Levantándose María en aquellos días
se encaminó con premura
a la montaña, a un pueblo de Judá
y entró en la casa de Zacarías
y saludó a Isabel.
Y sucedió que, apenas oyó Isabel el saludo de María,
Saltó de gozo el niño en su seno,
e Isabel quedó llena del Espíritu Santo,
y levantó la voz con gran clamor y dijo:
– «Bendita tú entre las mujeres
y bendito el fruto de tu vientre!
¿De dónde a mí esto: que la madre de mi Señor venga a mí?
Porque he aquí que, apenas sonó la voz de tu saludo en mis oídos,
exultó de alegría el niño en mi seno.
Dichosa la que ha creído
que llegarán a cumplirse plenamente
las cosas que le han sido dichas de parte del Señor» (Lc 1, 39-45).
Contemplación
“María nuestra Señora cuida la gracia levantándose tempranito y yendo a servir”. Este pensamiento me consoló en la acción de gracias de la misa de 6,30 hs., en la Iglesia grande, solos el Hno Rizzo y yo. El agradece tener cura que le diga la misa cuando el Superior no está, y yo agradezco tener pueblo fiel (la broma siempre es la misma, él pregunta si no me molesta decir la misa tan temprano y yo le digo que no si él hace la colecta).
Jesús encarnado –e inculturado- crece solo y va dando fruto sin que nos demos cuenta, expandiéndose en nuestra vida como un árbol al revés, como decía Fabro, un árbol que tiene su raíz en el Padre y da fruto sobre nuestra humilde tierra. Vemos cómo sin decir nada a nadie, ni siquiera a José, María despierta la fe en Jesús escondido en su vientre.
Hoy Isabel reconoce al Salvador por los movimientos interiores –físicos- que Jesús le hace experimentar: “Apenas sonó la voz de tu saludo en mis oídos, exultó de alegría el niño en mi seno”.
Son, por tanto, dos gracias a recibir en Navidad: una la de cuidar la gracia “yendo cada uno a servir”, allí donde tenemos a nuestra “Isabel”. La otra, la gracia de reconocer a Jesús escondido por la alegría que hace brotar en nuestro corazón.
Ayer, al abrir la Puerta Santa del Hogar de Caritas en la Estación de Términi, el Papa Francisco decía: “El Señor nació totalmente escondido, totalmente humilde. Las grandes ciudades del mundo no sabían nada. Y así es Dios entre nosotros. Si tú quieres encontrar a Dios, búscalo en la humildad, búscalo en la pobreza, búscalo allí donde está escondido: en los necesitados, en los más necesitados, en los enfermos, en los hambrientos, en los encarcelados”.
Mientras el Papa estaba predicando esto, que leí después, yo estaba yendo a la misa y me encontré con Constantino, el mendigo que vive en Términi, en su silla de ruedas, con esos ojos y esa sonrisa cada vez más linda y su estado general más deteriorado. Había ido a Santa Marta a buscar unas cosas y ví que el auto del Papa estaba esperando afuera. Pregunté a donde iba y me dijeron que a Términi, al Hogar de Cáritas, así que me fui rápido en el 64, pero tardó una enormidad, así que llegaba tarde. Hay que caminarse unas cuadras largas por via Marsala, que está al costado de la estación, para llegar al Hogar y al dispensario médico de Caritas. Y en el rinconcito acostumbrado me lo encontré a Constantino que me recibió con una linda sonrisa, aunque nos vimos sólo dos veces. Está en medio de la estación pero metido entre unos paneles, de manera tal que tiene su privacidad cuando quiere. Estaba al tanto de todo: “lástima que hoy no puedo ir porque viene el Papa, pero…” –hizo un gesto como mostrando su situación, la silla… Si quiere lo llevo, le dije. Gracias, pero hay que bajar por Marsala… y está frío. Dígale que haga una “preghierina per me” y que yo rezo por él. Le dije que sí, aunque no lo vería de cerca al Papa y le pedí que rezara por mí, que yo era el Padre Diego. El Padre de Diego! me dijo mirándome. No el cura, le dije. Ah! El cura. Pero entonces nos conocemos de toda una vida! Ahí me hizo emocionar, porque son esas cosas que uno sabe quién es el que está hablando, escondido en la fragilidad de la memoria de un anciano. Le di un beso, diez euros, que le parecieron “bien”, “para tomar algo después”, y me fui a la misa. Estaba lleno de gente y no se podía entrar, así que estuve afuera con la gente. En la comunión, una monja salió a la calle y como no le alcanzaban las hostias empezó a partirlas, con gran delicadeza, hasta que las dos o tres últimas las fragmentó –literalmente- en diez pedacitos cada una y esos pedacitos en dos, así que al final alcanzaron como para cincuenta más. Todos extendíamos la mano y recibíamos una hostia tan chiquitita que había que comerla de la mano misma, sin agarrarla con los dedos. Fue una linda comunión allí en el Hogar, mendigada, como corresponde.
Antes de irse del Hogar, le cantamos el feliz cumpleaños y el Papa resumió su prédica: “Está cerca la Navidad, está cerca el Señor. Y el Señor, cuando nació estaba allí, en aquel pesebre, y nadie se daba cuenta de que era Dios. En esta Navidad deseo que el Señor nazca en el corazón de cada uno de nosotros, escondido…, de manera tal que ninguno se de cuenta, pero que el Señor esté. Les deseo esto, esta felicidad de la cercanía del Señor”. Eso de que “nadie se de cuenta” pero “que esté”, fue lo que me llevé. Y el modo es el que nos indica nuestra Señora: yendo a servir. Allí el reconocimiento viene de los pequeños. Y ese reconocimiento sí que nos hace bien. A la Virgen también le agrada este reconocimiento y con Isabel le decimos, espejándonos en sus ojos limpios y en su alma que es cielo abierto: Dichosa la que ha creído que se le cumplirían todas las cosas que le fueron anunciadas de parte del Señor.
Diego Fares sj