Sagrada Familia B 2014

No hay que pedir peras al olmo

 samara

 

Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, subieron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.

 

Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, un hombre que vivía esperando la consolación (paraklesis) de Israel, y el Espíritu Santo estaba sobre él; le había sido revelado por el Espíritu Santo que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.

Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón recibió al niño en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:

«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel.»

Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre:

«Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo a quien se contradice, -y a ti misma una espada te traspasará el alma- para que se revelen los pensamientos de fondo de muchos corazones.»

Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido.

Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Llegando a aquella misma hora se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.

Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios estaba sobre Él (Lc 2, 22-40).

Contemplación

La imagen de la sagrada familia que nos presenta Lucas es la de José y María con el Niño Jesús en medio del pueblo fiel, yendo al Templo a cumplir con la ley de dar gracias a Dios por el recién nacido y a hacer una ofrenda por él. Es una imagen en la que también hay abuelos –el anciano Simeón y Ana, la profetisa y sacristana del Templo.

Todo el contexto gira alrededor del Niño que va creciendo y se fortalece, se llena de sabiduría y la gracia de Dios esté sobre él.

La familia es lugar sagrado porque los niños crecen en ella.

En ella puede crecer y fortalecerse no sólo un niño sino el mismo Niño Dios.

Esta es la idea importante que se nos comunica hoy y podríamos formular así: para hacerse un hombre, hasta Dios quiere, elige y necesita una familia.

Leía hace poco que el “sujeto” actual no necesita la familia tradicional para ser él e integrarse en la sociedad. Que se nos ha dicho que la familia tradicional es “naturalmente buena” pero esto no es tan así. Y vemos como surgen todo tipo de relaciones que –paradójicamente- desean y aspiran a llamarse “familia”.

Este sólo hecho basta para reflexionar. Nadie quiere definirse como “sin familia”. Cada uno defiende “su” modo y su idea de familia –papá, mamá e hijos, mamá e hijos, papá e hijos, dos papás o dos mamás e hijos, abuelos e hijos…- pero la idea de familia es poderosa. ¿Qué contiene que nadie quiere perder ese nombre para las relaciones que vive?

De lo muchísimo que se puede decir elijo algo que tiene que ver con el tiempo: la familia nos permite centrar el tiempo, hacerlo nuestro: nos da una historia y una esperanza que son “nuestras”. Por eso todo el mundo quiere para sus relaciones el título sagrado de “familia”. Nadie quiere quedarse sin tiempo, sin historia que contar, sin proyectos para vivir.

Releía ayer un libro de mi padre, escrito hace 50 años sobre su viaje como periodista a China, que comienza contando cómo once “caminantes silenciosos caminaban lentamente sobre el puente de Lowu, que unía la china de Mao con la posesión británica de Hong Kong”, y pensaba en el misterio de poder recuperar lo que viví de niño –extrañando su ausencia prolongada- desde un libro (o una foto) y descubrir maravillado cómo mi presente se vuelve más profundo y lleno de vida que cuando leo otras cosas. Mi historia de familia es mi corazón: integra todo. Todo lo que vivo se teje en torno a estas imágenes vivas que me constituyen y son lo que da vida a todo lo demás: molde y contenido principal de todo lo que vivo, de aquel que soy yo. Sin papá, sin mamá, sin mis hermanos, no sabría ni siquiera relacionarme con los demás.

Es una pavada tan magistral eso de un “sujeto individual” que se define desde sí mismo como autónomo… La verdad es que uno se tiene que tragar cada cosas por el sólo hecho de leer el diario…

No es que la familia sea “importante” o sea “la célula de la comunidad” o todo lo que se dice (y que está muy bien)…, la realidad es que “somos familia”: venimos de un papá y una mamá (aunque esté destilada su persona en eso mínimo –pero íntegro- que se puede guardar en una probeta) y nos prolongamos en nuestros hijos y nietos. Y todo esto en medio del pueblo, en medio de la humanidad, la gran familia de la que vienen nuestras raíces y hacia la que se extienden nuestros frutos gracias al trabajo y la cultura.

El Papa Francisco siempre resumió esto en una frase: identidad es pertenencia. Sin pertenencia a nuestra familia (y a nuestro pueblo) no tenemos identidad.

Cuando se rompe y fragmenta la pertenencia del ADN y la del corazón y la cultura, nuestra identidad sufre –en nuestra patria lo experimentamos cada vez que las abuelas “recuperan un nieto”, cuya pertenencia fue gestada por una apropiación indebida.

Es que la pertenencia a la familia tiene dos vertientes, una genética y otra libre. Y la libre no puede ser forzada. Es la diferencia entre “dar y recibir a un bebé en adopción”, actitud que gesta una paternidad y maternidad del corazón, y apropiarse de un bebé indebidamente pretendiendo que el tiempo que viva “perteneciendo” a otra familia le hará construir otra identidad. El quiebre que se da cuando alguien tiene que reconstruir su historia y su pertenencia a “dos familias”, para colmo enfrentadas, es terrible. Y sin embargo es más sanador que pretender “eliminar” a una de las dos familias.

Aquí se ve claramente que uno “pertenece” a su familia por dos vertientes, diríamos, una genética e histórica concreta –vivida en el día a día- y otra “elegida” y reelegida cada vez y en cada etapa. Conciliar las dos cuando hay rupturas, divorcios, nuevos integrantes y relaciones, es toda una tarea. Pero no se trata de una tarea optativa: cada uno está implicado en cuerpo y alma en aceptar, defender, cuidar y cultivar este su ser “familia”. Y lo hacemos por las buenas o por las malas, amando u odiando. Nunca es algo que nos deje indiferentes o de lo que nos podamos eximir: somos, cada cual, miembro de su familia.

Amar, pues, con pasión, la propia familia es la paz. Hoy el mundo dice: rompé tu familia, hacete otra más a tu imagen actual, no sufras al pepe…, y todos los etcétera que uno quiera agregar.

Yo digo ¡no!: ama tu familia, aunque esté rota o ande a medias. Cuidá lo que haya, lo que funcione. Es tu identidad, tu pertenencia. Es tu corazón, tu historia, tu esperanza. Dios te podría decir como le dijo a Moisés: “si querés te hago un pueblo nuevo que sea fiel y coherente”. Y vos tenés que decir como Moisés –genio!- no quiero una familia nueva, quiero esta, con todos sus defectos. Y si la propuesta te llega cuando ya tenés dos o tres familias ensambladas, cargatelas a las tres y da tu vida por ellas, como puedas: son tu familia. La familia no se forma por eliminación sino por acumulación, porque ningún miembro –ni ningún instante del tiempo de cada miembro- es prescindible sino que forma parte de su identidad. Por eso tantas peleas, porque cada uno al defender “su lugar” y “sus derechos” en la familia, está luchando por su vida, por el aire que respira.

…..

Entonces, aquí viene la frase magistral que dijo Florencia en una de las sesiones de dirección espiritual que duran la hora de viaje del centro a Bella Vista, cuando me llevan a nuestra reunión del Grupo de Matrimonios y yo aprovecho que voy atrás para preguntarles “cómo anda la pareja”. En medio de una acalorada charla, en la que se decían muchas cosas, ella dijo, como conclusión de más de treinta años de matrimonios, refiriéndose a algunas cosas que ya no trataba de cambiar -con no muy buenos modos- a su querido esposo: “Es que yo lo veo y me doy cuenta de que no hay que pedirle peras al olmo”. Yo pedí un minuto como el básquet, y recuperé la frase, que parecía un poco despectiva, pero me pareció genial y muy terapéutica, para grabarla en el bronce de cada casa. Porque todo el asunto está cuando uno comienza a pedirle peras al olmo (que da sámaras, no peras, como bien lo googleó Peter). Uno quiere que los hijos den peras y dan sámaras (que tienen la particularidad de ser muchas “falsas”, es decir “sin semilla” para engañar a los predadores y permitir que las que sí tienen, lleguen a buena tierra – ¡aguante el olmo con sus tácticas de supervivencia! -); uno se la pasa quejándose al mismo tiempo (sin darse cuenta de lo paradójico) de que su pareja no da peras y de que no se de cuenta de que uno es un olmo y no un peral.

¡Si se dieran cuenta de que son dos olmos! Cuántas sámaras disfrutarían juntos!

Con un despunte de humor (y escepticismo porque pensaba que no servían para nada) me pregunté para qué son buenas las sámaras del olmo y oh sorpresa me encuentro que: “El olmo posee propiedades antiespasmódicas, antiinflamatorias, cicatrizantes, antisépticas, astringentes, antidiarreicas, demulcentes y expectorantes”

Sirve para curar las “bronquitis” (sic). Sirve también para las diarreas, para que uno no se ca… en el otro y para cicatrizar tantas heridas en vez de andar metiendo siempre el dedo en la llaga. Esto de las heridas es importante, como nos hace rezar el papa Francisco en su Oración por las familias:

Santa Familia de Nazaret,
que nunca más haya en las familias episodios
de violencia, de cerrazón y división;
que quien haya sido herido o escandalizado
sea pronto consolado y curado.

Dice el diccionario: “La corteza del olmo, es muy efectiva aplicada externamente para tratar todo tipo de heridas, aunque sólo en caso que sean superficiales”.

Sirve también, aunque no lo crean, “para tratar la hinchazón”, es decir para cuando un dice que se le han “hinchado las pelo…, y que tiene los hue… al plato”.

“Además, la corteza de este árbol tiene pequeñas propiedades antisépticas, por lo cual es muy útil para limpiar y desinfectar las heridas, y en determinados problemas de piel como eczemas, herpes, prurito, llagas, ulceras, dermatitis y quemaduras”: es decir ayuda a evitar esas actitudes tóxicas y contagiosas y para no tener esas reacciones espasmódicas y recurrentes que siempre terminan en lo mismo.

Iba a dejar a cada uno la tarea de buscar qué es “demulcente”, pero no pude con la curiosidad y me encantó ver que es una propiedad de las sustancias como la miel y el aceite de oliva, que son “protectoras”, algo así como segregar ternura,  dulzura y bálsamo. ¡Vamos Olmo todavía!

Lo bueno de que los frutos del olmo hayan entrado –indirectamente hasta hoy- en un refrán, es que con ello adquieren dimensión espiritual y no hace falta tomar té de sámara sino que basta con que cada uno, cuando tiene bronquitis, hinchazón, diarrea o espasmos familiares, caiga en la cuenta de que le está pidiendo peras al olmo y tome la actitud contraria, es decir: aprecie la sámara del otro y se vuelva más sámara uno.

Bueno, no creo que esto de no pedirle peras al olmo vaya a entrar en los textos del Sínodo para la Familia pero por ahí contribuye a mejorar el clima de las familias que conozco, que saben apreciar un poco de buen humor y por eso duran.

Y dejo aquí porque me tengo que ir a un casamiento (y ya sé lo que voy a predicar).

Diego Fares sj

 

 

 

Navidad B 2014

Navidad 2010 (4)Saludos de Navidad en El Hogar

 

 

 

En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto,

ordenando  que se realizara un censo en todo el mundo.

Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria.

Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen.

José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea,

y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David, para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada.

Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre;

y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales

y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue.

En esa región acampaban unos pastores,

que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche.

De pronto, se les apareció el Ángel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz.

Ellos sintieron un gran temor, pero el Ángel les dijo:

«No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo:

Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre.» Y junto con el Ángel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial,

que alababa a Dios, diciendo: «Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!»  (Lucas 2, 1-14).

 

Contemplación

El almuerzo del 24 en El Hogar tiene aire de Belén. No por el frío, por supuesto, sino por la gente. Los dos turnos tuvieron lugar y gracias a Dios no quedó nadie afuera. Lindos cuartos de pollo con puré, duraznos al natural, jugo frío, regalitos de gorras y pan dulce para cada uno… Juliana consiguió de todo, trabajando desde hace dos meses, que las gorras a tal precio, que los pan dulces que sobran van a otras instituciones…  Todo el equipo del Hogar dejamos nuestras otras tareas, distribuimos los regalos y saludamos personalmente a cada comensal.

Este saludo lo fuimos instituyendo y la verdad es que termina siendo lo que corona el año interiormente: comienza con el besito al Niño Jesús y termina al salir con un beso o un apretón de mano y  el deseo de Feliz Navidad.

Instituir gestos buenos es toda una tarea: requiere sensibilidad para descubrir lo bueno, lo que hace bien, inteligencia y perseverancia para instrumentarlo y una buena dosis de simpleza y sentido común para que pase a formar parte de la vida cotidiana como algo “natural- especial”. Si en algún momento para alguno pudo resultar una tarea más, ahora creo que nadie se lo quiere perder.

Cada uno sabe lo que recibe y lo que da en ese saludo.  Yo personalmente me reservo un rato y a los que saludo lo hago con todo el corazón y de la mejor manera que puedo para expresarles todo mi cariño en ese gesto.

Lo que más nos emociona siempre es que nos deseen una buena Noche de Navidad. A nosotros el deseo para ellos se nos atraganta un poco, pero igual lo expresamos. Nos bendicen, nos agradecen, nos miramos a los ojos. Las manos vienen mojadas y siempre son francas.

Es un saludo nomás, multiplicado por 165, es cierto, pero no deja de ser un simple saludo…  Y sin embargo… Reflexionando ahora veo que así comenzó la Navidad, con el saludito del Ángel a María, con su alegrate y no temás.

Y que también los diálogos de Jesús resucitado comienzan con un simple saludo, un deseo de paz, un atajarlos para que no se asusten…

Desde que el cristianismo es “buena noticia” y “evangelio”, el saludo es algo importante. Un buen saludo abre el camino al Evangelio: “cuando entren a una casa den el saludo de paz” (Mt 10, 12).

No negárselo ni a los enemigos es vital: “Si solo saludan a sus amigos, ¿qué hacen de extraordinario?” (Mt 5, 47). Y pensemos si no tendrá importancia que hay gente que se dice cristiana y se escandaliza de que el Papa reciba y salude bien a sus “enemigos”. Se nota que el evangelio que les leyeron no es la versión completa.

Si miramos bien, el Papa Francisco no ha parado de saludar a todos en estos dos años y en vez de agotarse, su saludo se va extendiendo y profundizando. Cada cual quiere y tiene el suyo y lo honra y lo valora. Todavía me acuerdo de su primer llamado, cómo me dijo: Saludos a todos en El Hogar, y a mí al principio me pareció poco; que faltaba la bendición… (que llegó después).

La cuestión es que en El Hogar tenemos la oportunidad de practicar esta bienaventuranza del saludo a los más humildes y es algo que nos enorgullece y nos llena de alegría. Nos hace sentir humanos y hermanos.

….

Puede ser que haya algo de automático en los Whatsapps que no dejan de llegar y en los mails con tarjetas virtuales y saludos de todo tipo. A mi me gusta descubrir el corazón que viene dentro, el buen sentimiento del que me saluda. Al ver cuánto valoran los más humildes ese saludo que quizás es de los pocos que reciben (hay gente a la que nadie la saluda desde hace mucho. Me lo han dicho), la verdad es que trato de dar y recibir bien los que me tocan (que son muchos y como llegan a toda hora, como uno que entra ahora de unos amigos de España) hay que hacerles lugar.

El Niño Jesús es La Palabra y, entre las palabras que se dicen, la primera suele ser un saludo. Así que: a hacerle sitio y que no se nos quede ningún saludo afuera ni sea respondido con desabrimiento.

Feliz Navidad!

Diego Fares sj

 

 

 

 

 

 

Para ir preparando la Nochebuena 2014

pesebreEl pesebre

 

Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre;

y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales

y lo reclinó en un pesebre,

porque no había lugar para ellos en la posada (Lucas 2, 1-20).

 

Contemplación

Cómo escribir una contemplación-pesebre… Una contemplación en la que María pueda reclinar, confiada, la Palabra en cada corazón, ella, la del corazón pesebre, que guardaba en sí todas las cosas de Jesús.

Si María lo recostó en el pesebre fue por que vio en él algo familiar, algo simple y seguro, como su corazón. Si no no hubiera puesto allí a su hijo.

¿Qué vio en vos María, pesebrito de Belén, para confiarte a Jesús recién nacido?

¿Cómo se reza, cómo se imagina uno la escena, cómo la escribe para que sea pesebre, para que no sea “posada que no tiene lugar para la Palabra”?

Una contemplación-pesebre que sirva para que el Niño esté en silencio.

Una contemplación que no incomode a nadie.

Y menos al Niño. El quiere corazones-pesebres donde reposar en paz.

Jesús, que luego no tendría dónde reclinar la cabeza, añorará siempre ese pesebrito en el que lo recostó su Madre.

Y como los chicos, buscará reclinar su cabecita cuando encuentre un corazón así.

¿Como hacer una contemplación-pesebre, en la que Jesús esté en el centro, silencioso, pacificando?

¿Como despojar lo escrito de los razonamiento que hacen llorar a la Palabra, que la lastiman o la inquietan?

Quizás no hace falta demasiado cuidado. María habrá aplastado un poco las pajitas y en el hueco cálido, el Niño protegido por los pañales, se habrá acomodado por sí mismo bien.

 

Contemplación pesebre, contemplación en paz. Palabras que entren sin hacer bulla –como estaban el asno y el manso buey-, palabras-pesebre para que habite la Palabra; palabras, sí, para que la Palabra no esté en el aire, palabras que sostengan, que acojan, que hagan sitio, que sean cálidas…

Pero que no reemplacen a los ojos iluminados de silencio,

que no distraigan las miradas de su admiración,

que no alejen los corazones del espacio en el que adoran.

Palabras-pesebre, entonces, y que la Virgen haga lo demás, como es poner al niño, recostarlo, contemplarlo y adorarlo.

Basta mantenerse pesebre – o mejor, dejarnos apesebrar el corazón- para que María nos ponga al Niño y nos lo confíe.

Dejarse ahuecar el corazón

El pesebre se deja ahuecar. Tiene forma ahuecada pero, además, las ramitas de paja se dejan moldear y por eso son aptas para contener al Niño en paz.

Imagino a María, que moldea suavemente el huequito quitando alguna rama pinchuda para que no lastime el pañal.

Mantenerse en paz es dejarse ahuecar el corazón, dejar que nos ablanden las aristas que pueden molestar al Niño.

Es el peso del Niño el que da la medida de cuán mullido debe estar el hueco del corazón. No las circunstancias de la vida.

La paz es poder hacer las cosas sin perder el sentido del peso del Niño que reposa en nuestro corazón.

Por eso, cuando miramos a María que reclina al Niño en el pesebre, advertimos el detalle de cómo no lo pone directamente sino que al ponerlo aplasta un poco la paja y hace un huequito acogedor.

Que María nos apesebre, pues, el corazón, para recibir y mantener al Niño en paz.

Dejarse afirmar

El pesebre se deja afirmar.

Imagino a José que ajusta las tablas con dos o tres golpes de sus manos carpinteras y afirma el pesebre en el suelo, para que no esté tembleque.

El pesebre son cuatro tablas o troncos, bien calzados pero ajustables. Cada tanto requieren unos golpes que encajen bien los encastres y también que se busque su posición en el suelo, para salvar desniveles.

Así también nuestro corazón. Si en algo se asemeja a un pesebre es en que en él resuena todo lo humano y todo lo divino. Nuestro corazón es el lugar misterioso donde encajan nuestra carne y nuestro espíritu. Y los encastres se desvencijan y necesitan ajuste, para que el corazón no ande hecho un flan, tembleque y con una pata más corta que la otra. De frágil equilibrio, el pesebre, sin embargo, en manos de un buen carpintero, es fácil de ajustar y de afirmar.

Por eso, al contemplar cómo María reclina al Niño en el pesebre, advertimos el detalle de cómo se le adelanta José y en un instante lo ajusta y lo afirma bien en el piso con cuatro palmadas y buscándole la posición.

Que San José nos apesebre, pues, el corazón, para que el Niño pueda reposar en paz.

Dejarse centrar

Siempre es tradición, después de besar al Niño en la Nochebuena, ir a reclinarlo en el pesebrito, que ha permanecido vacío, esperando, durante el tiempo del Adviento. Ese gesto sencillo, tan lleno de ternura, solemos encomendárselo a algún niño pequeño, que pueda entrar en el pesebre sin pisotear mucho el pastito ni correr las figuras. Y mientras va todas las miradas lo siguen atentas.

María fue la primera en realizar este gesto trascendente. Y al reclinar al Niño en el pesebre centró el mundo y la historia en su quicio.

La miramos cómo se aleja un poquito, y queda junto a José, contemplando a su Niño en torno al cual todo comienza a girar distinto: ordenado en su paz.

Al tener en sí a Jesús, ese pesebrito marginal, se convirtió en el centro del Imperio y de la historia. No es que fuera por sí mismo más que antes, pero el amor de Dios el Padre que lo centró todo en Jesús, lo centró con pesebre incluido. (Lo mismo podemos decir del valor de la Cruz: es el amor redentor del Señor lo que salva, y como va con cruz incluida, la cruz salva).

Así, todo cristiano que lleva a Jesús en sí camina en paz, porque es el centro del mundo y de la historia. Centro no para ser admirado sino para poder actuar. Y por eso cada cristiano puede desarrollar en paz mil pequeñas acciones, limitadas y pobrísimas exteriormente, pero llenas de caridad, y hacerlo con los mil estilos distintos propios de cada uno –así como cada quien arma su pesebrito particular-: la paz brota del centro que todo lo ordena y todo lo bendice y ese centro es Jesús –con pesebre (nosotros) incluido-.

Que el Niño nos apesebre el corazón con su paz, para que obrando en paz el pueda centrar todo lo que hacemos en sí.

Dejarse iluminar

En la “Adoración de los pastores” de El Greco, la luz brota a raudales del Niño en el pesebre. No viene de afuera.

Los ojos de los que contemplan al Niño en el pesebre nos indican que El ilumina: El es la luz. Y el pesebrito participa de esa luz, por contraste. Pesebrito iluminado por una vela o un farol, en la oscuridad de la noche: centro del universo, centro de todo lo que acontece. El Niño en el pesebre atrae las miradas, es decir: ilumina.

Está en silencio: y todos acuden a él y todo parte de él.

Los recuerdos, con el brillo opaco de la nostalgia, se centran en él.

Los proyectos, con el brillo chispeante de la esperanza, parten de allí.

Pero la característica de la luz que brota del Niño en el pesebre es que atrae y que se expande mansamente.

Sin deslumbramientos ni apagones.

Que el Niño nos apesebre el corazón con su luz mansa para que todo lo que hacemos en la vida se vaya clarificando en la fe.

 Dejarse alimentar

El pesebre.

Donde comen paja el asno y el buey.

Es verdad que tiene forma de cuna, pero en realidad es mesa:

la mesa de los animales que sirven al hombre,

del de carga y del de yugo.

Allí va a ser recostado el que se convertirá en nuestro alimento.

La primera patena para el pan de la eucaristía es un pesebrito (phatne en griego, de allí “patena”).

Lucas dice que María “lo reclinó” en el pesebre. Años después Jesús dirá que él mismo “reclinará a la mesa” a los servidores que hayan sido fieles y los servirá (Lc 12, 37). Es que Anaklinein significa “reclinarse a la mesa”, “recostarse a la mesa”. De allí que el gesto de María, en Lucas, sea Eucarístico,

de allí el reclinar suavemente la Eucaristía en la patena

y luego inclinarse uno para adorar.

Al recostar al Niño en el pesebre María ya nos puso el pan a la mesa, en Belén, la casa del pan.

Dejamos que nuestra Señora nos apesebre el corazón haciéndolo patena, cada vez que comulgamos.

 Dejarse aceptar tal como uno es

El pesebre es como es: rústico, práctico, no decorativo, útil de uso, sin pretensión de notoriedad o protagonismo por sí mismo. Es Jesús el que lo hace importante. Y fue María la que lo eligió para poner allí a Jesús.

Por eso María está en el centro de la teología cristiana. Ella es la garantía de que el cristianismo es posible, de que la Palabra no solo fue hablada sino también escuchada. Y no solo escuchada y recibida en su interior purísimo sino “puesta” en ese pesebre, que es como decir en el centro mismo de nuestra realidad, tal como es, tal como está a la mano. Ella es la garantía de que la palabra se puede poner en práctica, ser encarnada, inculturada, cultivada y acompañada en su crecimiento. En ella y con ella la anunciación se convierte en encarnación. Y la encarnación se sitúa en el centro de la vida y desde allí comienza a crecer. María y José son los que hacen que la palabra hecha carne se concrete, crezca, sea Jesús con nosotros. Un Jesús situado y en compañía.

Una vez que Jesús está en el centro, él nos pone a los pobres en ese centro. Entonces las relaciones entre nosotros se ordenan en paz: en el centro está alguien a quien amar y a quien servir. El centro no es lugar vacío, para ser llenado de conflictos. El centro es lugar de comunión. No es espacio de poder que hay que conquistar para situarse allí uno como centro, sino que está ocupado por el que más necesita y nuestras relaciones entonces convergen en colaboración.

Diego Fares, Nochebuena 2005

Adviento 4 B 2014

Ni no, ni ní. El sí de María

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En el sexto mes, el Angel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.
Y habiendo ingresado a ella la saludó, diciendo:
– « ¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo.»
Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo.
Pero el Angel le dijo:
– «No temas, María, has hallado gracia a los ojos de Dios.
Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo,
y le pondrás por nombre Jesús;
él será grande y será llamado Hijo del Altísimo.
El Señor Dios le dará el trono de David, su padre,
reinará sobre la casa de Jacob para siempre
y su reino no tendrá fin.»
María dijo al Angel:
– «¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?»
El Angel le respondió:
– «El Espíritu Santo descenderá sobre ti
y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra.
Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios.
También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez,
y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes,
porque no hay nada imposible para Dios.»
María dijo entonces:
– «Yo soy la servidora del Señor, hágase en mí según tu palabra.»
Y el Angel se alejó (Lucas 1, 26-38)

Contemplación

La expresión de María, nuestra Señora, “hágase en mí según tu palabra” (genoito moi) tiene una contraria que la aclara. Muchas veces se dice en la Biblia “que eso no suceda” (me genoito), y se traduce también como “Dios nos libre”, “Dios no lo quiera”. Cuando María le dice sí al Ángel le está diciendo “quiero que esto suceda”, quiero que Dios lo quiera y lo haga en mí.

El suyo es un sí pleno, sin peros ni después, sólo con un “cómo” al que el Angel responde diciendo que será el Espíritu Santo el que la hará Madre de Dios.

 

Ese sí de María no es, como dice Francisco, un “yo haré esto que Dios dice” sino un “que Dios haga en mí según su Palabra”, como Él quiera.

Reflexionamos pues sobre nuestros sí. Es decir, sobre lo más positivo nuestro, no sobre nuestras negaciones, sino sobre nuestro sí. Para que se vaya haciendo más a imagen del sí de María.

De todos los sí humanos, el de la madre a su hijo es de los más plenos. Decía una mamá que cuando le pusieron a su bebé en brazos, luego del parto, no lo quería soltar más. Y como dijo que era algo muy fuerte, “animal”, surgió un intercambio de si ese amor de madre era meramente instintivo o algo libre y plenamente humano.

En vez de contraponer me gusta más sumar. Yo diría que el sí al hijo es algo que recorre toda la escala del ser: desde el sí del Padre a su Hijo Amado (y en Jesús a todo lo creado), hasta el sí de la gallina a sus pollitos (y más hondo aún, hasta el sí de nuestras neuronas al amor).

En María podemos ver cómo estos dos sí se suman: su amor por su Hijo –y en Él por todos nosotros- tiene algo de instintivo muy humano y algo de predilección divina que le hace decir sí, llena de alegría, a ponerse bajo la acción del Espíritu en ella.

De última, el instinto es un “sí” al bien básico que ya viene puesto y no deja que nos desviemos de la vida. Cuando el sí libremente dicho se suma al instintivo, no hay con qué darle, como sucede cuando nos damos cuenta de que el que nos pregunta si lo amamos es nuestro Creador y mejor Amigo. Con Jesús se suman los sí: el de nuestras neuronas, el de nuestras entrañas, el de nuestro corazón y el de nuestra libertad.

En nuestro amor a María, esta suma se da casi sin que nos demos cuenta. Me surgió pensar aquí que la confianza espontánea en María por parte de todos nosotros como pueblo fiel tiene más de raíz humana que de divina: su imagen de mamá atrae instintivamente a confiar primero y a pensar después. Brota en los hijos un sí a María que está antes de los no sé y de las vergüenzas. Sin embargo, no debe dejar de llamarnos la atención que sea eso precisamente lo que Jesús elabora y elige, al darnos a María por Madre en el momento decisivo de su entrega.

Antes de darse Él enteramente y antes de darnos su Espíritu nos da a su Madre!

 

Una digresión. Hoy la neurociencia de divulgación se ufana al mostrar cómo, cuando decimos sí a Dios, se ilumina una zona de nuestro cerebro y segregamos endorfinas que nos hacen sentir bien. Concluyen (o dejan picando) algunos iluminados de la revista La Nación, que Dios debe ser una reacción química de nuestro cerebro! Siguiendo estos razonamientos, también deben serlo el sol que nos calienta en la playa, el vientito lindo, nuestros seres queridos y todo lo que nos alegra la vida.

Raro sería un Dios cuyo amor no transformara nuestras emociones desde adentro. No solo nuestro espíritu sino también nuestra carne.

Es verdad que a veces confundimos el efecto interno con la realidad del otro, pero con el tiempo el enamoramiento o se pasa o se convierte en amor elegido al otro como es y no sólo como lo sentimos nosotros.

Bueno, todo esto es para decir que nuestro sí, para ir asemejándose al de nuestra Madre, debe ser “con todo el corazón y con toda la mente, con nuestras entrañas y nuestro espíritu”: un sí pasional, lúcido y lleno de afecto, con una pasión que empuje a salir de sí y que encuentre creativamente los modos.

¡No nos dejemos robar nuestro sí!

Y sepamos que el demonio cuando no nos lo puede robar todo, intenta robárnoslo   de a partes, con tentaciones bajo especie de bien.

Nos sugiere primero, culturalmente, que “no es posible decir un sí para toda la vida”. Y nos roba esa parte de nuestro sí que tiene que ver con el futuro con la excusa de que tenemos que ser sinceros y no sabemos si mantendremos en “ese futuro” el sí que decimos hoy.

Esta es una falacia.

Podemos responder: y qué pasa si después de hecho mantengo el sí toda la vida. ¿No me sentiré mal por haberlo puesto entre paréntesis? Como dice el poeta:

Por temor a no amarte después,

me perdí de amarte hoy.

 Decir sí para toda la vida no es un acto de soberbia predicción estadística sino un acto humilde de puro amor.

Se le dice sí a la persona que es, precisamente, la que se vive en el presente unificando todo lo que fue y todo lo que desea ser. Las circunstancias –salud o enfermedad, buenas y malas-, expresan la conciencia de lo que implica decirle un sí total a alguien. El mal espíritu pone el problema en el futuro pero es un problema que está ahí delante, en el mismo momento en que dos se dicen sí. Le digo sí al sí del otro. Elijo su elección, que es como decir el corazón con el que late diciendo sí 70 veces por minuto. Cuando uno dice sí a una persona, no decirlo para siempre es no decir nada.

El mal espíritu, cuando no logra robarnos la esperanza de nuestro sí, intenta robarnos al menos un poquito de su alegría (porque el sí es fuente de alegría). Nos escupe el asado, dicho en criollo. En los Ejercicios, dentro de las reglas de discernimiento de segunda semana, Ignacio dice así:

“Debemos mucho advertir el discurso de los pensamientos; y si el principio, medio y fin es todo bueno, inclinado a todo bien, señal es de buen ángel; mas si en el discurso de los pensamientos que trae, acaba en alguna cosa

(1) mala o

(2) distractiva, o

(3) menos buena que la que el ánima antes tenía propuesta de hacer, o

(4) la enflaquece o inquieta o conturba a la ánima, quitándola su paz, tranquilidad y quietud que antes tenía,

clara señal es proceder de mal espíritu, enemigo de nuestro provecho y salud eterna”.

Si la aplicamos a nuestro “sí”, podemos ver que el mal espíritu nos lo roba:

  1. haciéndonos decir “no”
  2. distrayéndonos
  3. rebajando el sí
  4. achicándonos la autoestima o quitándonos la paz (inquietándonos interiormente o perturbándonos exteriormente).

 

Si no pude hacernos decir no trata de que digamos un sí distraído.

Si no puede, porque somos bien conscientes, trata de que lo rebajemos, que le digamos sí a algo que no sea lo mejor sino sólo algo más o menos.

Y si mantenemos a toda costa el sí íntegro a la mayor gloria de Dios, trata de ningunearnos, inquietándonos con dudas interiores o perturbando la paz exterior con problemas y contradicciones para que, por lo menos por un rato, perdamos la alegría y la paz.

Por ahí a alguno le resulta medio o muy complicada tanta sutileza. Pero aquí no se puede negociar: hay que ponerse a la altura o resignarse a que nos roben el sí.

Los ladrones de hoy son muy sutiles. Hacen “inteligencia”, como se dice. Y uno no puede quejarse de que resulte complejo “avivarse” de todas las sutiles artimañas del enemigo de natura humana, como lo llama Ignacio. El que sienta que estas cosas lo exceden al menos tendría que exclamar en alta voz diciendo: Qué bolú…, cómo no me di cuenta antes que tenía que consultar la letra chica de mi sí con “alguna persona espiritual” como dice Ignacio.

Contra estas tentaciones, veamos cómo procede el Arcángel Gabriel con nuestra Señor:

+ La alegra y la pacifica quitándole todo temor e inquietud – alégrate, llena de gracia. No temas María-, y resolviendo todas sus dudas (el cómo será esto posible).

+ Le consolida la gracia, mostrando que Jesús será para siempre el Hijo Amado, el Salvador prometido.

+ La ayuda a concentrarse totalmente y decir ese sí que es un hágase y que resuelve las dudas acerca del futuro. El futuro de nuestro sí se pone en manos de Dios, no en las nuestras. Sin Él no sólo no podríamos decir sí para siempre sino que no podríamos decir nada: ni no, ni ní.

El Papa Francisco termina Evangelii Gaudium haciéndonos pedir a María: ayúdanos a decir nuestro ‘sí’” (EG 288). Un sí reafirmado: como dice la canción, aunque no quiera digo sí, aunque me duela, digo sí. Siempre sí.

 

 

Diego Fares sj

Adviento 3 B 2014

Para entrar rápidamente en el tiempo lento del amor

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Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan.
Vino como testigo, para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.
El no era la luz, sino el testigo de la luz.
Este es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle:
– « ¿Quién eres tú?»
El confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente:
– «Yo no soy el Mesías.»
– « ¿Quién eres, entonces?», le preguntaron:
– « ¿Eres Elías?»
– Juan dijo: «No.»
– « ¿Eres el Profeta?»
– «Tampoco», respondió.
Ellos insistieron:
– « ¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?»
Y él les dijo:
– «Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías.»
Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle:
– « ¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Juan respondió:
– «Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia.» Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba (Jn 1, 6-8. 19-28).

Contemplación

Jesús ya está en tu vida, aunque a veces no lo notes. Y viene siempre después, a  bendecir y completar todo lo bueno que ha hecho en vos. Allanale el camino.

Tenemos que ingeniárnosla para abrirle nuevos caminos al Señor, para que le llegue a la gente, como decimos. Si no llega es que faltó camino: o que se taponó, o que se desvió, o que le metimos muchas cosas y la gente se distrajo en el camino mismo y no llegó a encontrarse con Jesús en Persona.

Esto último me habla de “caminos que no permiten a Dios llegar a su tiempo”. O son caminos lentísimos, como esas ceremonias en las que al final uno termina cansado con tanta cosa, o son caminos demasiado rápidos y no dan tiempo a procesar la gracia…

Cuando Juan nos revela que Jesús ya está entre nosotros y, al mismo tiempo, es un Jesús que nos sorprende viniendo en la fila de los pecadores, por ejemplo, nos está queriendo hace ver que en el Reino de los Cielos el tiempo se vive de una manera muy especial.

Comenzamos entonces a gustar internamente estas dos ideas evangélicas: la del camino y la del tiempo. Humanamente están unidas: un camino tiene que ver con el tiempo.

Dos reflexiones sobre el camino y el tiempo: una, los caminos para entrar y salir de una ciudad no deben tener el mismo tiempo que los caminos para pasear por una plaza o para ver una exposición de arte en un museo. Otra: es una gran verdad que cada persona tiene su modo de vivir su tiempo: unos lo viven con paz, otros siempre con inquietud, unos viven su tiempo intensamente, otros más distraídos, más pasando por la superficie de las cosas, unos a mil, otros más lentamente…

¿Hay una manera de hacer camino y de vivir el tiempo como Jesús? ¿Cómo son los caminos y los tiempos de su Reino?

Por de pronto digamos que el tiempo de gracia del Reino es un tiempo pleno. ¿Qué significa que es un tiempo pleno? Podríamos decir que es un tiempo que comienza a contar en el momento en que uno hace un acto de fe en la Palabra de Jesús. De allí en más los segundos corren como en los “8 escalones” y si uno no encuentra rápido un camino para que la fe “obre por la caridad” el momento de gracia se pasa (y uno retrocede un escalón).

Aquí vemos algo especial del tiempo de gracia: es un tiempo rápido, sorpresivo. Nos sopla algo de improviso y uno tiene que estar muy atento para seguir la inspiración y meterse de cabeza por la puertita de la fe que nos abre la entrada al Reino. Si no, si se pasa el momento, aunque uno tenga la respuesta correcta, no sirve.

Me vinieron ganas de rezar y… hice esperar un poco al Espíritu, dudé, no me metí de cabeza sabiendo que era Él el que me invitaba… y se me pasaron las ganas! Hubieran bastado los 32 segundos que lleva despegar un avión.

Vi que venía una persona necesitada por el tren y tardé en meter la mano en el bolsillo para buscar unas monedas…

Me llegó un mail invitando a Ejercicios… lo abrí, me puse a ver el calendario, arreglé un montón de cosas… y aquí estoy: rezando tres días en la Casa de Ejercicios, feliz de la vida.

Una vez que uno entra, así como está, en el Reino de la caridad, el tiempo cambia: se vuelve más lento. A veces lentísimo, como los miles de años de espera para que viniera el Niño Jesús. Hay que saber que cuando nos ponemos a actuar con caridad el reloj funciona distinto. Pablo nos dice que la caridad es paciente, no se irrita, la caridad es servicial, todo lo espera, todo lo soporta… Todo nos habla de que el tiempo de la caridad “expande el momento presente”, no está apurada para cumplir y tomárselas. La caridad vuelve rico afectivamente el instante de encuentro, trae a la memoria el pasado, haciendo que uno recuerde las otras veces en que actuó con misericordia y amor, y enciende la velita de la esperanza: la semilla del reino dará fruto en el corazón de todos…

Pero volvamos a la puertita para entrar “rápidamente” en este tiempo “lento” de la caridad. ¿Se puede preparar esta puerta para que abra el camino a tiempo?

Podemos ensayar diciendo las palabras mágicas de Juan: sus dos “no”. Probemos a decir: yo no soy el Mesías, yo no soy el profeta. Digámoslo varias veces hasta que surta efecto, hasta que se nos haga un click en la cabeza.

La imagen antitética puede ayudar: ¿No es verdad que a veces vivo el tiempo como si fuera el Mesías o el Profeta? Las angustias con que me cargo ¿no provienen de una cierta pretensión de “profecía” del futuro, de imaginar escenarios catastróficos, futuribles que, cuando no se dan, reemplazo por otros? ¿No provienen mis angustias de ceder a la tentación de creerme –trágicamente- una especie de divina providencia impotente, que tiene que prever todo lo que no podré hacer o de sentirme la víctima de todos los males que caerán sobre mis pobres espaldas?

En cambio si digo: “yo no soy el Mesías, yo no soy el profeta”, no sé qué pasará, no intentaré prever ni controlar el futuro, lo dejo en manos de Jesús y del Padre, me confío a su Providencia que siempre me ha ayudado y me ayudará en adelante…, si rezo así e intercedo por ese futuro que no conozco, en vez de escuchar la voz del mal espíritu que me murmura profecías de calamidades, entro en un tiempo más amigable y real: en el tiempo de Dios.

Si no tengo que cargar con los pecados del mundo (ni de mi entorno, ni siquiera los míos, si me sé confesar con humildad), si no tengo que controlar lo que pasará ni el año que viene ni la semana que viene ni mañana, entonces, como Juan, puedo decir y poner en práctica la palabra que dice: “preparemos el camino al Señor”. Pongamos juntos manos a la obra y que cada cual se “sumerja” en su misión y cumpla bien con su rol: que el papá sea papá y la mamá, mamá; que el hijo sea buen hijo y la hermana buena hermana; que el religioso sea buen religioso, el profesional buen profesional y el empleado buen empleado.

En la fiesta de la Inmaculada, el Papa Francisco nos mostraba en qué consiste “hacer las cosas” en el tiempo del Reino. Fijensé, decía, que la Virgen no dice “Yo haré las cosas según tu Palabra” sino “que se haga en mí según tu Palabra”. “El comportamiento de María de Nazaret nos muestra que se trata de “dejar hacer” a Dios para “ser” verdaderamente como El nos quiere”. Este “dejar que Dios haga” en nosotros acontece mientras nosotros estamos haciendo lo nuestro: actuando con la fe que opera por la caridad.

La caridad siempre es “ahora”, aquí, con este prójimo real y concreto. Y para descomprimir nuestro ahora –tan asediado- necesitamos hacer espacio con los dos brazos. Con uno frenar el futuro que se nos viene encima a mil por hora diciéndonos que corramos, que no perdamos tiempo en este aquí y ahora porque hay muchas cosas urgentes por resolver, sino mañana… Con el otro brazo hay que rescatar la memoria agradecida de todo lo que pasó para que pudiéramos estar en esta situación de poder obrar con caridad: todos los que nos transmitieron el evangelio y nos enseñaron a obrar como Jesús, todos los que amamos y que por eso son prójimos y podemos ayudarlos o compartir con ellos la vida…

Este espacio presente de la caridad se mantiene abierto diciendo no al mesianismo y no al falso profetismo. La caridad necesita nuestra incertidumbre y nuestra fragilidad, para poder amar al otro siendo “sanadores heridos” no “mesías”, siendo pequeñitos en la fe, no iluminados. En la fragilidad que se pone en manos del Padre y en la incertidumbre que sólo se fía de Jesús, hay espacio para obrar con amor. Un amor que se sabe incompleto y necesitado de que venga Jesús a completarlo y a llevarlo a su plenitud.

Diego Fares sj