El pesebre
Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre;
y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales
y lo reclinó en un pesebre,
porque no había lugar para ellos en la posada (Lucas 2, 1-20).
Contemplación
Cómo escribir una contemplación-pesebre… Una contemplación en la que María pueda reclinar, confiada, la Palabra en cada corazón, ella, la del corazón pesebre, que guardaba en sí todas las cosas de Jesús.
Si María lo recostó en el pesebre fue por que vio en él algo familiar, algo simple y seguro, como su corazón. Si no no hubiera puesto allí a su hijo.
¿Qué vio en vos María, pesebrito de Belén, para confiarte a Jesús recién nacido?
¿Cómo se reza, cómo se imagina uno la escena, cómo la escribe para que sea pesebre, para que no sea “posada que no tiene lugar para la Palabra”?
Una contemplación-pesebre que sirva para que el Niño esté en silencio.
Una contemplación que no incomode a nadie.
Y menos al Niño. El quiere corazones-pesebres donde reposar en paz.
Jesús, que luego no tendría dónde reclinar la cabeza, añorará siempre ese pesebrito en el que lo recostó su Madre.
Y como los chicos, buscará reclinar su cabecita cuando encuentre un corazón así.
¿Como hacer una contemplación-pesebre, en la que Jesús esté en el centro, silencioso, pacificando?
¿Como despojar lo escrito de los razonamiento que hacen llorar a la Palabra, que la lastiman o la inquietan?
Quizás no hace falta demasiado cuidado. María habrá aplastado un poco las pajitas y en el hueco cálido, el Niño protegido por los pañales, se habrá acomodado por sí mismo bien.
Contemplación pesebre, contemplación en paz. Palabras que entren sin hacer bulla –como estaban el asno y el manso buey-, palabras-pesebre para que habite la Palabra; palabras, sí, para que la Palabra no esté en el aire, palabras que sostengan, que acojan, que hagan sitio, que sean cálidas…
Pero que no reemplacen a los ojos iluminados de silencio,
que no distraigan las miradas de su admiración,
que no alejen los corazones del espacio en el que adoran.
Palabras-pesebre, entonces, y que la Virgen haga lo demás, como es poner al niño, recostarlo, contemplarlo y adorarlo.
Basta mantenerse pesebre – o mejor, dejarnos apesebrar el corazón- para que María nos ponga al Niño y nos lo confíe.
Dejarse ahuecar el corazón
El pesebre se deja ahuecar. Tiene forma ahuecada pero, además, las ramitas de paja se dejan moldear y por eso son aptas para contener al Niño en paz.
Imagino a María, que moldea suavemente el huequito quitando alguna rama pinchuda para que no lastime el pañal.
Mantenerse en paz es dejarse ahuecar el corazón, dejar que nos ablanden las aristas que pueden molestar al Niño.
Es el peso del Niño el que da la medida de cuán mullido debe estar el hueco del corazón. No las circunstancias de la vida.
La paz es poder hacer las cosas sin perder el sentido del peso del Niño que reposa en nuestro corazón.
Por eso, cuando miramos a María que reclina al Niño en el pesebre, advertimos el detalle de cómo no lo pone directamente sino que al ponerlo aplasta un poco la paja y hace un huequito acogedor.
Que María nos apesebre, pues, el corazón, para recibir y mantener al Niño en paz.
Dejarse afirmar
El pesebre se deja afirmar.
Imagino a José que ajusta las tablas con dos o tres golpes de sus manos carpinteras y afirma el pesebre en el suelo, para que no esté tembleque.
El pesebre son cuatro tablas o troncos, bien calzados pero ajustables. Cada tanto requieren unos golpes que encajen bien los encastres y también que se busque su posición en el suelo, para salvar desniveles.
Así también nuestro corazón. Si en algo se asemeja a un pesebre es en que en él resuena todo lo humano y todo lo divino. Nuestro corazón es el lugar misterioso donde encajan nuestra carne y nuestro espíritu. Y los encastres se desvencijan y necesitan ajuste, para que el corazón no ande hecho un flan, tembleque y con una pata más corta que la otra. De frágil equilibrio, el pesebre, sin embargo, en manos de un buen carpintero, es fácil de ajustar y de afirmar.
Por eso, al contemplar cómo María reclina al Niño en el pesebre, advertimos el detalle de cómo se le adelanta José y en un instante lo ajusta y lo afirma bien en el piso con cuatro palmadas y buscándole la posición.
Que San José nos apesebre, pues, el corazón, para que el Niño pueda reposar en paz.
Dejarse centrar
Siempre es tradición, después de besar al Niño en la Nochebuena, ir a reclinarlo en el pesebrito, que ha permanecido vacío, esperando, durante el tiempo del Adviento. Ese gesto sencillo, tan lleno de ternura, solemos encomendárselo a algún niño pequeño, que pueda entrar en el pesebre sin pisotear mucho el pastito ni correr las figuras. Y mientras va todas las miradas lo siguen atentas.
María fue la primera en realizar este gesto trascendente. Y al reclinar al Niño en el pesebre centró el mundo y la historia en su quicio.
La miramos cómo se aleja un poquito, y queda junto a José, contemplando a su Niño en torno al cual todo comienza a girar distinto: ordenado en su paz.
Al tener en sí a Jesús, ese pesebrito marginal, se convirtió en el centro del Imperio y de la historia. No es que fuera por sí mismo más que antes, pero el amor de Dios el Padre que lo centró todo en Jesús, lo centró con pesebre incluido. (Lo mismo podemos decir del valor de la Cruz: es el amor redentor del Señor lo que salva, y como va con cruz incluida, la cruz salva).
Así, todo cristiano que lleva a Jesús en sí camina en paz, porque es el centro del mundo y de la historia. Centro no para ser admirado sino para poder actuar. Y por eso cada cristiano puede desarrollar en paz mil pequeñas acciones, limitadas y pobrísimas exteriormente, pero llenas de caridad, y hacerlo con los mil estilos distintos propios de cada uno –así como cada quien arma su pesebrito particular-: la paz brota del centro que todo lo ordena y todo lo bendice y ese centro es Jesús –con pesebre (nosotros) incluido-.
Que el Niño nos apesebre el corazón con su paz, para que obrando en paz el pueda centrar todo lo que hacemos en sí.
Dejarse iluminar
En la “Adoración de los pastores” de El Greco, la luz brota a raudales del Niño en el pesebre. No viene de afuera.
Los ojos de los que contemplan al Niño en el pesebre nos indican que El ilumina: El es la luz. Y el pesebrito participa de esa luz, por contraste. Pesebrito iluminado por una vela o un farol, en la oscuridad de la noche: centro del universo, centro de todo lo que acontece. El Niño en el pesebre atrae las miradas, es decir: ilumina.
Está en silencio: y todos acuden a él y todo parte de él.
Los recuerdos, con el brillo opaco de la nostalgia, se centran en él.
Los proyectos, con el brillo chispeante de la esperanza, parten de allí.
Pero la característica de la luz que brota del Niño en el pesebre es que atrae y que se expande mansamente.
Sin deslumbramientos ni apagones.
Que el Niño nos apesebre el corazón con su luz mansa para que todo lo que hacemos en la vida se vaya clarificando en la fe.
Dejarse alimentar
El pesebre.
Donde comen paja el asno y el buey.
Es verdad que tiene forma de cuna, pero en realidad es mesa:
la mesa de los animales que sirven al hombre,
del de carga y del de yugo.
Allí va a ser recostado el que se convertirá en nuestro alimento.
La primera patena para el pan de la eucaristía es un pesebrito (phatne en griego, de allí “patena”).
Lucas dice que María “lo reclinó” en el pesebre. Años después Jesús dirá que él mismo “reclinará a la mesa” a los servidores que hayan sido fieles y los servirá (Lc 12, 37). Es que Anaklinein significa “reclinarse a la mesa”, “recostarse a la mesa”. De allí que el gesto de María, en Lucas, sea Eucarístico,
de allí el reclinar suavemente la Eucaristía en la patena
y luego inclinarse uno para adorar.
Al recostar al Niño en el pesebre María ya nos puso el pan a la mesa, en Belén, la casa del pan.
Dejamos que nuestra Señora nos apesebre el corazón haciéndolo patena, cada vez que comulgamos.
Dejarse aceptar tal como uno es
El pesebre es como es: rústico, práctico, no decorativo, útil de uso, sin pretensión de notoriedad o protagonismo por sí mismo. Es Jesús el que lo hace importante. Y fue María la que lo eligió para poner allí a Jesús.
Por eso María está en el centro de la teología cristiana. Ella es la garantía de que el cristianismo es posible, de que la Palabra no solo fue hablada sino también escuchada. Y no solo escuchada y recibida en su interior purísimo sino “puesta” en ese pesebre, que es como decir en el centro mismo de nuestra realidad, tal como es, tal como está a la mano. Ella es la garantía de que la palabra se puede poner en práctica, ser encarnada, inculturada, cultivada y acompañada en su crecimiento. En ella y con ella la anunciación se convierte en encarnación. Y la encarnación se sitúa en el centro de la vida y desde allí comienza a crecer. María y José son los que hacen que la palabra hecha carne se concrete, crezca, sea Jesús con nosotros. Un Jesús situado y en compañía.
Una vez que Jesús está en el centro, él nos pone a los pobres en ese centro. Entonces las relaciones entre nosotros se ordenan en paz: en el centro está alguien a quien amar y a quien servir. El centro no es lugar vacío, para ser llenado de conflictos. El centro es lugar de comunión. No es espacio de poder que hay que conquistar para situarse allí uno como centro, sino que está ocupado por el que más necesita y nuestras relaciones entonces convergen en colaboración.
Diego Fares, Nochebuena 2005