carismas con minúsculas (Domingo 4 C 2016)

 

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Y Jesús comenzó a decirles:
–Hoy se ha cumplido esta Escritura en los oídos de ustedes.
Todos daban testimonio en su favor y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios y comentaban:
–Pero ¿acaso no es éste el hijo de José?
Él les dijo:
–Seguramente ustedes me aplicarán a mí este proverbio:

«Médico, cúrate a ti mismo. Lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí, en tu patria».
Sin embargo añadió:
–De verdad les digo que ningún profeta es aceptado en su patria. De verdad les digo  que muchas viudas había en Israel en tiempo de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta, en la región de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel al tiempo de Eliseo el profeta, y ninguno de ellos fue curado, sino únicamente Naamán el sirio.

Y se llenaron de ira todos en la sinagoga al oír estas cosas. Y levantándose, lo arrojaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarlo. Pero El, abriéndose paso por en medio de ellos, seguía su camino” (Lc 4, 21-30).

 

Contemplación

En el pasaje de hoy me quedo con la sensación de la gente que Lucas describe como “admiración de las palabras de gracia que salían de los labios de Jesús”.

Lucas mira a Jesús y mira a la gente y nos despierta a esa maravilla de poder captar el ir y venir de un momento de gracia en el que uno no sabe qué mirar, si el rostro de Jesús que habla o la cara iluminada de la gente.

Porque la gente escucha las palabras de Isaías, que no tenían ninguna novedad ya que eran como el evangelio del Domingo que uno ha escuchado tantas veces, pero algo hacía que estuvieran prendidos a los labios de Jesús, fascinados por no podemos imaginar qué –si el tono, si la manera de levantar la mirada, si algún gesto con las manos- pero que convertía cada palabra en una palabra de gracia.

Ninguna novedad… salvo que Jesús dice que esas palabras se cumplen hoy.

Ayer sucedió algo de esto. Una risa sofocada, una pausa del que hablaba, un aplauso tímido a mi izquierda y un consenso unánime que desentumeció los ánimos de lo que una hora y media de hacer cola y otra hora y media de charlas, habían puesto en actitud pasiva: de pronto, la Sala Nervi (como le llamó una viejita italiana que era del barrio),  oficialmente  Sala Pablo VI, se llenó con el aplauso y la risa de las 5.000 mujeres y los 500 hombres –consagradas y consagrados- que escuchábamos fascinados al padre Miguel, carmelita español.

Es que hablando de la contemplación y de algunas actitudes que a veces adoptamos los religiosos y las religiosas, al mejor estilo de Pronzato o Martín Descalzo, Miguel Marquez Calle había comenzado describiendo a “alguno que reza con un cartel al cuello que dice cuidado con el perro, que muerde”, con lo cual ya se descontracturaron algunas caras y comenzó a aparecer alguna sonrisa; inmediatamente continuó con “esos místicos con los que nadie de la comunidad puede vivir” y remató la cosa diciendo que “hay algunas o algunos que en vez de tener apariciones, deberían tener… desapariciones”.

Fue aquí que al tímido aplauso, la sala, generosamente, le concedió el consenso de un aplauso bien dado.

No aplaudimos fácilmente los religiosos. Digo esto porque con traducción simultánea en cinco lenguas, aparatos que no andaban bien y gente luchando por seguir el hilo de algún concepto, festejar una broma fue todo un acontecimiento.

Un pequeñito pentecostés en el que todos entendimos el chiste en nuestra lengua.

Escribo pentecostés con minúsculas, porque el padre Miguel sacó a relucir después esas “palabras con minúscula” que hay que saber escuchar de la gente común en la que el Espíritu actúa.

Quedó flotando en el aire qué es lo que tenía que “desaparecer” en vez de “aparecer” en la contemplación, pero se ve que todos entendimos porque nos reimos de buena gana las/los 5.500 de la Sala. Quizás fue bueno que no lo explicitara él y que cada uno interpretara a gusto. A mí me quedó resonando una oración que anhelo y que va por el lado de “desaparecer un rato yo”. No todo yo, por supuesto, sino ese yo que proyecta imágenes y deseos y hace aparecer preocupaciones… Que desaparezca  y quede no “yo” sino “Diego”, que a los ojos del Señor es mucho más que un yo. Mi nombre Diego pertenece más a los otros que a mí. Yo lo uso sólo cuando le doy la mano a alguien, escucho o pregunto su nombre y luego digo el mío. Cuando Jesús me nombre, desaparecen los fantasmas (como el jardinero que veía María Magdalena junto al sepulcro vacío) y cesan las lágrimas.

 

Pero bueno. El asunto fue que ayer, en esta charla, hubo un rato en que toda la asamblea sintió que de una boca salían palabras de gracia y nos las bebimos todas. El encuentro sigue estos días y tendrá sus lindos frutos. Yo ya coseché algunos que me hacen saltar de gozo porque la vida religiosa está viva o más que viva vivible o, mejor todavía, “encendible”. Hay mucho material combustible y basta una llamita para encender una fogón y crear comunidad y para encender ese fuego que Jesús decía que qué ganas tenía de que ya estuviera ardiendo.

Algunos pequeños signos nomás. Con minúsculas.

Uno fue la cola, o mejor la fila, porque, como contó María Jesús, una carmelita española que con sus setentaytantos tiene más salero que 50 monseñores, está el chiste del niño que al entrar al circo le dice al papá: “Papa mira que cola larga”, y el papá: “Se dice fila, hijo, no cola”. Y al ver después el niño a un perrito, le dice al padre: “Mira papá cómo mueve la fila el perro”) la fila, digo se hizo larga, ya que con los atentados de París en el Vaticano se han puesto muy precavidos y sólo había cuatro scanners para pasar los 5.500 que éramos, así que estuvimos hora y media, y los últimos (porque alguna se quedó dormida y atrasó al bus de las carmelitas) entramos con la oración ya terminada y el Cardenal Aviz a mitad de su exposición, la fila, vuelvo a decir, fue tan divertida o más que las charlas.

Cuando me di cuenta de que todo el mundo hacía fila con gusto y que las charlas eran entretenidas por todos lados, ya que como la fila daba dos vueltas uno que iba para un lado veía a los que iban para el otro, me quedé saboreando eso.

Contamos chistes, tomamos mate, saludamos gente…, me saqué selfies con carmelitas de Inglaterra y de Escocia, conocí otras de Francia y de Sud Africa…

En el momento disfruté la hora y media de fila. Hasta se me hizo corta, diría. Ahora reflexiono que quizás sólo en la vida religiosa la cola para entrar a un encuentro es tan o más entretenida que el encuentro mismo (¿será que a veces es verdad eso de que nuestra vida tiene algo de cielo en la tierra?). La cuestión es que me gustó eso de armar el encuentro en la calle. Aunque daba para el comentario de “qué barbaridad, cómo no organizan mejor la entrada, sabiendo que viene tanta gente”, sin embargo nadie lo hizo. El Scanner le sonaba varias veces a algunas y la cosa se tomaba con risas. María Jesús, después de sacarse el teléfono, el reloj, el rosario y las monedas… ante un guardia que al final se dio cuenta de que era ridículo seguir haciendo retroceder a alguien que avanzaba con tal cara de buena y la hizo pasar así nomás, me comentó por lo bajo que debía haber sido el pastillero, que era metálico.

Otro signo evidente fue la presencia de las mujeres. En el mundo dicen las estadísticas las mujeres consagradas son 693.575. Los varones somos 184.316 religiosos sacerdotes y 55.253 religiosos hermanos.

Si agregamos a estos 239.569 consagrados, los 5.173 Obispos (no se si incluyen al Obispo de Roma o hay que agregar 1 Papa), más los 280.532 curas diocesanos, y los 43.195 diáconos permanentes, llegamos a 568.469 varones.

Hay muchas lecturas posibles.

Yo trato de hacer una lectura con minúsculas.

La lectura cuantitativa dice –obvio- que las discípulas son más que los discípulos.

La lectura cualitativa dice –entre otras muchas cosas posibles- que los varones si no se agrega otro título al de  “religiosos” llegamos solo a 55.253 y disminuyendo.

En una de nuestras reuniones de comunidad, el Hno Carlo, con sus 90 años preguntó al Delegado “si en la Compañía se estaba revalorizando la vocación de los hermanos o… ya era una causa perdida” (esto entendí yo de una frase que dejó en el aire). La respuesta, como siempre, es que sí, que la compañía valora mucho a los hermanos… Pero no hay vocaciones.

El ministerio, con su posibilidad de hacer carrera y de tener status, al mismo tiempo que atrae muchas energías no evangélicas, espanta otras que sí lo son. Urge una separación radical entre ministerio sacerdotal, poder y fama. De manera tal que surjan los “carismas con minúsculas”. Y en esto, evangélicamente, me resuena que las mujeres “han elegido la mejor parte”.

Me animo a decir que el desafío, hoy, no consiste en “jerarquizar” a la mujer, “elevándola” a la dignidad del ministerio sacerdotal, sino que antes de plantear este tema, que se puede plantear como todo, creo que hay una gran tarea por hacer: la de “abajar” el ministerio sacerdotal a tal punto, que si permanece como propio de los varones, la tarea de confesar los pecados y de hacer la Eucaristía, se consideren como dos servicios humildes del Señor, dos carismas con minúsculas: el de lavar los pies y el de estar a la mesa como el que sirve. Y que se destaquen y jerarquicen otros carismas histórica y existencialmente propios (por no decir exclusivos, que suena feo) de las mujeres, como el de ser las primeras evangelizadores de sus hijos; el de estar al pie de todas las cruces; el de centrar las asambleas en las que el Espíritu Santo desciende, como María; el de aconsejar, el de bendecir… Ayer, al despedirme de unas amigas carmelitas las bendije en la frente con una señal de la Cruz y les pedí que me bendijeran como suelo pedir, especialmente a los pobres. Y la verdad es que me impusieron las manos y me bendijeron con más unción y ternura, con más Espíritu, del que yo sentí cuando las bendije a ellas.

En una Iglesia en la que los carismas estén todos a la par, bien diferenciados “para que haya de todo” (como decía con humor una monja de otra de la que una tercera decía que no sabía que hacía alguien así en la vida religiosa) y considerados como todos provenientes del mismo Espíritu para el bien común, el carisma del poder orientado al servicio, se convertirá en uno más, atrayendo sólo a los que tienen la gracia (y las espoaldas) para conducir, sin que esto signifique más honor o más ventajas que las necesarias para cada tarea.

Carismas con minúsculas. De esto, el Espíritu Santo llena la faz de al tierra y el mundo, no solo el cristiano, está lleno de ellos. La misionariedad de la Iglesia y el salir a evangelizar tiene mucho de ir a ponerse a la par y al servicio de aquellos a los que, conociendo menos a Cristo, el Espíritu les regala estos carismas de fe, de prácticas solidarias, de esperanza…, hasta que, en el momento oportuno, surja ese intercambio de palabras con minúscula, en el que consiste una buena noticia, esa que se da en el interior de un corazón cuando el agua se le convierte en vino.

Diego Fares sj

 

 

 

 

 

 

 

 

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