Amigos
Durante la Cena, Jesús dijo a sus discípulos:
«Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes.
Permanezcan en mi amor.
Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor,
como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Les he dicho esto para que la alegría que yo tengo esté en ustedes y el gozo que ustedes tienen se plenifique.
Este es mi mandamiento:
Ámense mutuamente, como yo los he amado.
Nadie tiene un amor más grande que este: dar la vida por los amigos.
Ustedes son mis amigos si hicieren lo que yo les mando.
Ya no les digo siervos, porque el siervo ignora qué es lo que hace su señor; yo los he llamado amigos, porque todas las cosas que oí junto a mi Padre se las he dado a conocer.
No me eligieron ustedes a mí, sino que Yo los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y lleven fruto, y ese fruto permanezca, para que todo lo que pidan al Padre en mi Nombre se los dé. Esto les mando, que se amen los unos a los otros» (Jn 15, 9-17).
Contemplación
Acabo de leer de un tirón el libro “Desde mis zapatos” de María Luján Rey, la mamá de Lucas Menghini Rey, la última víctima en ser encontrada 62 horas después de ocurrida la Tragedia de Once, el 22 de febrero de 2012 a las 8,32/33 am. No pude menos que escribirle un mensajito agradeciéndole su valentía para permitir que, si uno quiere, se meta en sus zapatos y reviva en el corazón por un rato lo que los familiares viven desde hace tres años y vivirán siempre. Me nació llamarla amiga. Luego pensé que nunca habíamos cruzado más que un saludo, una mirada de dolor, una palabra de cariño. Pero como cada amistad es única, esta también. Es una amistad sin muchas palabras, una amistad de cercanía respetuosa y a un costadito a lo largo de muchos 22 de Febrero compartidos en la estación, una amistad de admiración por lo buena gente que es, que son, los familiares de las víctimas. María Luján tiene una definición de la buena que me conmovió: “La buena gente es la que engrandece el espacio en el que decide participar”.
Yo me animo a decir que he visto “crecer” a muchos de los familiares en humanidad, en cariño, en amistad, en trabajo, en nobleza, en grandeza, en lucidez… a lo largo de estos tres años. No sé cómo eran antes. Me da la impresión de que eran gente común. Común en el sentido del “espacio” que uno transita: cada cual tiene su casa, su lugar de trabajo, su mundo. Pero la tragedia les hizo “engrandecer el espacio en el que decidieron participar”. Baste el ejemplo que cuenta de las inundaciones. María Luján ofreció su casa para juntar ropa y alimentos para los inundados de La Plata, sin pensar que sus amigos se habían aumentado exponencialmente después de la tragedia. Fue así que no le terminaba de creer a su hija que le decía por celular que la casa se estaba llenando de donaciones y cuando volvió de una reunión en la que estaba vio su espacio rebalsado de cosas para llevar. Por este lado va lo de engrandecer –no solo “agrandar”- el espacio en el que uno decide participar. Los familiares engrandecen nuestro espacio común, lo honran con su reclamo de justicia, con su perseverancia y su empecinamiento en no bajar los brazos.
Y cuando alguien abre el espacio de su corazón y cuenta todo lo que ella cuenta en su libro, ese ámbito engrandecido es una mano tendida, una invitación a entrar: es un gesto de amistad.
Jesús dice que el signo de su amistad, la prueba mayor por así decirlo, junto con la de “dar la vida” es que “nos dio a conocer todas las
cosas que oyó junto a su Padre, en la intimidad”. A los amigos uno les cuenta las cosas más íntimas. Y más íntimas que las cosas que a uno le pasan son las cosas que uno siente y, más todavía, las queuno elige cultivar. Cuando uno cuenta el proceso que lleva toda elección, los pasos adelante, los miedos, las convicciones, las lagunas… uno está compartiendo la libertad, lo que nadie de afuera puede ver ni medir.
Por eso decía que un libro como el de María Luján es un gesto de amistad.
No hay otra manera para leer lo que allí nos narra que convertirnos en sus amigos. De ella y de todos los que la rodean y comparten su vida porque los amigos de mis amigos son mis amigos. ¿No será demasiado? Como no hay opción, creo que el único camino es “engrandecer” el concepto que cada uno tenga de amistad.
Hay muchos –infinitos- tipos de amistad. Todas las amistades son distintas y tienen eso en común, que los que las viven de adentro, la llaman su amistad.
La amistad siempre es “integra”. Sus características siempre están, aunque tomen mil formas. La confidencia, por ejemplo, siempre está. Sin embargo hay confidencias para un tipo de amigos y otras para otros. No todas son para todos pero con cada amigo hay alguna en la que el alma se “confidencia” entera.
Hay un tipo de amistad que nosotros, los jesuitas, llamamos la de los “amigos en el Señor”. Es una amistad en La Amistad. En ella, dos propiedades de toda amistad se potencian al máximo: una es esa capacidad de toda amistad de ser fecunda, de convocar e incorporar a otros amigos. La amistad en El Señor se incrementa exponencialmente: incorpora amigos sin importar épocas en que vivieron, países, razas, edades… Y por esto se la puede llamar “amistad social, comunitaria”. Llega a ser amistad entre pueblos que comparten santos, por ejemplo. O a tender puentes de amistad entre gente que vivió en épocas lejanas.
La otra característica que mejora es la que está ligada a una misión. En toda amistad hay un “mirar hacia algo que apasiona en común”: un deporte, la música, los viajes… infinitas cosas apasionan y unen a los amigos. Uno se hace amigo de otro por el camino de la vida, mientras ambos van compartiendo algo que descubrieron o trabajando en algo que les encargaron. En la Amistad en el Señror esta misión es anunciar el Evangelio, la buena noticia de que Jesús ha resucitado y nos sale al encuentro: se puede hablar con Él, recibir su Espíritu. Esta misión no tiene límites, requiere toda nuestra creatividad y todas nuestras fuerzas. Por eso se “expande” sólo en un amor de amistad, no de deber, que siempre mira el límite.
Estas dos características se pueden ver en estado puro, de manera muy especial cuando organizan sus actos conmemorativos, en los familiares de la Tragedia de Once: se ve que se hicieron y nos hicieron amigos a muchos en su caminar en pos de la justicia y que cuando trabajan en su misión se entregan sin límites con una alegría que los hermana.
Este tipo de amistad, que se da en torno a algo común que nos constituye como pueblos y como sociedad, no se puede “no elegir”. Como dice Campanela, en el prólogo: cuando te toca el timbre hay que atender.
San Ignacio usa en los Ejercicios una expresión de su tiempo: el que no responde a un llamamiento tal del Señor, será considerado “perverso caballero”. Es cuestión de honor responder al llamado de un grupo humano que “se hace amigo” en el reclamo de justicia. Son dos valores que a veces se dan separados, pero cuando se juntan nada ni nadie los puede ni los debe separar. No se puede ser “mero espectador” , un alentador, como dice María Luján de los que te dan una palmada y te dicen sigan luchando, como diciendo los que la sufren tienen el deber de luchar, los otros no.
El que expresa algo así, con palabras o gestos (u omisiones) es digno de ser vituperado por todo el mundo como perverso caballero (EE 94). Dicho en nuestro lenguaje: a esa gente hay que decirle en la cara y públicamente que son … ¿cuál sería la traducción de perverso caballero? No se trata de cualquier insulto o condena. Un caballero era una persona que se tenía por persona de bien, que se enorgullecía de ser honorable y de trabajar en causas justas. Cuando una persona así, no responde al llamado a defender una causa justa, se traiciona a sí mismo, no solo a los demás. Es alguien no sólo malo sino falso y debe ser desenmascarado. Eso significa “perverso caballero”. Por eso, cuando los familiares desenmascaran los dichos y las acciones de los políticos, funcionarios, jueces, periodistas y gente común, que contradicen la investidura y el oficio que tienen y dicen defender, están realizando una tarea en la que todos debemos participar. No puede ser que un político no defienda el bien comú: es un perverso político. No puede ser que un empresario no defienda a sus clientes y que un sindicalista no defienda a sus obreros y que un ciudadano común no defienda a los ciudadanos comunes: son todas perversiones y se deben denunciar. Con nombre y apellido, como hacen los familiares. Si no, se deshace el tejido social que se teje cuando cada uno ama y cumple con su rol y su trabajo y lo honra y nunca lo usa para otro fin.
Lo contrario de esta perversión, tan extendida en nuestra poco honorable vida ciudadana, no es un término medio sino una amistad fiel a muerte, desinteresada y total, sincera y cariñosa, comprometida hasta dar la vida. Nada menos que una amistad así puede contagiar esa sanidad que necesita una sociedad corrupta no sólo en hechos aislados sino corrupta en las dinámicas mismas de su funcionamiento y corrupta en el modo de comunicar, maquillándola, la realidad.
Creo que hay una lección para aprender de los familiares y en esto tenemos que ser clarividentes. Astutos,diría, para discernir con total nitidez y sin medias tintas, que la única manera de oponerse a la corrupción y a la globalización de la indiferencia, la exclusión y la injusticia, es con la amistad.
No alcanza con “el amor”. El amor –como nos suena en nuestros oídos modernos- está teñido de deber y cuando uno siente “tenés que amar”, ya interiormente se resguarda, pone límites y condiciones. La propuesta es ¿querés hacerte amigo con nosotros y trabajar por esta causa, ayudar en esta misión, realizar estas tareas?
No es lo mismo decir “tenés que amar” que “¿sos mi amigo?”.
En las evaluaciones, cuando uno lucha por el prójimo, no se deben evaluar sólo metas y logros sino ver si creció la amistad. Y no me vengan con que no se puede medir la amistad. Este es un mito del demonio, al que no le gusta que se midan las cosas del Reino. Porque si se miden, pierde por goleada. Al demonio le gusta que contabilicemos lo malo: cuántas víctimas, cuántas pérdidas, cuántas injusticias…
Pero la amistad se puede medir también. Eso sí, tiene que ser con una regla especial.
Es una regla que “mide rápido” pero mide. Mide, por ejemplo, el tiempo que perdí esperando a un amigo. La regla lo borra enseguida, pero lo constata. No para hacerlo notar, justamente eso es lo que un amigo no hace. Pero sí, por ejemplo, para desestimarlo con seguridad si el otro se siente avergonzado: “Mirá, en realidad fueron cinco minutos, nomás. Y la otra vez yo te hice esperar lo mismo, te acordás?”. Todo esto por si hiciera falta, digo. Pero la amistad mide: cuentas claras conservan la amistad.
Esta regla mide también “el tiempo que pasamos sin medir”. Lo mide al final de un trabajo arduo y lo mide en bloques: le dediqué a esto de mi amigo “toda la tarde” o “estuvimos hasta no sé qué hora trabajando”. Queda registrada la conciencia de “no haber estado fichando el reloj” como signo del gusto que uno siente en estar con el otro y la satisfacción de la tarea cumplida más allá de los esfuerzos que llevó.
Esta regla mide la cantidad de esas tareas que “no sabemos quién hizo qué cosa”, porque salió todo de todos. Esta medida es muy fina, porque cuando uno es amigo mide con admiración y sin celos lo que el otro hace mejor que uno y no se fija tanto en lo que uno hace mejor. Es una regla que registra al revés, diríamos.
Esta regla mide también la cantidad de reclamos no hechos, los que cada uno se guardó, no contabilizó públicamente y olvidó con consciente alegría. Es la regla de “perdonar las deudas” (que tienen que hacerse conscientes, porque si no salen en el momento menos pensado).
También mide aspectos cualitativos como “si se mantiene la temperatura del fervor”, si las sonrisas son de buena calidad, si el condimento del buen humor estuvo un poquito por todos lados, si el desinterés gana puntos, si los gestos gratuitos encuentran quién los escuche cuando se narran con detalle…
Es curioso cómo el examen del día que propone Ignacio, en el que las consolaciones y el agradecimiento tienen el primerísimo lugar, se haya convertido en análisis de las faltas. Esto quiere decir que está tentada la estructura misma del evangelio, que es buena noticia. Tomar conciencia ayuda, después, cada uno llevará su libretita y su diario. María Luján dice que gracias a su diario: “pudo descubrir que no necesariamente el olvido es producto del devenir de los días y que mantener viva la memoria logra que los sucedido hace meses, días y años, se sienta tan reciente como si fuera parte del presente”. Esta memoria que registra todo es la de la amistad.
(Y por supuesto que no hay ni que decirlo y todos tenemos que leer el libro. Nos ganaremos el agradecimiento gratuito de una amiga para “cada uno de los que, por un rato, miraron la vida desde mis zapatos”).
Diego Fares