El Señor se encarnó para poder entregársenos
Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén.
Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quiten esto de aquí; no conviertan en un mercado la casa de mi Padre.»
Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora.»
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: « ¿Qué signos nos muestras para obrar así?»
Jesús contestó: «Destruyan este templo, y en tres días lo levantaré.»
Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?»
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús. Juan (2,13-22).
Contemplación
«Pero Él hablaba del templo de su cuerpo».
Humanamente, calculamos las cosas en términos temporales. 46 años habían demorado los judíos en construir el Templo de Jerusalén y les resultaba pretencioso que Jesús afirmara que lo podía reconstruir en 3 días. Pero Él hablaba del templo de su Cuerpo, nos dice Juan.
Me llama la atención esta frase porque estoy meditando algo de von Balthasar sobre la Eucaristía, donde afirma que “todo en Jesús tiene el carácter de la entrega”: Él Señor se queda entre nosotros como «pan entregado» y «sangre derramada».
Balthasar hace notar que Jesús no entrega su vida para «recuperarla para sí» sino que, resucitado, permanece para siempre como «entregado a nosotros», como intercesor», como «recapitulador» de todo lo humano, agrego yo.
La intuición se baja a lo cotidiano pensando que si el Señor nos invita a comulgar con Él cada día, es porque encontró la forma de «darse a nosotros cada día más, cada día de manera novedosa». Como si dijéramos que, siendo la misma, cada Eucaristía es totalmente nueva, distinta; cada Eucaristía es como los encuentros que Jesús tenía cada día con la gente: se les revelaba, de acuerdo a su fe, como Alguien siempre interesante, por descubrir, como el que «hacía nuevas todas las cosas».
Y esto tiene que ver con su Cuerpo, con el sentido que el Señor le da a su corporeidad, a su estar encarnado, viviendo en la concretez de la carne, en las relaciones que uno mantiene con cada prójimo, en la situación en la que está inserto.
El Cuerpo del Señor es Templo, estructura en la que habita el Espíritu, Casa de oración, en la que nos religamos (religión) con el Padre, lugar donde se celebra el banquete de bodas, donde está la mesa de la Eucaristía, en la que su Cuerpo-Pan nos alimenta y nos unifica, entrando en comunión con lo más «material» y «carnal» de nuestra persona.
El Cuerpo del Señor Resucitado no es un trofeo de sí mismo que, luego de haber ofrecido para que lo destruyeran, lo habría recuperado para poseerlo íntegro en sí mismo. ¿Para qué querría el Señor recuperar su cuerpo, siendo que Él es Dios (Espíritu Puro, diríamos), si no fuera para «darlo mejor»?
A veces tenemos la imagen de un Dios que se encarnó por unos años y luego regresó a su Cielo… igual a cómo era «antes», si se puede hablar así. Es verdad que volvió al Cielo, pero no «como era antes». De eso dan testimonio sus llagas, como signo de la marca que dejó en él la Pasión, su tiempo histórico vivido entre nosotros. Cuando uno se da cuenta de que, al encarnarse, el Señor aceptó nuestra carne para siempre, se modifica nuestra comprensión de su grandeza.
Imaginemos por un instante lo que significaría «tener nuestra carne para siempre (y llagada)» en Alguien que no nos amara fuera de toda medida. Si concebimos a Dios como un ser que es puro espíritu, todopoderoso e inmutable, quedar encarnado para siempre suena, al menos, «raro». Aunque su Cuerpo sea el de un Resucitado y el Espíritu lo convierta de «cuerpo frágil como el nuestro, en un cuerpo glorioso», sigue siendo «carne».
Si no fuera así, cómo podríamos nosotros, seres de carne y hueso (y de carne no sólo como la de un bebé o una persona joven y sana, sino carne en todos sus estados, carne también enferma, carne envejecida, carne ultrajada por tantas violencias…), como podríamos, digo, imaginar un cielo en el que todo fuera espíritu y purezas celestiales.
Nuestro Cielo es Jesús, la Carne de Jesús, la que él tomó para siempre de manera que pudiéramos tener lugar en ella para habitar en el Cielo.
Por eso él dice que «nos preparará una morada» con sus manos de carne, porque tiene conciencia de lo que es «necesitar un rinconcito para cobijar nuestra humanidad en la noche».
Por eso usa la imagen de que «él mismo nos sentará a la mesa y nos servirá», porque sabe que al ser de carne necesitamos un cielo en el que nos podamos sentar a la mesa como en casa a compartir una comida.
Todas estas imágenes que usa Jesús, no son poesía. Le significaron hacer de su Carne un instrumento al servicio nuestro y quedar para siempre como albañil que construye habitaciones, como mozo que sirve a los comensales y como esclavo o enfermera o padre que lava los pies, como amigo que enjuga las lágrimas.
Las imágenes de cielo que nos deja el Señor tienen que ver con su Cuerpo y tenemos que cambiar todas las imágenes viejas de cielos que no existen, para centrarnos en un Cielo que es puro Jesús. Debemos hacer un proceso de «agrandamiento imaginativo» de su Corazón, hasta que nuestra imagen del Cielo tenga no solo las dimensiones de su Corazón, sino su textura, su latir, su dinamismo y su capacidad de purificar nuestra sangre y transfundirnos la suya, llena de vida.
Este Cielo en el que podemos entrar si nos empequeñecemos lo suficiente, como hace todo el que ama para poder vivir en el corazón del otro, entrando despacito, descalzado y en puntas de pie, haciéndose a la sensibilidad y a los deseos del otro, es un Cielo real, al que no se entra con ninguna ascensión sino con diarios abajamientos. Es un cielo que tiene 7.140.000.000 de puertas, una en cada corazón de cada prójimo.
Este Cielo de la Carne de Jesús, es un cielo abierto en cada Eucaristía, un cielito que se recibe con las manos abiertas y se come, o se le da un besito, como hizo el Toto del Hogar, que no se sintió digno de comulgar pero sí de darle un besito, (cosa que ningún moralista prohibiría, supongo). Digo esto con cariñosa «ironía», como diciendo que «ese besito» a la Eucaristía nadie se atrevería a negárselo a nadie y va por el lado de la hemorroísa que «entró en comunión con Jesús tocando el borde de su manto». Jesús se hizo carne para entrar en comunión con todos los hombres y hay que ingeniárselas para comulgar con Él.
Yo contribuyo tratando de plasmar estas imágenes de un Cielo de Carne -la de Jesús crucificado y resucitado- que abren la mente para las cosas de todos los día, que es lo que andamos necesitando. No parece pero tienen mucho -muchísimo- que ver las imágenes que nos hacemos del cielo y las cosas prácticas en las que sentimos gusto o no.
El Cielo de Carne que describo es el cielo del Hogar -donde cada día Jesús está como el que sirve-; y es el cielo de la Casa de la Bondad -donde Brittany Maynard quizás podría haber regalado a su familia y a toda la humanidad a la que se conectó por youtube, unos cuantos meses más de amor de los que nos regaló, ya que en la Casa se evita la indignidad del sufrimiento y se potencia toda la inmensa riqueza de vida que una carne en sus últimas etapas tiene para dar. Pero esto requiere comprender, gracias a Jesús, que nuestra carne es Cielo en sí misma, en todas sus etapas, y no sólo cárcel de un espíritu puro, al cual hay que liberar cuando la carne se enferma.
No digo que todos tengan que creer en Jesús de buenas a primeras (aunque no estaría mal). Puede que a muchos les resulten «raras» nuestras imágenes de Dios y de la Vida Eterna, porque no las sabemos explicar bien y muchas veces no damos testimonio con nuestra vida. Pero si de rarezas hablamos, díganme si no hay una imagen muy extraña de lo que es el ser humano detrás de una persona que se suicida con pastillas entre música en su cuarto frente a toda su familia. No digo que esté bien o mal. Lo que digo es que es algo «extraño». Y estéticamente diría que resulta insoportable. La vida es vida porque la muerte es muerte y si tenemos que morir, espero que sea pataleando: con entrega, con entereza, humildad, todo lo que quieran, pero la verdad es que «morir sin patalear», sin decirle al Padre «por qué me has abandonado», es perderse lo más dramático de la vida, lo que hace que el resto también tenga sabor. Morir en un cuarto de muñecas como en una película de Hollywood, salvando primero la decisión sagrada de Brittany y sintiendo todo el respeto y cariño por alguien tan valiente y encantadora como persona, es, como propuesta para todos, algo realmente patético y desesperanzador. El mensaje de esa muerte, como me decía Ana, es la «antiCasa de la Bondad».
Como vemos, hace falta profundizar en el mensaje que nos entrega el Señor al darnos su Carne, al encarnarse, al padecer en la Cruz y al resucitar en Carne y huesos.
El Papa Francisco, en Evangelii Gaudium, nos muestra que la tristeza del mundo radica en su avaricia y la alegría del Evangelio, en cambio, en la entrega generosa. La entrega de Jesús en la Cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia” (EG 269). Y nuestra alegría como discípulos suyos brota al “percibir a Jesús presente en el corazón mismo de la entrega misionera” (EG 266). En la medida en que nos entregamos, percibimos y recibimos más y mejor la entrega de Jesús, que cada día quiere dársenos más.
Diego Fares sj
Belleza de cielo descrito en esta contemplación. Ojalá todos podamos dar y vivir un poco de este cielo en nuestra vida terrenal, para cuando lleguemos al final de nuestras vidas, si, talvés patalear, pero sentirnos felices al mismo tiempo por el probable encuentro con el señor y nuestra madre del cielo, si hemos estado preparados.
Un abrazo! Y me alegro de compartir la oracion