Domingo 20 B 2015

Vivirá por mí

Lujan

Jesús dijo a los judíos:

Yo soy el pan viviente que ha bajado del cielo.

Si alguien comiere de este pan vivirá para siempre,

Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo.

Los judíos discutían entre sí, diciendo:

¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?

Jesús les respondió:

Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del Hombre

Y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes mismos.

El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna,

Y Yo lo resucitaré en el último día.

Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre la verdadera bebida.

El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él.

Así como Yo que he sido enviado por el Padre Viviente,

vivo por el Padre, de la misma manera el que me come vivirá por mí.

Este es el pan bajado del cielo,

No como el que comieron sus padres y murieron.

El que coma de este pan vivirá eternamente.

Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaún (Jn 6, 51-59).

Contemplación

«Vivirá por mí». Qué quiere decir «vivir por Jesús, gracias a la Eucaristía». Para esta meditación me ayudo con algunas cosas de San Ignacio y otras de su amigo Pedro Fabro, fiel discípulo de Ignacio y que expresa las cosas de los Ejercicios en términos más afectivos, haciéndonos sentir cómo obra el Señor en una persona que lo quiere mucho pero que se siente muy fragil.

San Ignacio, en los Ejercicios dice: «presupongo ser tres pensamientos en mi, es a saber, uno propio mío, el cual sale de mi simple libertad y querer, y otros dos que vienen de fuera de mi libertad y querer, el uno que viene del buen espíritu y el otro del malo» (EE 32).

Esta conciencia no «autorreferencial» -usando la palabra que elige Francisco- es básica para la vida espiritual. Uno constata un pensamiento o un sentimiento y lo primero es distinguir «de donde viene», si de adentro o de afuera». ¿De adento o afuera de qué? De adentro o de afuera del propio querer (de nuestra estructura sicológica con nuestra historia) y de nuestra libertad (algo que elegimos sentir y pensar).

Y ese de afuera ¿qué significa? No es un de donde sino un «de quiénes». De afuera significa que hay pensamientos y mociones que otro -el buen espíritu o el malo- nos comunican y nos hacen sentir. El buen espíritu, respetando siempre nuestra libertad y con delicadeza, atrayendo. El malo con ningún respeto, metiéndose dentro de manera que nos hace confundir muchas veces y creer que es nuestro propio espíritu que piensa o siente algo muy malo.

Con el bueno es más claro: a uno se le ocurre una idea al leer el evangelio y se da cuenta de que es una gracia, de que es un pensamiento nuevo. Uno siente una alegría al hacer un acto de misericordia y se da cuenta de que es uno pero potenciado increíblemente por una gracia. Uno habitualmente no siente cosas tan buenas.

En cambio con lo malo, se suele mezclar todo. Uno tiene un pensamiento bajísimo, de envidia por ejemplo, de modo tal que alaban a otro y uno siente que se le ve la envidia en los ojos y no puede sonreir o aplaudir de corazón. Aquí el mal espíritu aprovecha lo que puede ser un primer movimiento comparativo natural para atarlo a un pensamiento: «viste lo que sos. Ese sos vos en el fondo. Un envidioso. Date cuenta lo que pensaste. Y lo que sentiste! Si sentís eso es que sos así. Vos ya lo sabías. Sos una porquería…». Esta misma contundencia del mal, esta vehemencia y absolutez ideológica, debe llevarnos a «oler al que nos acusa». Claramente no es un pensamiento nuestro. Es verdad que sentimos la envidia como todas las pasiones, pero alguien le hechó nafta al fuego.

Fabro lleva esta misma constatación a nivel no sólo del pensamiento sino de la vida.

Rezando un día de la Asunción como hoy, pero hace 573 años, en Spira -corazón de Alemania-, decía (en unos de esos días de desolación) que se sentía «completamente abandonado a sí mismo, sin ningún movimiento del buen espíritu ni del malo; y eso me hacía sentir cuan frágil yo era».

Tenía la impresión de «estar en mí mismo más abajo, más vacío y más desconcertado de lo que me había sentido otras veces (…) privado de mociones espirituales venidas de afuera, solo en mi mismo, con lo que me debería bastar -la gracia suficiente que siempre tenemos».

Fabro discernía que esto le hacía bien, el hecho de no tener «la devoción nacida de esas mociones espirituale que cambian nuestro ser en otro mejor».

Veía como un favor especial del Señor esto de «vivir en mí mismo sólo con la gracia esencial: porque esto ayuda a reconocer mejor y a distinguir el espíritu propio, cómo es uno en su estado ordinario, del estado debido a un espíritu ocasional, bueno o malo».

Hace bien discernir, dice: «cada uno de los tres modos de vida que nos toca experimentar.

En el primero, podemos decir (sin excluir la gracia suficiente, por supuesto) «ciertamente, yo vivo«;

en el segundo: «ya no soy yo quien vive sino que Cristo vive en mí«,

y en el tercero: «ya no soy yo el que vive sino el pecado o el mal espíritu vive en mí, el que impone su ley a los malos» (Fabro, Memorial 15 de Agosto de 1542).

Cuando comulgamos, es bueno rectificar nuestra intención y poner todo el deseo y todas las fichas en ese segundo estado del que habla Fabro y decir: «si te como viviré por Vos, Jesús».

¿Por qué digo esto? Porque en general, distinguimos la vida de Cristo de la antivida del mal espíritu, pero comulgamos como si Cristo viniera a mejorar un poquito ese primer estado que es nuestra vida al natural. Y los efectos son más bien pobres. No es que mejore mucho mi fragilidad ni que cambie mi manera natural de sentir las cosas.

Fabro es maestro en esto porque aunque el Señor lo hace crecer enormemente en su vida espiritual, su vida propia, su sicología, sus tentaciones de temor, de impureza, de escrúpulos y vanidad, siguen iguales toda su vida. Cuando las experimenta como algo suyo, siente que no ha cambiado nada. Cuando el mal espíritu las fogonea, siente que lo vencen.

Y sin embargo el Señor vive cada vez más en él. Su relación con Jesús madura día a día. Tanto interiormente, con esta gracia de darse cuenta quién está viviendo, como apostólicamente, sirviendo y ayudando a los demás.

Y el receptáculo, como él dice, que el Señor utiliza, es su misma fragilidad -con tentaciones y todo-. Fragilidad discernida y ofrecida, como arcilla en las manos del Alfarero, como instrumento en manos del Artista -el pincelito de Teresita, el lapicito de Madre Teresa…-.

La misericordia, como dice el Papa, tiene como receptáculo nuestro pecado y nuestra fragilidad. Reparar lo que se rompió, fortalecer al debil, animar al que se desanima, perdonar al que nos ofendió…, estas acciones muestran mejor el poder y la intención gratuita del Señor que el hecho de crear algo de la nada o hacerlo perfecto de una vez. Porque en la creación uno podría sospechar que el que crea se complace en sí mismo, en hacer algo que le agrada para su propio placer. Al perdonarnos, el Señor nos hace ver cómo nos ama a nosotros mismos. Por eso nuestra fragilidad es tan preciosa a sus ojos, porque allí, en torno a ella, dialogamos en pie de igualdad.

Vivir en otro como vive Jesús Eucaristía no es una invasión, no es suplantación de sentimientos ni transformación en otra cosa. El Señor vive en nosotros como quien se hospeda donde lo alojan y acepta lo que somos y lo que le damos. Le gusta vivir en nosotros. No viene como esos huéspedes que te quieren cambiar los muebles de lugar, sino como el que le encanta el modo como has dispuesto tus cosas y valora lo que has logrado y lo que tenés. Uno de los modelos de lo que significa «vivir con Jesús, por Él y en Él» está contenido a lo largo del pasaje de Emaús. Ellos viven con Jesús como compañero de camino y a medida que comparten y les habla comienzan a vivir por él, gracias a sus palabras que les abren la mente y les hace arder los corazones. Cuando lo hospedan y les parte el pan, que, aunque no lo dice Lucas, se llevaron para comer en el camino de regreso, ya estaban viviendo no ellos sino Cristo resucitado en ellos, de camino a la Comunidad.

Nuestra Señora es la Maestra en esto de que Jesús habite y viva en nuestra pequeñez. Ella no tiene que distinguir la vida de Jesús de la vida del mal espíritu, porque no experimentó la mancha del pecado, lo que significa «vivir en pecado», vivir no siendo uno sino lo que el pecado impone al adueñarse de nuestras pasiones y hacernos obrar mal.

Pero sí distinguía perfectamente entre su «vivo yo» y «es Jesús que vive en mí». Sí sabía de lo que era ella antes de concebir, sus posibilidades -cómo será posible esto si yo…»- y lo que llega a ser gracias a que «nada es imposible para Dios».

Ella distingue su pequeñez de las grandes cosas que hace Dios.

Se siente mirada precisamente en su pequeñez, no en su grandeza, que ciertamente tenía ya que era una buena persona, buena hija, buena novia, buena amiga.

Pero el receptáculo de la Misericordia es su pequeñez.

Fabro dice de la Virgen, después de celebrar la misa: «Yo pensaba que ella fue siempre perfecta en su naturaleza, que vivió continua y efectivamente bajo la moción del Espíritu Santo, pero, sin ninguna duda, no siempre de la misma manera: si bien siempre fue la llena de gracia probablemente no fue siempre «tocada» por un mismo fervor del Espíritu Santo y por la misma consolación; había siempre en ella espacio para la humildad perfecta, para el hambre y la sde de agradar siempre más al Altísimo y por el temor de no ser todo lo útil que Dios quería».

Como vemos, Fabro es maestro en esto de hacer ver la pequeñez no en relación al mal sino al «siempre más». Gracias a nuestra pequeñez podemos desear que el Señor viva siempre más en nosotros! Lo podemos pedir de corazón gracias a que «somos pequeños», a que «no hemos sido hechos perfectos, ya cerrados».

El que me come deseará vivir más por mí. Que este sea nuestro deseo pequeño al comulgar con ese Dios que se ha enamorado de nuestra pequeñez porque allí puede crecer junto con nosotros.

Al meditar en el Misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo, dado que la imagen de una «subida», está contaminada por las imágenes de los despegues de aviones y naves espaciales que se pierden en la vastedad inimaginable del espacio sideral, me gusta pensar en el otro polo (toda imagen se construye en una tensión polar): el de Dios.

Dos definiciones del Cielo que me gustan:

El Cielo es el espacio de la intimidad de Dios. Por eso el Reino de los cielos está cerca.

El Cielo es la «plenitud de las relaciones, de amor, amistad, paz, alegría…»

María es subida a esa intimidad e introducida en esa plenitud de relaciones.

Pero esto supone que Dios desciende, de alguna manera misteriosa, a esa que ha subido y se posa en ella (sino ella debería seguiría subiendo como un globo que se pierde en el infinito ya que Dios es infinito); eso significa también que la Plenitud de Dios se deja contener por la pequeñez de María.

Por eso es que su imagen es tan poderosa: porque uno siente la omnipotencia del amor de Dios latiendo en un pequeño corazón de carne, más nuestro todavía, si se puede hablar así, que el de Jesús. Un siente toda la altura del Altísimo a la altura cercana de esas imágenes de María, que nuestro pueblo sabe poner a la distancia justa, para dar testimonio de que ella subió y de que Dios baja a nuestras pequeñas historias.

Diego Fares sj

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