Domingo 19 B 2015

Los cuatro privilegios del Cuerpo del Señor resucitado

 

Los judíos murmuraban de Jesús, porque había dicho:

‘Yo soy el pan que ha bajado del cielo’.

Y decían: ‘¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José?

Nosotros conocemos a su padre y a su madre.

¿Cómo puede decir ahora: Yo he bajado del cielo?’
Jesús tomó la palabra y les dijo:

No murmuren entre ustedes.

Nadie puede venir a mí

a no ser que mi Padre que me envió lo atraiga a mí;

Y yo lo resucitaré en el último día.

Está escrito: Todos serán instruidos por Dios.

Todo el que oye al Padre y aprende su enseñanza, viene a mí.

No es que al Padre lo haya visto alguien:

Solo el que viene de parte de Dios: ese es el que ha visto al Padre.

Se los digo de verdad: el que cree, tiene vida eterna.

 

Yo soy el pan de la Vida.

Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron.

Pero éste es el pan que desciende del cielo,

para que aquél que lo coma no muera.

Yo soy el pan vivo que descendió del cielo.

El que coma de este pan vivirá eternamente,

Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo’ (Jn 6, 41-51).

 

Contemplación

Rezando con la resurrección del Señor, San Pedro Fabro -el compañero de Ignacio, amigo de Francisco Javier, al que el Papa canonizó sin necesidad de milagro, como gran evangelizador de Europa- contemplaba los «cuatro privilegios del cuerpo glorioso de Cristo». Como su Cuerpo glorioso es con el que comulgamos, me hace bien contemplar las gracias que pide Fabro, pedir las mías e invitar a cada uno a que en la comunión pida las suyas.

Michel de Certeau sj, que comenta el Memorial de Fabro dice que al pedir estas gracias el santo busca en la Resurrección del Señor la suya propia y el remedio de sus enfermedades. Y esboza a propósito de este deseo una especie de ‘retrato de sí mismo en negativo’: falta de vivacidad de espíritu, falta de penetración espiritual, confusión y oscuridad (tenía sus escrúpulos) y excesiva sensibilidad para los malos humores y las críticas».

¿Qué gracias pedía Fabro? Dice así: «le pedí para mi espíritu algunos dones: que por gracia, a fin de poder realizar siempre el bien y soportar el mal, pudiera llegar a ser más rápido, más perspicaz, más receptivo y transparente a la luz y menos sensible a los ataques del mal (lo cual corresponde a la ‘impasibilidad»)». Hasta aquí Fabro.

Los privilegios del cuerpo resucitado del Señor -con el cual, insisto, comulgamos- son: inmortalidad, impasibilidad, agilidad y pulcritud o belleza.

Fabro aclara que para él, la gracia del Cuerpo resucitado y glorioso del Señor de no estar sujeto ya a padecimientos -la impasibilidad, sus llagas curadas-, consistía en bajar el grado de sensibilidad para los ataques del mal. Como el mal espíritu nos estudia como uno que quiere tomar una fortaleza y busca la parte más débil para entrar, esta tentación la tenemos todos, ya que cada uno tiene su parte debil. Y precisamente allí es donde nos entristecemos porque «sentimos» el poder de los ataques de la tentación y experimentamos en carne propia nuestra debilidad. Curiosamente Fabro pide la gracia de «ser menos sensible». Uno diría ¡no! hay que ser sensible y darse cuenta de todos los ataques. Escuchar todo lo que dicen de mi -Fabro era susceptible a las críticas- y notar todos mis cambios de humor.

Esto sería verdad si el demonio tuviera poder real sobre nosotros y tuviéramos que defender solos nuestras zonas frágiles. Pero el demonio es un dragón muerto, que sólo arrastra gente con los estertores de su cola inmensa y un león encadenado que sólo puede morder si uno se le acerca. Jesús tomó sobre sí nuestras debilidades y quiere que las pongamos en sus manos. Especialísimamente nuestras debilidades. Nuestros pecados, nuestras tentaciones, cada uno allí donde experimenta que es derrotado setenta veces siete.

Fijémonos que esta gracia de «bajar un cambio a mi sensibilidad para con los ataques del mal a mi debilidad», va junta con otra totalmente contraria que es la de «ser más receptivo y transparente a la luz». Fabro pide la gracia de ser más sensible para percibir la luz de Jesús, su belleza en sí mismo y en todas las cosas, en las personas…

En el último taller sobre la bienaventuranza de la limpieza de corazón, la Hna Marta nos compartió ese hermoso texto de Leclercq en el que Francisco le dice al Hno León:

-¿Sabes tú, hermano, lo que es la pureza de corazón?

-Es no tener ninguna falta que reprocharse -contestó León sin dudarlo.

-Entonces comprendo tu tristeza -dijo Francisco-, porque siempre hay algo que reprocharse.

-Sí -dijo León-, y eso es, precisamente, lo que me hace desesperar de llegar algún día a la pureza de corazón.

-¡Ah!, hermano León,

créeme -contestó Francisco-,

no te preocupes tanto de la pureza de tu alma.

Vuelve tu mirada hacia Dios.

Admírale. Alégrate de lo que El es, El, todo santidad.

Dale gracias por El mismo.

Es eso mismo, hermanito, tener puro el corazón.

 

Y cuando te hayas vuelto así

hacia Dios, no vuelvas más

sobre ti mismo. No te preguntes

en dónde estás con respecto a Dios.

La tristeza de no ser perfecto

y de encontrarse pecador

es un sentimiento todavía humano, demasiado

humano. Es preciso elevar tu mirada más alta,

mucho más alta. Dios, la inmensidad de Dios

y su inalterable esplendor.

El corazón puro es el que no cesa

de adorar al Señor vivo y verdadero.

Toma un interés profundo

en la vida misma de Dios y es capaz,

en medio de todas sus miserias, de vibrar

con la eterna inocencia y la eterna alegría

de Dios. Un corazón así

está a la vez despojado y colmado. Le basta

que Dios sea Dios. En eso mismo encuentra

toda su paz, toda su alegría

y Dios mismo es entonces su santidad.

-¿Y cómo hay que hacer? -preguntó León.

-Es preciso simplemente

no guardar nada de sí mismo.

Barrerlo todo, aun

esa percepción aguda de nuestra miseria;

dejar sitio libre, aceptar el ser pobre;

renunciar a todo lo que pesa, aun

el peso de nuestras faltas;

no ver más que la gloria del Señor

y dejarse irradiar por ella.

Lo transcribo con otra puntuación para saborear mejor todas las palabras, ya que son de gran belleza e irradian mucha luz sobre estas dos sensibilidades: piel de rinoceronte para el mal, piel de bebé y ojos de niño asombrado para la belleza de Jesús. Como el demonio no tiene real poder si no nos acercamos, por eso despliega toda una batería de palabras y de sentimientos hasta que «escuchamos», hasta que «respondemos», hasta que nos pega en la zona débil y allí nosotros mismos le damos poder, como esos que le hablan por teléfono a las abuelas hasta que le encuentran el punto de interés o el punto débil y allí las embaucan.

En la comunión de cada semana, o de cada día, podemos pedir al Señor que su Cuerpo «ecualice» nuestra sensibilidad. Ante los ataques del demonio, que disminuyan los «agudos» (el mal espíritu suele entrar con chirrido, con sospechas agudas -demasiado seguramente-, con inquietud y como un ruido molesto) y se reduzcan los «bajos» (el mal espíritu suele dar golpes bajos, impresiones sordas, pantanosas, que quedan como un mal gusto indefinido en el fondo del corazón).

En cambio para las mociones del Espíritu, que utilice nuestra sintonía fina, que nos volvamos más receptivos, como dice Fabro, a la luz y a la música del Señor. Que pesquemos sus tonos de voz de buen pastor enamorado de nuestra pequeñez.

Como vemos, se trata de un cambio profundo en la manera de sentir.

Yo diría, afinando la punta al lápiz, que allí donde tenemos que ser «impasibles» y estar «blindados» (ante el mal) nos ponemos atentos y sensibles. En cambio allí donde tenemos que ser receptivos y transparentes (ante la belleza del Señor y del Espíritu) nos volvemos pragmáticos y miramos qué hay que hacer, qué se nos pedirá, en vez de gozar gratuitamente del don de la belleza del Señor.

Ante el mal, blindaje. Cuanto más seductor sea el enemigo, menos chateo.

Ante la belleza del que es Bueno, receptividad. Cuanto más fina la sintonía, mejor.

Dejo aquí para que cada uno pida la gracia de discernir lo suyo: donde es que el mal espíritu le mezcla los tantos, a qué percepción aguda de su debilidad tiene que cerrarle la puerta en la cara y qué cosas lindas de Jesús tiene que disfrutar un rato sin pensar que le vaya a pedir nada difícil.

La gracia a pedir, cuando comulguemos con el Cuerpo glorioso del Señor resucitado, para reforzar estas dos, de la impasibilidad y de la belleza, es la de la agilidad. La rapidez, que decía Fabro, y la viveza, para darme cuenta al toque, quién me está manejando el ecualizador interior, si el buen espíritu o el malo.

 

Unknown

Diego Fares sj

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