Jesús dijo a sus discípulos:
– “Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas;
en la tierra habrá angustia de la gente,
y desesperación por el sonido del mar y del oleaje,
los hombres perderán el sentido por el terror y la ansiedad
de lo que va a sobrevenir al mundo,
porque las fuerzas del cielo se conmoverán.
Y entonces verán al Hijo del hombre viniendo en una nube,
con gran potestad y gloria.
Cuando estas cosas comiencen a suceder,
Pónganse de pie y alcen la cabeza,
porque se aproxima su redención.
¡Estén atentos! que no se les embote el corazón
con los excesos, con el alcohol y con las preocupaciones de esta vida,
no sea que ese día les caiga de repente, como un lazo,
porque sobrevendrá a todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra.
Velen en todo tiempo rogando
para que logren escapar de todas estas cosas que van a suceder
y puedan mantenerse en pie en presencia del Hijo del hombre» (Lc 21, 25-36).
Contemplación
“Verán al hijo del hombre viniendo…”
El Hijo del hombre es una expresión que Jesús usa para hablar de sí mismo. De todos los títulos que le dan otros, este es su preferido.
Consuela pensar que al Señor le gusta “ser un hombre”, ser uno de nosotros, de nuestra especie humana.
Por supuesto que Él es especial, pero no por su “ser hombre” –en esto es igual a cualquiera de nosotros, sino por el amor que le puso a este ser hombre. El amor con que se encarnó, eligiendo a su Madre y a José, a su pueblo y a ese momento de la historia.
En ese sentido quizás uno pueda decir que él eligió y nosotros no elegimos. Pero no se si cambia mucho la cosa ya que si me dieran a elegir, elegiría mi misma familia, tal como es, mi historia tal como la viví, no otra. Sí me gustaría haber amado más, pero a esa falta de amor acude el Señor con la gracia del sacramento de la confesión que nos permite vivir amando siempre más: pedir perdón, reparar, son maneras de amar más. (De paso: la confesión no es tanto de este o aquel pecado aislado sino como expresión de no haber amado más a los que amamos).
Lo que quiero decir es que la elección, o mejor la predilección, no es cuestión de optar por unas circunstancias en vez de otras sino por un amor cualitativamente mejor. Y en eso nos emparejamos “en la cancha”, viviendo. No importa mucho haber elegido o no “antes”. El Señor pudo elegir porque vive desde siempre, nosotros no porque no podemos ni siquiera “pensarnos” antes de que se nos regalara la vida.
Así que lo que hizo “antes” de encarnarse no es cuestión “humana”. Una vez dentro de la historia, un vez en el seno de María y en el hogar de José, Jesús es tan hombre como cualquiera de nosotros, ni más ni menos.
Y aquí sí viene lo que cuenta: y es que Él le puso mucho amor a su vida familiar en Nazaret. Lo podemos ver por los frutos, por cómo quedaron “consolados” –transfigurados, santos- para siempre José y María, y Juan el Bautista y Santa Isabel y Zacarías y los pastores y los reyes…
Y si pensamos que el Señor nos sacó alguna ventaja al elegir a la mejor madre y al mejor papá, valoraremos más entonces el hecho de que nos los haya compartido. Su adelantarse en elegir la humanidad no fue sino para ofrecernos la posibilidad de ser parte de su familia: ser sus hermanos, su madre y su padre, como dice de todo el que escucha la palabra de Dios y la pone en práctica.
Andando adelante en esto de “elegir” y querer su humanidad, al pensar en la Cruz no podemos menos de admirar al Señor en silencio, ya que aquí también se nos adelantó: abrazó él mismo la Cruz y fue voluntariamente a la pasión. Lo cual si bien sabemos que es parte de la carne y de la humanidad, no por eso elegimos con decisión y amor la parte de sufrimiento que nos toca.
También eligió el Señor resucitar en cuerpo y alma y ser para toda la eternidad “hijo del hombre”. No se despojó de su carne como si sólo se hubiera “revestido” o la hubiera tomado en préstamo. El Señor es hombre –un hombre- para siempre. Esa fue su opción.
Qué admirar más? Su generosidad para hacerse un niño pequeño, siendo que era Grande?
Su coraje para ir a la muerte por sus amigos, renunciando a su poder sobre la vida y la muerte? O su humildad de seguir siendo hombre para siempre, limitándose en nuestra carne siendo que era puro Espíritu y pura Palabra.
Ciertamente que nuestra humanidad es algo maravilloso y que, en su pequeñez, puede “contener” a Dios. Pero no es menos cierto que a nuestro espíritu hay algo de nuestra carne que a veces sentimos que nos “limita” un poco. No hablemos de enfermedades ni de vejez, que eso en el Cielo no contará. Pero pensemos solamente en las huellas que la historia deja en nuestra carne y que hacen de nosotros “hijos de nuestra historia”. Jesús es el Hijo del Padre y en cuanto tal, todo lo del Padre es suyo y él lo conoce al Padre y el Padre a él y en esta relación viven una plenitud más grande de todo lo que podamos llegar a pensar, cada uno a partir de sus experiencias de lo lindo que es compartir o haber compartido vida con su padre terreno. Esta plenitud, el Señor deja que quede contenida en su otra filiación, la de su humanidad, la de ser hijo de María y de José, hijo de su pueblo y de su historia, hijo de la raza humana.
Este límite de haber vivido sólo su historia –sus cortos 33 años- es su manera de “incluirnos”, de hacernos participar de su vida. Cómo podríamos compartir su relación con el Padre –infinitos los dos- si el Señor no se hubiera limitado para que, siendo él uno más, cada uno pudiera también contar su historia?
En estos días cumplió años un amigo –Domingo- y Clarita, una de sus hijas nos pidió a muchos de la familia y a los amigos que escribiéramos alguna anécdota para hacerle un “foto libro”. Nada más lindo que te pidan esto. Todos los que tratamos de escribir algo coincidimos en un sentimiento: el de que las palabras no alcanzan y sea que uno escriba mucho o menos, que elija una historia u otra, todos venimos a decir lo mismo: que la vida vivida juntos nos supera y que para nosotros, la amistad -como para Serrat y Les Luthiers- es lo primero.
Bueno, por aquí viene la esperanza del Cielo, que para nada será aburrido ya que tendremos todo el tiempo del mundo para contar cada uno su historia y, mejor aún, para que los otros cuenten la nuestra. Y luego, tiempo para escuchar la historia de los demás, especialmente la de aquellos que parecían historias comunes, y con infinito respeto para escuchar las historias que se perdieron en una barcaza de refugiados, en un pueblito de misión, en un trabajo escondido… Veremos la maravilla de cada corazón…
Menos que una eternidad, no sería justo. Que no pudieran hablar todos, no sería digno…
Por supuesto que la Virgen y los santos contarán a todos las suyas, y los adelantos que tenemos ya dan sabor a nuestra vida actual.
Y Jesús contará lo suyo, junto con cada uno de nosotros. El nos hará hablar!
Si el Señor no pudiera ejercitar este “oficio” (que en Emaús tuvo su primer capítulo) el Cielo sí que sería (perdón) aburrido, ya que la Gloria de Dios, nos quedaría demasiado grande, “la veríamos pasar”.
En la metáfora del banquete celestial, aunque no se diga y se hable sólo del “vino nuevo”, está supuesto que lo mejor será, junto con los recibimientos y reconocimientos, el tiempo para poder contar las anécdotas de la vida. En griego “an-écdota” significa “no publicado”, “in-édito”, es decir, no es solo lo “curioso” o lo “fuera de lo común”, sino también lo más lindo y lo mejor de nuestra vida, eso que “nadie publicó”, que quizás ni nosotros mismos sabíamos y que merece un foto libro con todas las maravillas que el Señor hizo con nosotros y con los demás.
Adviento es tiempo de despertar este deseo. De soñar con el “foto libro” evangélico que nos regalarán los otros cuando lleguemos al cielo, con todas las cosas lindas que vivieron a nuestro lado y que, como María con Jesús, tenían “guardadas en el corazón”.
Diego Fares sj