Corpus A 2014

El Corpus traducido

  Corpus 2 2014 Jesús dijo a los judíos que lo rechazaban: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo.» Ellos discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?» Jesús les respondió: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente» (Juan 6, 51-58).   Contemplación Comulgar con la Carne y la Sangre de Jesucristo es comulgar con el Jesús de todos. Pensando caseramente, que el Señor Resucitado nos insufle su Espíritu, equivale a compartirnos una realidad –a Alguien, más bien- que es sólo del Padre y Suyo. Pero su Carne es “nuestra” carne. La Carne de María y, gracias a ella, la de todos sus antepasados y la de todos sus parientes que la continuaron. Por eso digo que lo de comulgar con su Carne es una invitación a comulgar con la carne de todos los hombres, nuestros hermanos. Dos realidades son importantes en el Cuerpo de Cristo: una que es Suyo –único como el de cada uno, con huellas digitales y ADN-, la otra que es común a todos. Se trata de nuestra Carne asumida por Jesús, santificada por su modo de tratarla y de darse “realmente”, caminando, curando, compartiendo, padeciendo, resucitando. Comulgar con él es comulgar con lo más nuestro mejorado, transfigurado, convertido en Pan de vida. Esto me despierta deseo de comulgar todo lo que pueda, ya que Él es un alimento  verdadero, que vivifica. Un alimento que se asimila a nuestra necesidad y nos asimila a su gratuidad. El Señor lo dice claramente: el Vive por el Padre y el que lo come vivirá por Él. De la misma manera, dice. ¿Qué necedad, qué falta de viveza, qué tentación, que ceguera, qué ignorancia puede robarnos la alegría de poder comulgar con Alguien como Jesús? Nosotros que nos desvivimos porque alguien nos mire, por poder estar cerca de alguien a quien admiramos, por compartir un rato con alguien interesante… ¿Quizás el desafortunado sentido de la obligación desde el cual, como adolescentes rebeldes, interpretamos todo lo que dice nuestra Madre Iglesia como si nos estuviera prohibiendo hacer lo que queramos? “Yo no voy siempre a misa”, decimos; o “hace mucho que no comulgo…”, y lo decimos con el mismo tono de: “a mí me aburre ir mucho al shopping” o “yo prefiero no tomar tantos medicamentos”. El gran desafío de la cultura actual –que conlleva una tarea enorme y que hay que realizar paso a paso, como por goteo- consiste en poder traducir el evangelio, las poderosas imágenes que creó Jesús, al lenguaje actual. Porque las Palabras vivas del Señor están como enlatadas en envases de santería, convertidas en estampitas de primera comunión con angelitos para bebés, en estatuitas inofensivas, made in china, con cajitas de plástico y luces de colores. Confieso que a mí me encantan las estampitas y no tiro ninguna, colecciono las de bautismo de mis sobrinos y conservo la del mío, en la que mis padres pusieron lo del Cantar de los cantares: “mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado, Él, que pastorea entre lirios” y “Mi amor te acompañará todos los días de tu vida”. También creo en las imágenes y acabo de ponerle un San Expedito al lado a San José, en la ermita que está en el frente del Hogar, para sumar otro santo protector a la casa, dada la violencia reinante en la calle. Eso no quita que cuando comulgo, la Eucaristía que sabe a pan de los ángeles, no me traiga también la imagen  desesperante de los ojos de los niños desnutridos, la sensación de cansancio infinito de los pies de los que duermen en la calle y el olor a hospital de la Casa de la Bondad después que cambian a uno de nuestros patroncitos. Y también al revés, cada vez que saboreo el disgusto de alguna cruz, me viene a la boca el sabor de su fruto dulce: la Eucaristía. La Eucaristía es la dulzura de la Cruz. No sería ético comulgar con el Pan de los Ángeles si no compartiéramos durante la jornada el pan duro de la vida de nuestro pueblo, especialmente el de los que más sufren. Y al revés, no es ético tampoco comulgar con los sinsabores de la vida de los que amamos, trabajar y hacer todo lo que hay que hacer para sostener la familia… y no comulgar con el que se nos ofrece como Pan que repara nuestras fuerzas. Pero hablaba de traducir. La primera traducción me vino antes de ayer escuchando el evangelio en el que Jesús nos enseña a rezar el Padrenuestro. Se me hizo clara esta traducción: que el “Santificado sea tu Nombre” podía expresarlo diciendo “Te pido permiso Padre, para rezarte”. Pedirle permiso, eso es respetar su Nombre, santificarlo: invocarlo pidiendo permiso. Permiso para comenzar a rezar y permiso para terminar de rezar. Como le pido a los enfermos de la Casa de la Bondad cuando quiero terminar la visita (el miércoles le pedí el último a Hugo, que falleció antenoche, y me lo dio con una sonrisa: “Huguito, ¡permiso para retirarme!” “Puede retirarse” me dijo sonriendo como si fuera mi superior militar). Pedir permiso nos hace salir de nosotros mismos, salir del narcisismo del deber y del narcisismo de la culpa, entre los que rebotamos como en un pelotero gran parte de la vida. Con la Eucaristía y la Misa, igual que con la oración, se trata de un “permiso” especial, porque el Señor no sólo invita al banquete sino que manda que comamos. Pero es como en las fiestas en las que está todo abierto y preparado para uno que viene de invitado e igual uno pide permiso o espera a que la dueña de casa haga un pequeño gesto de iniciación. Pequeñísimos detalles que el que se los saltea se los pierde, porque en ellos va -como envuelta para regalo – toda la gratuidad y la alegría de la fiesta, en la que todo es don, porque está preparado y servido para uno, pero se goza más si el que invita reduplica el regalo cada vez que sirve una copa más de vino o pregunta de nuevo qué porción le agrada a cada uno… Lo mismo pasa cada vez que el invitado pide con humilde amabilidad si le pueden servir otro poquito de eso que está tan rico y la que cocinó lo sirve con una linda sonrisa de satisfacción porque se aprecia todo el cariño que le llevó pensar ese postre. En este tono, que si a alguno le suena demasiado a comida del domingo es señal de que, en penitencia, tiene que repetir su primera comunión, porque no la aprobó para nada, en este tono, digo, hay que escuchar el evangelio del Corpus en que Jesús recrimina a los que se le han puesto en contra y les dice: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.» Para entender bien lo que quiere decir esto hay que escuchar antes al Padre que, como aquel Rey de la Parábola del Banquete de Bodas, nos manda a decir: miren que la fiesta ya está preparada. Es el banquete de bodas de mi Hijo y ustedes están invitados. Hay algunos que ni se enteraron de lo grande –grandísima- que era la fiesta y zafaron con cualquier excusa, y otros, como los del evangelio de hoy, que entendieron bien que el Señor hablaba de participar en algo muy serio y no les gustó: son los que discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?» Que traducido sería algo así como “quién se cree este que invita a una comunión tal”. Nos vienen bien estos hombres duros para caer en la cuenta de lo que implica comulgar con la Carne de Jesús. No es cuestión de recibir un pancito que me da un momento lindo con Dios dentro de una semana atareada, es toda la semana atareada, con sus rostros alegres y esperanzados, angustiados y doloridos, que se concentran en ese Pancito y Jesús los hace su Carne y nos la entrega transfigurada para darnos Vida. “¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?” significa ¿quién puede realizar un trabajo de asimilación tan grande y tan íntimo con todos? Si hay Alguien que realiza este trabajo de asimilación entre las personas, hay que acudir a Él, porque es la fuente de la vida. Y a algunos, esto, les parecía mucho. Como pasa hoy: a algunos les parece demasiado que la Eucaristía sea el lugar donde se sintetiza la vida, donde se comulga con todos, donde Dios nos transforma… Es un poco mucho… Si lo creyeran, tendrían que ir a misa todos los días. Por eso Jesús insiste, “les aseguro, créanme”: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Escuchemos bien estas dos advertencias: “si no comemos no tendremos vida y no nos podrá resucitar”. Hasta ahora la cosa venía como si comer su Carne fuera opcional, como si la vida ofreciera un menú variado. Alguna gente lo entiende así también hoy. Incluso dentro del cristianismo. Está bien el menú Eucarístico, pero yo soy vegano. Yo rezo cuando paso por la Iglesia, o tengo en cuenta a Dios pero a mi manera. Es algo así como: si hubiera un delivery comulgaría, pero ir a las iglesias me cuesta, no hay una en la que me sienta del todo cómodo. El Señor no está hablando de una espiritualidad a la carta, como dice Francisco, sino de “no tener vida” y de poner en juego nuestra resurrección. Pero bueno, “no será para tanto” pensará alguno. Como que esta contemplación ya está pasando para el lado de la obligación, con eso de “si no hacés esto…”. Por las dudas, volvamos al discurso de Jesús. Agrega el Señor: “Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí”. No sé si a esta altura tengo que seguir intentando traducir. Me viene más bien aquello de “el que quiera entender que entienda”. Pero sigamos con la hipótesis de que no es por dureza de corazón que algunos minimizan el valor de la Eucaristía sino por una tentación muy pero muy sutil del maligno que vela nuestros ojos con el velo de finísimo de algunas ideas que parecen tan obvias e inofensivas y resulta que son el smog del alma. El Señor agrega su último argumento, contundente por sí mismo y que no necesita explicaciones sino animarse a probarlo: “porque mi Carne, dice, es la verdadera comida”. Es como cuando uno le dice a sus chicos que se están atragantando con chizitos “eso no es comida”. Verdadera comida es la que no solo es rica sino que asimilamos bien y no contiene nada extra pernicioso. Sólo la Carne de Jesús es buena para todos, todo en ella es asimilable –y más bien nos asimila a nosotros con Él- y nada resulta pernicioso. Comer algo así, en este mundo contaminado, es, además de un gozo, algo indispensable. Y termina el Señor: “Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente”. Es algo nuevo. Hay que abrir la mente. La Eucaristía no es sólo “el pancito que mis papás me hicieron comer al recibir la primera comunión”. Aunque el Señor habla en otro sentido, el que está en el fondo de la palabra “sus padres” es el de todo esquema cultural heredado. Hoy heredamos esquemas que vienen de “otros padres”, pero todo esquema mental tiene padres y todo esquema mental “muere”, salvo el del Evangelio que nos da la buena noticia de que “tenemos permiso para poder recibir la Eucaristía”. Ayer el papa Francisco expresaba esto de “abrir la mente” hablando de “recuperar la memoria”: “Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Cuál es mi memoria? ¿La del Señor que me salva o la del ajo y las cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memoria sacio mi alma? Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que hay muchas ofertas de alimento que no proceden del Señor y que, aparentemente, satisfacen más. Algunos se alimentan del dinero, otros del éxito y de la vanidad, otros del poder y del orgullo. ¡Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es solo el que nos da el Señor! El alimento que el Señor nos ofrece es distinto de los demás, y tal vez no nos parezca tan sabroso como ciertas viandas que el mundo nos ofrece. Entonces soñamos con otras comidas, como los judíos en el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que aquellos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en aquellos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva. Una memoria esclava, no libre. El Padre nos dice: «Te alimenté de maná que tú no conocías». Recuperemos la memoria. Esta es nuestra tarea: recuperar la memoria y aprender a reconocer el pan falso que engaña y corrompe (… y apreciar) el pan vivo que da vida al mundo (…) Vivir la experiencia de la fe significa dejarse alimentar por el Señor y construir la propia existencia no sobre los bienes materiales, sino sobre aquello que no perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo. Hoy, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Y yo? ¿Dónde quiero comer? ¿En qué mesa quiero alimentarme? ¿En la mesa del Señor? ¿O sueño con comer alimentos sabrosos, pero en la esclavitud?”. Corpus 2014 Diego Fares sj