Tiempo de gracia
“En aquel momento de gracia (kairos)Jesús dijo:
Te alabo y te agradezco, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque habiendo ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes
se las has revelado a los pequeñitos.
Sí, Padre porque así lo has querido.
Todo me ha sido dado por mi Padre
y nadie conoce al Hijo sino el Padre,
así como nadie conoce al Padre sino el Hijo
y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar.
Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados,
y Yo les daré un descanso.
Tomen el yugo mío sobre ustedes
y aprendan de mí,
pues soy manso (praus =dulce, pacífico) y humilde de corazón,
y encontrarán alivio para sus almas,
porque mi yugo es suave
y mi carga liviana” (Mt 11, 25-30).
Contemplación
No puedo negar que este evangelio es uno de mis preferidísimos (palabra que hace reír a Iñaki y crea una linda complicidad de cariño). Contemplar la alegría en los ojos de Jesús al experimentar que el Padre se revela – a través suyo- a los pequeños y que Él con su ejemplo de dulzura y humildad, consuela y fortalece a los que andan agobiados, es siempre motivo de gozo.
Y creo que nadie puede negar que con Francisco los pequeños de este mundo estamos experimentando un baño de gracia, una “alegría del evangelio”, un sentimiento íntimo de que “este era el Dios en el que creíamos y su imagen verdadera estaba como tapada y ahora se nos revela” con su misericordia que no se cansa de perdonar y su amor que nos primerea cada día.
¿No es increíble que desde hace un año y tres meses con todos los pequeños del mundo se pueda hablar bien de Francisco? Digo con todos los pequeños y no con todos, porque sigue ocurriendo lo que dice Jesús: que el Padre le oculta estas cosas a los sabios y prudentes y se las revela sólo a los pequeñitos que se fían de su Hijo venido en Carne.
Esta semana salió en Italia uno de los libritos de “La biblioteca de Francisco” (20 libros que el Papa amaba y que salen con el Corriere de la Sera). Es el Sermón sobre los Pastores, de Agustín. En el prólogo que me pidieron, porque era uno de los textos que Francisco nos enseñaba en sus clases de pastoral, allá por los 80, pongo que es “un sermón incómodo”, porque Agustín –como Francisco- son pastores que dicen “la verdad sin descuentos”. Y desarrollaba esto, lo de que Francisco incomoda, así:
“He elegido esta característica del Sermón de los Pastores –la incomodidad- porque creo que es como la punta de un hilo que permite desenrollar toda la madeja. No se puede expresar esto en una sola frase. Intentaré decirlo formulando algunas preguntas. ¿Han visto que la gente en general, cuanto más sencilla, más “cómoda” se siente con Francisco? Esto es muy impresionante. Y cuando digo “sencilla” nombro algo interior: la “no auto-referencialidad”. Agustín diría “ovejas”: gente que se siente parte de un rebañito y su referencia es su pastor.
¿Han notado también quiénes son los que se sienten algo o muy “incómodos” con Francisco? ¿Podríamos decir que se sintieron más incómodos los que estaban aprovechando más la leche y la lana de las ovejas? ¿Agregaríamos al grupo de los incómodos a los que, cuando el rebaño está dividido, tienen su protagonismo y, en cambio, cuando el rebaño se unifica y “el que pastorea es Cristo”, sienten que pierden ese protagonismo?
¿Será que cuando uno escucha a Francisco sintiéndose oveja, se alegra de que “Dios no se canse de perdonar”, de que “nadie esté excluido de la alegría del evangelio” y de que él sienta que “no es quién para juzgar a nadie”? ¿Será también que cuando uno lo escucha desde la misión de pastorear uno no pueda no sentirse “incomodado” y se vea interpelado a optar entre dar un paso de conversión o buscar justificarse?”.
En la segunda frase hay una especie de paradoja en cuanto a como llegamos a conocer las cosas de Dios: por un lado Jesús dice que es el Padre el que “quiere” revelarse a los pequeños y por otro dice que es Él –el Hijo- el que revela al Padre a los que Él “quiere”. ¿Cómo se da el acercamiento? En las cosas del amor la experiencia más propia es la de la simultaneidad. Dos personas que se vienen queriendo y buscando en cierto momento cruzan sus miradas y experimentan el mismo amor que sienten dentro de su corazón en los ojos del otro. Con Jesús y nuestro Padre ocurre lo mismo: los pequeños somos incluidos en esa mirada que siempre está activa entre los dos, que no dejan de mirarse, totalmente atentos el uno a lo que siente el otro. Cuando sentimos el amor que se tienen somos instantáneamente incluidos. Porque lo más propio del ser humano es “captar el amor” y donde hay amor verdadero ese amor incluye.
Tres llamados hace Jesús a los pequeños: Vengan, tomen –abracen- y aprendan.
Notemos que los tres llamados son “a Él”: vengan a mí, tomen mi yugo, aprendan de mí. No se trata de una tarea externa sino de una cercanía a su Persona. No es el suyo, en primer lugar, un llamado a hacer cosas sino a una manera de sentir y de cargar con el peso de la vida.
Y el premio o lo lindo de esta cercanía es el descanso, el alivio, la humildad de corazón y la dulzura.
Releamos: en el primer llamado nos invita: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y Yo les daré un descanso”.
En los otros dos nos dice: “Tomen el yugo mío sobre ustedes y aprendan de mí, pues soy manso (praus =dulce, pacífico) y humilde de corazón, y encontrarán alivio para sus almas, porque mi yugo es suave y mi carga liviana”.
La semana pasada les decía a los niños que podíamos “tocar a Jesús con el corazón”, tocarlo poniendo las manos atrás, acercarnos a Él sin miedo, probar hasta encontrar la tecla adecuada, seguros de que “su amor funciona bien”. Con este corazón hay que escuchar las llamadas del Señor en el evangelio de hoy.
Cuando uno anda triste hay que automatizar el “vengan a mí”. No hay que dar vueltas.
Cuando uno siente el peso y la angustia de lo que no puede resolver (eso es la cruz, lo que no podemos resolver), hay que automatizar el “intercambio de yugos” –tomar el suyo y dejar el nuestro en sus manos-. Nuestro yugo suele ser un problema concreto –de salud, de dinero, de relación familiar, de trabajo, de aspiraciones…-, el suyo es más bien una cuestión de actitud –dulzura y humildad. Nuestra aflicción se cura con su dulzura y nuestro agobio con su humildad.
Aquí cada uno se las tiene que arreglar a solas con él y pedirle que nos haga gustar “la dulzura de la Cruz”, el fruto de la Cruz, que es Él mismo, convertido en Eucaristía, que podemos comulgar.
…………….
Siempre que puedo trato de bajar el evangelio a alguna experiencia fuerte de la semana. En general son historias de otros –historias de esos pequeños del Hogar y de la Casa de la Bondad en cuyas vidas Jesús se nos revela en todo su esplendor (el padre Boasso dice que la Gloria de Dios es “la fortaleza para hacer hazañas”). Esta semana lo más fuerte me pasó a mí y es que la Compañía me destinó a ir a Roma, a partir de mayo del año que viene, a trabajar en la revista la Civiltà Cattolica, para contribuir un poco a difundir bien el pensamiento del Papa Francisco (carga liviana, si las hay, ya que él se hace entender perfectamente por los pequeños y a los que no lo son, por más que alguien quiera explicarles…). La cuestión es que esta misión me ha alegrado en lo más hondo de mi corazón jesuita: que sea la Compañía, digo, la que me encomienda esta misión. Con Francisco, desde que entramos en la Compañía, somos un grupo de jesuitas los que trabajamos con él de distintas maneras, cada uno en un lugar que él siempre nos supo encontrar y encomendar a cada uno. El hecho de que la Compañía me envíe a realizar esto que ya hago, estando más cerca de él, es un privilegio y un motivo de gozo profundo. Los que se alegran conmigo (con esa alegría tan especial que tienen los despojos de Dios y que llevan a decir: “¡qué buena mala noticia!”, como dijo una amiga) me hacen sentir que no voy sólo, por supuesto, ya que cuento con mucho cariño, pero también algo más que quiero compartir. Me hacen sentir que no se me elige a mí por mis cualidades “abstractas” (y en esto la juego de filósofo y digo que ab-stracto significa “separado de”) sino por mis cualidades concretas, que están tan mezcladas y bien amasadas con las cualidades de aquellos con los que he compartido la misión en estos años que sería imposible separarlas. Y en este sentido siento que voy en representación, aunque no es la palabra justa porque es algo más fuerte, de mucha gente del Barrio, del Hogar y de Manos, de los chinos y del grupo de matrimonios, de los alumnos y de las personas que acompaño espiritualmente.
En una dinámica que hicimos el otro día con los jóvenes del Mej, una pregunta a compartir decía: ¿Cuáles son tus dos mejores cualidades? Fue interesante porque los jóvenes decían que les costaba pensar en sus cualidades así, tan directamente. Uno decía que ponía las que apreciaban los demás aunque a ella no le parecía que fuera tan así. En general todos coincidían e poner cualidades que eran “para los demás”, como saber escuchar o ser fieles amigos… A mí, ya medio mayor para estos grupos, me salió señalar la compasión y la inteligencia, como dos gracias gratuitamente dadas más que como cualidades propias. Y ahora, rezando con esto sentía que mi compasión es totalmente distinta a la que tenía cuando comencé a trabajar en el Hogar. Antes tenía una compasión a medida de mis entrañas y de mis posibilidades de ayudar (de cuyo límite tomé conciencia cuando quise llevar a Don Rojas desde la plaza 1º de mayo hasta el Hogar porque estaba tomado y cuando lo sostenía para dar un paso, se le caía el pantalón y cuando le quería levantar el pantalón, se me caía él), ahora tengo una compasión a medida del Hogar y de la Casa de la Bondad. Es una compasión comunitaria, menos inmediata quizás, porque es una compasión que se toma tiempo para que miremos entre varios, pero mucho más grande y eficaz para la persona misma a la que ayudamos. Si uno piensa “auto-referencialmente”, diría Francisco, esta compasión brinda menos satisfacciones, porque nadie se la puede atribuir a sí mismo sino al equipo y por ahí el agradecimiento lo liga otro, pero si se mira al que está “afligido y agobiado”, es una compasión más de Jesús, una compasión más eclesial e inclusiva y, por eso mismo, más digna.
Lo mismo puedo decir de la inteligencia. Cuando escribí mi primer artículo para una revista, que fue sobre “El corazón de Ignacio”, el padre Horacio que me lo corrigió me hizo “reescribirlo pensando en los que lo iban a leer”. Yo andaba por hacer el doctorado y me dijo que un intelectual tenía que optar si iba a estudiar y a escribir para impresionar con su saber a los eruditos que sabían más que él o para ayudar con su saber a los que sabían menos y estaban sedientos de verdad. Esta segunda opción fue la que me llevó a elegir a von Balthasar y a los temas más difíciles pero no para dominarlos yo sino para ir bajándolos como pudiera a la gente más sencilla. Así, en estos años de docencia, mi inteligencia se ha vuelto más de profesor que de investigador y tiene más el lenguaje de los alumnos que el de los profesores. Tanto que alguno me carga con que yo doy clase para contar historias del Hogar, lo cual tiene más verdad de lo que aparenta, ya que por algo es de lo único que se acuerdan con el tiempo los alumnos. La cuestión es que, paradójicamente, es por este tipo de “intelectualidad no erudita sino de frontera” que me invita Spadaro a darle una mano en Roma.
Bueno, con esto baste para compartir lo que quería decir y que es que me encomienden a la Virgen y a San José y que sientan que vamos muchos a estar un poquito más cerca de Francisco, dicho esto más con un sentir popular que con la objetividad de una tarea precisa.
La última, es que espero que este medio de anunciar la alegría del evangelio que son estas “contemplaciones” no se agote al estar como pez fuera del agua del Hogar y de la Casa y pueda aprovechar la ventaja de lo virtual que llega igual de rápido al corazón sea que lo escribo desde Regina o desde Roma.
Padre Diego