La gente le preguntaba a Juan:
– «¿Qué debemos hacer entonces?»
El les respondía:
– «El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene;
y el que tenga alimentos, que haga lo mismo.»
Algunos recaudadores de impuestos
vinieron también a hacerse bautizar y le preguntaron:
– «Maestro, ¿qué debemos hacer?»
El les respondió:
– «No cobren más de la tasa estipulada por la ley»
A su vez, unos militares le preguntaron:
– «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?»
Juan les respondió:
– «No extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo.»
Como el pueblo estaba a la expectativa
y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías,
él tomó la palabra y les dijo:
– «Yo los bautizo con agua,
pero viene uno que es más poderoso que yo,
y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias;
él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego.
Tiene en su mano la horquilla para limpiar su era
y recoger el trigo en su granero.
Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible.»
Y por medio de muchas otras exhortaciones,
anunciaba al pueblo la Buena Noticia (Lucas 3, 10-18).
Contemplación
En el día de nuestra Señora de Guadalupe, los tres “qué debemos hacer” de la gente se conjugan en el “hágase en mí lo que dice tu Palabra” de María. Qué puedo hacer, qué hago, qué tengo que hacer… son preguntas normales que acompañan nuestra vida y tienen todos los tonos y matices que el correr mismo de la vida les da. Qué puedo hacer es a veces un sencillo “en qué te puedo ayudar”, como el de María que piensa en su prima Isabel y parte de mañana, con prontitud, nos dice Lucas, para darle una mano. Qué puedo hacer es, otras veces, una constatación de que uno no puede hacer nada y aquí es bueno recordar lo que le dice el Arcángel a la Virgen: “no hay nada imposible para Dios”. De la mano cálida y amiga de María podemos siempre sumergirnos en la intimidad de esa fe en que para Dios nada es imposible. Podemos preguntar humildemente por el “cómo”, que siempre estará ligado a la humildad y a la cruz de Jesús y en esa sombra amorosa y nublada con que el Espíritu Santo vela su acción y la desvela.
Qué hago, qué hacemos, la pregunta tiene para nosotros sabor a Caná. Dónde María se da cuenta de que falta el vino en la boda de sus amigos y va a Jesús con esta pregunta implícita: no tienen vino, le dice y queda flotando un qué hacemos? Es más lindo tener a mano el “qué hacemos” dirigido de tú a tú a Jesús, que el “qué hago” tan autorreferencial, tan limitado. Qué hacemos, Señor, pronunciado junto con María, produce esa linda trinidad en la que estamos incluidos si queremos involucrarlos a ellos dos. En este qué hacemos la mayor parte del milagro será de Jesús, como en Caná, pero nuestro esforzado y humilde aporte de poner agua en las tinajas, será nuestro y tan parte del milagro como la conversión de ella en vino. El consejo atento de María actuará mediando bien, para que el “hágase lo imposible” de Dios se vuelva posible gracias a nuestro “hacer todo lo que Jesús nos diga”, especialmente en los detalles.
Qué tengo que hacer es la pregunta del deber que el evangelio mejora pero no descuida. Hay un mínimo y un límite, un horario y una cuota que hacen a la justicia, que nos igualan a todos. Jesús mismo hizo lo que tenía que hacer según la ley y se bautizó con Juan. Aquí es bueno que la pregunta se haga en singular y cada uno se lo responda a sí mismo y se someta al juicio de Dios y de los demás, según la ley común. Antes de señalar lo que “deben” hacer los demás, es bueno aclararme lo que debo hacer yo, según mi conciencia ante la ley exterior y ante lo que yo se que he recibido y que me obliga en lealtad.
San José nos puede ayudar en este nivel, con sus sueño angustiado frente a su deber ante el embarazo de María, su prometida. El Señor le ayuda con ese “no temas” en el que abrazar a su esposa con el hijo que lleva en su seno y hacer frente a la situación que los deja mal parados socialmente, es bendecido por el Señor, con la gracia más grande de su vida. José “toma todo”, se compra el campo entero, y gana el tesoro escondido. Vende toda su fama y su futuro y se compra la Perla preciosa que es María con Jesús y los lleva a su hogar. No achica el amor a la medida del deber mínimo, de lo tolerable y razonable, sino que se juega entero por la persona que ama y decide bien.
………
Hace 29 años, el 12 de diciembre de 1986, fuimos ordenados sacerdotes seis jesuitas –todos conocen al padre Rossi y muchos al padre Yañez y al padre Cantó…-. Al pedirles que den gracias por nuestro sacerdocio y rueguen a nuestra Señora para que nos bendiga y nos dé la mano para que respondamos bien a estos qué hacemos, que más podemos hacer y cada uno a su qué debo, comparto tres gracias.
Una, que hoy celebraremos en San Pedro junto con Francisco. Aquel 12 de diciembre fue mi padrino de ordenación y su paternidad espiritual, desde entonces, no ha hecho más que crecer y renovarse de manera tal que el sentimiento lindo de ser hijo, cuánto más crece en mí más grande lo siente a él. Sentir que el padre de uno es el Padre de todos, es lo que nos regaló Jesús al traernos a su Padre. Contemplar este misterio grande encarnado en la medida humana pequeña de la propia vida, es una gracia, muy de uno y muy de todos. Compartible, como todo lo de Jesús.
Otra gracia de ese día fue la que recibí al ir en procesión junto con todos los jesuitas por los corredores del Máximo. El Padre Marangoni que iba detrás me preguntó si había pedido la gracia. Sin darme vuelta del todo y sintiéndome en falta porque no tenía idea de qué había que pedir le pregunté “qué gracia?”. Y me dijo: “la que se pide el día de la ordenación. El Señor no nos niega nada este día. Pedila, zonzo! Y yo rebusqué en mi corazón a ver qué pedido tenía y me salió no sé de donde (aunque sí se que fue de Ella) un: “Señor dame la gracia de hablar bien de tu Madre a tu Pueblo”. En el mismo instante que se formuló así, tan clara (y que hoy veo mejor formulada con esos dos “tú”) me vino la duda, como pasa cuando uno ya pidió y no puede volver atrás. Me pareció “poca cosa”, como si el maligno me dijera: te perdiste una oportunidad y pediste poca cosa. Yo respondí interiormente con lo que fue una especie de “defensa de María”, y dejé en sus manos la cuestión de la gracia porque ya estábamos llegando a saludar el altar y yendo a nuestros puestos, en el pasto, junto a la fuente, y el coro cantando “ya no los llamo siervos, sino amigos”.
Con el tiempo, esta gracia de la Virgen, y de hablarle bien de ella a su Pueblo fiel (que no lo “necesita” porque la ama tanto o más que el que les habla, pero que “le encanta”) ha sido siempre fuente de fecundidad. Es un “hablar bien” que no es solo hablar: en lo chiquito, por ejemplo, es un hacer practicar a muchos el pedido a “los ojos de la Virgen” cada vez que uno pierde algo, y recibir luego la alegre exclamación de alegría cuando se los hace encontrar. En las cosas prácticas es un dar testimonio de su ayuda, que va tan unida a San José, que parece que es gracia sólo de él siendo que es Ella la que pone todo en sus manos, como hace con Jesús. Este testimonio de que es Ella, cuanto más escondida más presente, con sus buenos deseos de benevolencia para con nosotros, es también un modo de “hablar bien”. Y así tantas cosas, como estar hablando ahora de una gracia que sé que ya conté y cada vez que la cuento de nuevo lo renueva todo y llega al corazón y sale en lágrimas mansas.
La tercera gracia sacerdotal, además de la del padrino y de la Virgen, fue de Chela, una querida misionera del Barrio de Sumampa, donde misioné tantos lindos años construyendo con la gente la ermita de la Virgen, primero, el quincho luego y la Iglesia por fin. Luego de la ordenación la gente nos vino a saludar y al bajar por las escaleras del Máximo, nos esperaba a cada uno su “porción del pueblo de Dios”. Mi gente me abrazaba y estrujaba por todos lados (era más “abarcable” en aquella época) y Chela que era grandota, me plantó un beso en las manos y me dio un abrazo de oso con tanto cariño y alegría que me hizo decirle con toda confianza lo que venía sintiendo como de reojo en el corazón: “están más alegres ustedes que yo”. “Y claro Nene, si vos sos para nosotros”, me dijo y me miró a los ojos como diciendo “te das cuenta qué lindo”. Allí me terminó de caer la unción del Espíritu, que desciende con las palabras del Obispo y la imposición de sus manos y se multiplica luego en las palabras de su pueblo fiel y en esa imposición de manos que son abrazasos: el sacerdocio es para los demás. Con esa fe es que comparto estas cosas para que cada uno se las apropie todo lo que pueda y de gracias por el sacerdocio que el Espíritu suscita en el Pueblo Sacerdotal de Dios.
Diego Fares sj