Pascua A 2014

El imperativo de la alegría

 

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“Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana,

María Magdalena y la otra María fueron a visitar el sepulcro.

 

De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Angel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos. El Angel dijo a las mujeres: «Ustedes no teman, yo sé que buscan a Jesús, el que fue Crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba, y vayan a toda prisa a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos, e irá antes que ustedes a Galilea: allí lo verán’. Esto es lo que tenía que decirles.»

 

Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos.

 

De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: «Alégrense.»

Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de él.

Y Jesús les dijo: «No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán» (Mt  28, 1-10).

 

Contemplación

 

“¡Alégrense!”.

Este saludo de Jesús a sus amigas, María Magdalena y María de Cleofás (la esposa del que pudo ser hermano de San José y por eso se la llama “hermana de la Virgen”, en cuanto que era su cuñada –sería raro que dos hermanas tuvieran el mismo nombre ¿no?), el saludo “alégrense”, digo, pasó a ser el modo cristiano de saludar.

Es verdad que se nos volvió un poco abstracto con la fórmula: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con ustedes”. Pero es un lindo saludo.

 

La palabra “gracia”, se puede traducir por “gozo” y “alegría”. Se usa como saludo: “Jaire”. “Salve”, en latín que puede ser un simple “te saludo” o un “alégrate”, como en la Anunciación: “alégrate María”.

 

Así saluda el Señor en la mañana de la Resurrección.

 

Los saludos utilizan las palabras primordiales, que por la costumbre cotidiana se vuelven palabras sin brillo propio, pero su valor fundamental está allí, sosteniendo la amabilidad y el bueno deseo. Como cuando decimos “mucho gusto” o “todo bien”, las palabras fundamentales son palabras lindas, como “gusto” y “bien”.

Jesús conjuga este imperativo de la alegría otorgándole toda la realidad del gozo nuevo e inaudito de la vida resucitada.

Sólo Él tiene derecho a mandarles que se alegren a sus amigas fieles que hasta hace un momento lo lloraban con indecible pena y amargura llena de amor.

¿Quién puede ordenar a otro que se alegre sino es alguien que traiga verdaderamente una buena noticia?

Alégrense dice Jesús, así como el Ángel Gabriel le había dicho a María, el día de la Anunciación, ese saludo primero con que comienza el Evangelio, la buena noticia de Jesucristo.

“Estén siempre alegres” nos mandará Pablo (1 Tes 5, 16). “Alégrense siempre en el Señor” (Fil 4, 4).

 

Ignacio, en los Ejercicios de la cuarta semana, nos hace “pedir gracia para me alegrar y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor” (EE 221). Es imperativo pedir esta alegría: uno puede “poner enfrente la contemplación de la resurrección” y hacerlo “queriéndome afectar y alegrar de tanto gozo y alegría de Cristo nuestro Señor” (EE 229).

 

Se trata, como vemos, de una alegría imperativa. Una alegría que es, paradójicamente, un deber para los cristianos.

 

Tenemos tantos deberes inculcados por nuestra formación…!

 

Casi podríamos decir que hemos “identificado” tristemente todo lo cristiano con un deber, con multitud de “tengo-que” y mandamientos.

“Tendría que rezar más”, “debería ir a misa”, “tengo que tener más paciencia”…

 

Creo que nunca escuché en confesión: “Debería estar siempre alegre” o “Me he alegrado poco”.

 

Si uno confiesa tristeza, la confiesa como una fatalidad que le cayó encima como un manto negro de melancolía, no como un deber no cumplido, como una tarea no bien ejecutada.

Quizás sería mejor decir: “Cumplí mis deberes pero no lo hice alegremente, por eso pido perdón”.

Solemos llegar a hasta confesar que estuvimos quejosos o malhumorados, pero como si fuera el defecto de un estado que debería ser “normal”, neutro, diría, pero sin efusiones.

A quién se le ocurre pensar que se puede estar “siempre –¡siempre!- alegre”.

 

Y menos pensar que se trata de un mandamiento. ¿Acaso me van a venir a decir a mi edad que he estado incumpliendo el principal de los mandamientos, luego de todos los deberes que cumplí siendo que tantos se los pasan por alto? Por supuesto que acepto que si no rezo es culpa mía, pero ¿es culpa mía no estar siempre alegre?

 

Cada uno argumente como le parezca, pero el anzuelo de la resurrección es el mandamiento de la alegría y ya está clavado en nuestra boca: si no produce sonrisas producirá muecas pero con un anzuelo clavado no se puede no mostrar los dientes.

 

¿Qué nos ha pasado que este deber, que debería resonar contagiando su melodía al otro mandamiento, el del amor, para que no vivamos el amor cristiano como la obligación de hacer lo que no nos gusta, es lo único que no interpretamos como mandamiento?

Todas las palabras de Jesús se nos han convertido en exigencias: Tengo que ir a misa, tengo que rezar, tengo que amar, tengo, tenés, tenemos, tienen que!

¿Qué hay de malo en decir: “tengo que alegrarme” o “no tengo que dejarme robar la alegría del evangelio”, como dice Francisco.

 

¿Y si escucháramos a Jesús, en pleno ejercicio de su oficio de consolar, que nos dice: sólo esto les mando, que estén siempre alegres?

 

¿A qué se debe que no vivamos como un mandamiento el alegrarnos, cosa que sería de gran ayuda para gente educada en el cumplimiento del deber, dado que se trataría del “deber más lindo”, como cuando de chicos nos mandan a ver dibujitos para que no fastidiemos a los grandes y resulta que es lo que más queremos?

 

Discierno que, espiritualmente, se trata de una tentación. Ignacio dice que “es propio del mal espíritu militar contra la alegría” y es “propio sólo de Dios dar verdadera alegría”. Puede hacernos bien leer toda la regla: “Propio es de Dios y de sus ángeles en sus mociones dar verdadera alegría y gozo espiritual, quitando toda tristeza y turbación, que el enemigo induce; del cual es propio militar contra la tal alegría y consolación espiritual, trayendo razones aparentes, sutilezas y asiduas falacias (razonamientos que parecen lógicos y son refalsos)” (EE 329).

 

Si todo lo que padeció el Señor fue para lograr comunicarnos “la verdadera alegría», esa que nadie nos podrá quitar, es lógico pensar que toda la estrategia del mal espíritu consista en “militar” contra esa alegría. Un cristianismo al que le han robado la alegría es un cristianismo derrotado, aunque queden todas las otras virtudes. ¡Es tan patético ver la cara de los cristianos más “observantes” que no pecan ni de pensamiento y cumplen hasta el ayuno de los viernes y lo hacen todo sin una chispita de alegría, sin una broma, sin un poco de buen humor…!

 

Ahora, este cristianismo del triste deber (y nunca poder) no es cosa de hace unos años. Dos mil años lleva el demonio “militando” contra la alegría. Se supone que aprendió muchas cosas y que debemos ser astutos para no caer en sus sutilezas y falacias.

Esto de las falacias es clave. Culturalmente, por ejemplo, mucha gente cree que su alegría, dado que es una emoción, es igual a la de su perrito cuando le hacen unas caricias o a la de su canarito que se muestra igualmente entusiasta todas las benditas mañanas. Es verdad que las emociones tienen su asiento en el cerebro límbico o emocional y que el pensamiento abstracto se asienta en el neocortex o racional. Pero lo propio de nuestro cerebro es la “interacción” entre nuestros tres cerebros, no lo que cada uno haría aisladamente.

Lo que quiero decir es que todas nuestras emociones tienen su aspecto racional y la alegría de María Magdalena al escuchar a su Rabbí resucitado le entró por los ojos, los oídos y el cerebro y la invadió afectivamente como una ráfaga de Espíritu encarnado, inundando su mente, sus sentidos, sus emociones y su corazón.

 

Es claro que uno no puede estar siempre alegre si reduce la alegría a la emoción del canarito, pero sí puede si la eleva a la altura de la Belleza del Señor Resucitado, que afecta a nuestro ser entero y hace que un aspecto totalice a los otros.

La alegría del Resucitado puede comenzar por los ojos -“hemos visto al Señor”-, pero inmediatamente “abre la mente”, “hace arder el corazón” y nos emociona –nos mueve al gozo-.

Otras veces puede que no veamos nada y que la alegría parta de la pura fe, de un acto interior de humildad y de sentirnos –precisamente por no sentir nada- tan creaturas que esa convicción nos lleva a adorar y a empequeñecernos y la adoración racional redunda en sentimientos de paz y de alegría creatural que pueden ser de mayor o menor intensidad, pero son alegría sensible también.

 

Para concluir, en esta mañana de Sábado de Gloria, no dejemos de tener en cuenta que la alegría del Evangelio, que tiene por “motivante” a Jesús resucitado, es una alegría con encargo: Alégrense! dice Jesús, y agrega “avisen”: “avisen a mis hermanos que vayan a Galilea y allí me verán”. No se trata de un simple “hola” como de quien pasa de largo sino que es un saludo con misión: anuncien la buena noticia. Se trata, pues, de lo que el papa Francisco llama “la alegría del evangelio”, la alegría de encontrarse con Jesús y de salir corriendo a contarles a los amigos que se podrán encontrar con él en la Galilea del primer amor.

 

Que el Espíritu nos haga obedientes al mandato del Señor y nos alegremos de tanta gloria y gozo de Jesús resucitado para poder alegrar a tantos hermanos y hermanas nuestras que andan medio tristones sin saber que hay Buenas Noticias, como dice el Padre Boasso que decía su amigo Atahualpa Yupanqui cada vez que alguien descorchaba un champán.

 

Diego Fares sj

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