemos incorporadas y salen espontáneamente en los momentos de apuro o cuando menos lo pensamos. Quién no dice “Dios mío”, ante una desgracia imprevista o inminente.
Pasaba ayer a la noche ante un local que resultó ser un templo protestante y un Señor, que sería el pastor, estaba parado en la puerta de vidrio y decía “Gloria a Dios!, Gloria a Dios!”. Yo pasé a su lado y respondí en voz alta: “Gloria a Dios!” Y sentí que él replicaba diciendo de nuevo “Gloria a Dios” con un matiz de pesca, pensé yo, como diciendo “este es de los nuestros” a lo que respondí interiormente mientras seguía mi camino: no de los tuyos pero sí –ambos- de los de “El”.
La confesión de fe! La tenemos todos, por gracia, como digo. Y surge cuando el Espíritu la suscita. Se trata, pues, de cultivar la semilla buena. No diría de hacerla crecer, porque la fe crece por sí sola, sea que uno duerma o esté despierto. Pero sí de despejarle el camino. Se tratad de comprender su valor, el valor absoluto de cada acto de fe, pronunciado en el secreto del corazón o ante las burlas, las seducciones y las amenazas del mundo. Se trata también de quitar algunos yuyos para que la invocación resuene clara en un jardín desmalezado y no mezclada con otras interjecciones y frases que nos surgen mientras avanzamos por nuestros días.
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Miraba ayer desde atrás las caras del taxista en un largo viaje desde Chacarita a Congreso que tuve la mala suerte de tomar después de venirme en tren con las valijas. La Capital estaba colapsada, como decía él «porque aquí nadie se calienta por nada» y yo miraba algunas “invocaciones” que musitaba o daba a entender, ante la moto que pasaba haciendo zigzags, las mamás con chicos que se largaban medio a cruzar la calle aún con el semáforo en rojo, los que se distraían por la lentitud de la marcha y no arrancaban rápido cuando tocaba… A mí se me ocurrió rezar un poco: Abba, despejá el camino. Que lleguemos rápido… Y le hacía de coro a otras expresiones tipo “pero que b… el de la moto” o “flaco, despertate” o “fijate esa mamá, como cruza, no se puede creer..”.
Como si fuera un salmo, sonaba el rap del taxi por la ciudad:
Despertate, flaco, despertate
No se puede creer
Fijate como cruza
No se puede creer
Despejá la calle, Abba,
Despejá la calle,
Qué b… el de la moto
Qué b…
No se puede creer
Aquí a nadie le calienta nada
Abba, despejá la calle, Abba
No se puede creer
Aprender a rezar –la confesión de la fe- es cuestión de ritmo.
La letra la tenemos, nos la enseñó Jesús y nos la da la vida.
Es cuestión de ritmo.
La música y la melodía son para ciertos momentos de gracia, más tranquilos.
Pero en medio de ajetreo cotidiano, en medio del trabajo y de la vida, rezar es cuestión de agarrar el ritmo. Basta repetir dos o tres veces una frase que nos vino, como las del taxista, y uno toma conciencia de lo que está diciendo. De lo que la calle le hace decir. Y se da cuenta de que es verdad que de la abundancia del corazón habla la boca. Y al escuchar las propias frases, uno puede cavar más hondo y conectar con la fuente profunda de su corazón. Un encuentra que hay otras palabras del Espíritu que “qué b… el de la moto” o “no se puede creer”. Que uno también puede decir: Abba, fijate en la mamá, cómo cruza, y pedirle que la bendiga, y que despierte al flaco para que arranque de una vez y se ponga las pilas y rogar para que todos nos calentemos un poquito más por las cosas comunes…
Basta con repetir Abba, Padre. Muchas veces, todas las que uno pueda.
Es la confesión de la fe, la que abre la puerta estrecha, la que despeja la calle y abre un cielito de esperanza en medio del gris de la ciudad y le pone un poquito de ritmo y de sonrisa a la marcha, como un salmo que suena a ritmo de rap en un taxi por la ciudad.
Diego Fares sj