Pascua 2 A 2014

Apertura

llagas

Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo:

– «¡La paz esté con ustedes!».

Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo:

– «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes».

Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió:

– «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan».

Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron:

– «¡Hemos visto al Señor!».

El les respondió:

– «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré».

Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo:

– «¡La paz esté con ustedes!».

Luego dijo a Tomás:

– «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe».

Tomas respondió:

– ¡Señor mío y Dios mío!».

Jesús le dijo:

– «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!» (Jn 20, 19-31).

 

Contemplación

Dando unos ejercicios abiertos en la Iglesia del Socorro, en esta Octava de Pascua, contemplamos el evangelio en que el Señor “abre la mente de los discípulos para que comprendan la Escritura” y, en un momento de silencio, saboreando esta palabra “apertura”, levanté la vista y vi el Cirio: “la apertura son las llagas”, pensé. ‘Cristo ayer y hoy, principio y fin, Alfa y Omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos’.

La apertura está en esa Cruz en la que cada espacio tiene una cifra del año actual y cada punta un clavo de incienso sobre las cuatro llagas, además de la del centro, que es la llaga del corazón abierto del Salvador.

 

Hoy, al leer el evangelio de Tomás, vuelve la imagen fuerte de las cinco llagas como boquetes en la carne y en el tiempo por donde nos entra la Luz y la Gracia desde la interioridad del Señor Resucitado, irrumpiendo en nuestra historia a través de esos cinco  ventanales.

Las llagas son algo más que “heridas”: son signos y aperturas. Signos de que algo pasó una vez, signos históricos que nos recuerdan el momento exacto, el ruido desgarrador y el dolor de los clavos que un soldado martilló sobre las manos y los pies de Jesús. Para bajarlo de la Cruz tuvieron que desclavar al Señor y quedaron las llagas medio abiertas. Llagas que, luego de resucitar, las conservaría así, abiertas, como signo de que no desea que olvidemos lo que pasó aquel día.

 

Hoy que tanto se habla de memoria, esa es la memoria que no debe ser borrada.

 

En el memorial de esas llagas abiertas caben todas las llagas y todo se recuerda de la única manera que una llaga puede ser recordada: todo se recuerda “pacificado por la sangre de Cristo”.

 

Fuera de esas llagas es tan doloroso ver a la gente que ha sufrido queriendo mantener vivo el recuerdo de las llagas de sus seres queridos que para otros, incluso cercanos, se van cerrando y volviendo, en el mejor de los casos algo que queda guardado y se recuerda con veneración de tanto en tanto, y en el peor de los casos, algo totalmente borrado de la vida que sigue, indiferente, su camino hacia adelante.

 

Las llagas de Jesús nos abren al pasado, mantienen abierta la puerta de la historia. Nos permiten ir atrás a recuperar lo que pasó. Nos mantienen en contacto con los que vivieron antes, con lo que vivimos y dejó huella en nosotros.

Sin esta puerta abierta de la memoria nos desdibujamos, perdemos consistencia, el presente nos iguala a todos en el mal sentido, sin perspectiva, sin trayectoria. ¡Hay tanto que reconocer en el pasado, tanto por lo que debemos agradecer!.

 

Si no fuera por lo que duele –por las llagas- creo que al pasado lo olvidaríamos.

Hay algo misterioso en el dolor que hace que el pasado no se pase, no se borre.

Pero, sin Jesús, no es sano volver al dolor pasado durante mucho tiempo. Hay que mirar para adelante, como se dice.

 

Pero si uno entra de la mano de Jesús, de esa mano llagada y resucitada, la cruz del pasado no es tumba sellada sino puerta abierta a la vida. Si uno vuelve de su mano se encuentra con que no hay cadáveres sino resurrección, que la tumba está vacía. La llaga del Señor nos recuerda que allí hubo algo terriblemente doloroso e injusto pero se puede ver a través de la apertura de esa llaga y desembocar a otro lado, a eso que llamamos la Gloria de Dios, a la que se llega “pasando por la Cruz”. Escuchemos bien: “pasando”, no quedándose en la Cruz. Y ¿por dónde se pasa? Por la abertura de las llagas.

 

Que el Señor haya querido dejar abiertas sus cinco heridas es signo de que podemos volver de su mano, no a meter el dedo en la llaga, como quería Tomás, sino a ver a través de ellas el “sentido de todo dolor”. Podemos pasar a interpretar los sufrimientos vividos desde la mirada de Jesús que nos dice: “era necesario que el Mesías padeciera para entrar –escuchemos bien: para “entrar”- en su Gloria.

 

Las llagas del Señor son también apertura al futuro. Nos dicen que habrá que atravesar sufrimientos –escuchemos bien: “atravesar”, no quedar atrapados- para realizar la misión que él nos encomienda, con la esperanza cierta de que Él nos espera con los brazos abiertos. Una mamá que perdió a dos de sus hijos hace unos días le decía a otra que le preguntaba cómo es que estaba serena e incluso con sonrisa en medio de su profundo dolor. Y ella le decía que miraba hacia allí donde se juntaban el cielo y la tierra, y veía ese horizonte como lugar donde un día se iban a encontrar todos juntos, y pedía la gracia de no bajar la mirada. Creo que es el testimonio más cercano que he escuchado en este tiempo de cómo vive alguien esa apertura a la esperanza que brota de una llaga. Hay un lugar –aunque está lejos- en el que la herida no se cierra sino que se abre. Pero no hay que bajar la mirada.

 

Las llagas del Señor Resucitado nos abren al presente, al otro, especialmente al que está herido al borde del camino, en la periferia, como dice Francisco. Esas son llagas que sí podemos manejar, vendar, curar, calmar…

Las llagas del pasado y del futuro nos abren a la contemplación –a agradecer y a esperar-; las llagas del presente nos abren a la acción, son puerta de salida, nos mueven a la caridad y a las obras de misericordia.

 

Es significativo que el Señor “llega estando cerradas las puertas” y muestra la apertura de sus manos, de sus pies y de su Costado herido. De esa apertura brota la paz. Una paz de tener el pasado perdonado y el futuro asegurado que nos permite dedicarnos por entero a curar todas las llagas actuales sin culpas y sin miedos.

 

Diego Fares sj

 

 

 

 

 

 

 

 

Pascua A 2014

El imperativo de la alegría

 

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“Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana,

María Magdalena y la otra María fueron a visitar el sepulcro.

 

De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Angel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos. El Angel dijo a las mujeres: «Ustedes no teman, yo sé que buscan a Jesús, el que fue Crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba, y vayan a toda prisa a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos, e irá antes que ustedes a Galilea: allí lo verán’. Esto es lo que tenía que decirles.»

 

Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos.

 

De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: «Alégrense.»

Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de él.

Y Jesús les dijo: «No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán» (Mt  28, 1-10).

 

Contemplación

 

“¡Alégrense!”.

Este saludo de Jesús a sus amigas, María Magdalena y María de Cleofás (la esposa del que pudo ser hermano de San José y por eso se la llama “hermana de la Virgen”, en cuanto que era su cuñada –sería raro que dos hermanas tuvieran el mismo nombre ¿no?), el saludo “alégrense”, digo, pasó a ser el modo cristiano de saludar.

Es verdad que se nos volvió un poco abstracto con la fórmula: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con ustedes”. Pero es un lindo saludo.

 

La palabra “gracia”, se puede traducir por “gozo” y “alegría”. Se usa como saludo: “Jaire”. “Salve”, en latín que puede ser un simple “te saludo” o un “alégrate”, como en la Anunciación: “alégrate María”.

 

Así saluda el Señor en la mañana de la Resurrección.

 

Los saludos utilizan las palabras primordiales, que por la costumbre cotidiana se vuelven palabras sin brillo propio, pero su valor fundamental está allí, sosteniendo la amabilidad y el bueno deseo. Como cuando decimos “mucho gusto” o “todo bien”, las palabras fundamentales son palabras lindas, como “gusto” y “bien”.

Jesús conjuga este imperativo de la alegría otorgándole toda la realidad del gozo nuevo e inaudito de la vida resucitada.

Sólo Él tiene derecho a mandarles que se alegren a sus amigas fieles que hasta hace un momento lo lloraban con indecible pena y amargura llena de amor.

¿Quién puede ordenar a otro que se alegre sino es alguien que traiga verdaderamente una buena noticia?

Alégrense dice Jesús, así como el Ángel Gabriel le había dicho a María, el día de la Anunciación, ese saludo primero con que comienza el Evangelio, la buena noticia de Jesucristo.

“Estén siempre alegres” nos mandará Pablo (1 Tes 5, 16). “Alégrense siempre en el Señor” (Fil 4, 4).

 

Ignacio, en los Ejercicios de la cuarta semana, nos hace “pedir gracia para me alegrar y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor” (EE 221). Es imperativo pedir esta alegría: uno puede “poner enfrente la contemplación de la resurrección” y hacerlo “queriéndome afectar y alegrar de tanto gozo y alegría de Cristo nuestro Señor” (EE 229).

 

Se trata, como vemos, de una alegría imperativa. Una alegría que es, paradójicamente, un deber para los cristianos.

 

Tenemos tantos deberes inculcados por nuestra formación…!

 

Casi podríamos decir que hemos “identificado” tristemente todo lo cristiano con un deber, con multitud de “tengo-que” y mandamientos.

“Tendría que rezar más”, “debería ir a misa”, “tengo que tener más paciencia”…

 

Creo que nunca escuché en confesión: “Debería estar siempre alegre” o “Me he alegrado poco”.

 

Si uno confiesa tristeza, la confiesa como una fatalidad que le cayó encima como un manto negro de melancolía, no como un deber no cumplido, como una tarea no bien ejecutada.

Quizás sería mejor decir: “Cumplí mis deberes pero no lo hice alegremente, por eso pido perdón”.

Solemos llegar a hasta confesar que estuvimos quejosos o malhumorados, pero como si fuera el defecto de un estado que debería ser “normal”, neutro, diría, pero sin efusiones.

A quién se le ocurre pensar que se puede estar “siempre –¡siempre!- alegre”.

 

Y menos pensar que se trata de un mandamiento. ¿Acaso me van a venir a decir a mi edad que he estado incumpliendo el principal de los mandamientos, luego de todos los deberes que cumplí siendo que tantos se los pasan por alto? Por supuesto que acepto que si no rezo es culpa mía, pero ¿es culpa mía no estar siempre alegre?

 

Cada uno argumente como le parezca, pero el anzuelo de la resurrección es el mandamiento de la alegría y ya está clavado en nuestra boca: si no produce sonrisas producirá muecas pero con un anzuelo clavado no se puede no mostrar los dientes.

 

¿Qué nos ha pasado que este deber, que debería resonar contagiando su melodía al otro mandamiento, el del amor, para que no vivamos el amor cristiano como la obligación de hacer lo que no nos gusta, es lo único que no interpretamos como mandamiento?

Todas las palabras de Jesús se nos han convertido en exigencias: Tengo que ir a misa, tengo que rezar, tengo que amar, tengo, tenés, tenemos, tienen que!

¿Qué hay de malo en decir: “tengo que alegrarme” o “no tengo que dejarme robar la alegría del evangelio”, como dice Francisco.

 

¿Y si escucháramos a Jesús, en pleno ejercicio de su oficio de consolar, que nos dice: sólo esto les mando, que estén siempre alegres?

 

¿A qué se debe que no vivamos como un mandamiento el alegrarnos, cosa que sería de gran ayuda para gente educada en el cumplimiento del deber, dado que se trataría del “deber más lindo”, como cuando de chicos nos mandan a ver dibujitos para que no fastidiemos a los grandes y resulta que es lo que más queremos?

 

Discierno que, espiritualmente, se trata de una tentación. Ignacio dice que “es propio del mal espíritu militar contra la alegría” y es “propio sólo de Dios dar verdadera alegría”. Puede hacernos bien leer toda la regla: “Propio es de Dios y de sus ángeles en sus mociones dar verdadera alegría y gozo espiritual, quitando toda tristeza y turbación, que el enemigo induce; del cual es propio militar contra la tal alegría y consolación espiritual, trayendo razones aparentes, sutilezas y asiduas falacias (razonamientos que parecen lógicos y son refalsos)” (EE 329).

 

Si todo lo que padeció el Señor fue para lograr comunicarnos “la verdadera alegría», esa que nadie nos podrá quitar, es lógico pensar que toda la estrategia del mal espíritu consista en “militar” contra esa alegría. Un cristianismo al que le han robado la alegría es un cristianismo derrotado, aunque queden todas las otras virtudes. ¡Es tan patético ver la cara de los cristianos más “observantes” que no pecan ni de pensamiento y cumplen hasta el ayuno de los viernes y lo hacen todo sin una chispita de alegría, sin una broma, sin un poco de buen humor…!

 

Ahora, este cristianismo del triste deber (y nunca poder) no es cosa de hace unos años. Dos mil años lleva el demonio “militando” contra la alegría. Se supone que aprendió muchas cosas y que debemos ser astutos para no caer en sus sutilezas y falacias.

Esto de las falacias es clave. Culturalmente, por ejemplo, mucha gente cree que su alegría, dado que es una emoción, es igual a la de su perrito cuando le hacen unas caricias o a la de su canarito que se muestra igualmente entusiasta todas las benditas mañanas. Es verdad que las emociones tienen su asiento en el cerebro límbico o emocional y que el pensamiento abstracto se asienta en el neocortex o racional. Pero lo propio de nuestro cerebro es la “interacción” entre nuestros tres cerebros, no lo que cada uno haría aisladamente.

Lo que quiero decir es que todas nuestras emociones tienen su aspecto racional y la alegría de María Magdalena al escuchar a su Rabbí resucitado le entró por los ojos, los oídos y el cerebro y la invadió afectivamente como una ráfaga de Espíritu encarnado, inundando su mente, sus sentidos, sus emociones y su corazón.

 

Es claro que uno no puede estar siempre alegre si reduce la alegría a la emoción del canarito, pero sí puede si la eleva a la altura de la Belleza del Señor Resucitado, que afecta a nuestro ser entero y hace que un aspecto totalice a los otros.

La alegría del Resucitado puede comenzar por los ojos -“hemos visto al Señor”-, pero inmediatamente “abre la mente”, “hace arder el corazón” y nos emociona –nos mueve al gozo-.

Otras veces puede que no veamos nada y que la alegría parta de la pura fe, de un acto interior de humildad y de sentirnos –precisamente por no sentir nada- tan creaturas que esa convicción nos lleva a adorar y a empequeñecernos y la adoración racional redunda en sentimientos de paz y de alegría creatural que pueden ser de mayor o menor intensidad, pero son alegría sensible también.

 

Para concluir, en esta mañana de Sábado de Gloria, no dejemos de tener en cuenta que la alegría del Evangelio, que tiene por “motivante” a Jesús resucitado, es una alegría con encargo: Alégrense! dice Jesús, y agrega “avisen”: “avisen a mis hermanos que vayan a Galilea y allí me verán”. No se trata de un simple “hola” como de quien pasa de largo sino que es un saludo con misión: anuncien la buena noticia. Se trata, pues, de lo que el papa Francisco llama “la alegría del evangelio”, la alegría de encontrarse con Jesús y de salir corriendo a contarles a los amigos que se podrán encontrar con él en la Galilea del primer amor.

 

Que el Espíritu nos haga obedientes al mandato del Señor y nos alegremos de tanta gloria y gozo de Jesús resucitado para poder alegrar a tantos hermanos y hermanas nuestras que andan medio tristones sin saber que hay Buenas Noticias, como dice el Padre Boasso que decía su amigo Atahualpa Yupanqui cada vez que alguien descorchaba un champán.

 

Diego Fares sj

Jueves Santo A 2014

Hagan como Yo he hecho con ustedes

Papa-Francisco-misa-jueves-santo      Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un recipiente y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido.

Llega a Simón Pedro; éste le dice: “Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?”

Jesús le respondió: “Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde.”

Le dice Pedro: “No me lavarás los pies jamás.”

Jesús le respondió: “Si no te lavo, no tienes parte conmigo.“

Le dice Simón Pedro:”Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza.”

Jesús le dice: “El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y ustedes están limpios, aunque no todos.” Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: ‘No están limpios todos.’

Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: “¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Porque les he dado ejemplo, para que también ustedes hagan como yo he hecho con ustedes. En verdad, en verdad les digo: no es más el servidor que su patrón, ni el enviado más que el que le envía. Sabiendo esto, serán dichosos si lo hacen (Jn 13, 1 ss.).

 

Contemplación

 

“Hagan”. El cristianismo que Jesús nos encomienda –su seguimiento- es acción.

No sólo “reciban” –la eucaristía, el lavado de pies, el perdón del Espíritu Santo- sino “hagan”. Hagan la Eucaristía, laven los pies, perdonen los pecados.

 

Ser amigos de Jesús, ser sus discípulos no es cuestión, en primer lugar, de sentimientos y de doctrina sino de acción. Pero no de cualquier activismo sino de realizar las acciones de Jesús, de hacer como él hizo por nosotros.

 

Por eso nuestras obras de caridad ayudan a la fe, porque en ellas “hacemos” lo que Jesús haría hoy, lo que de hecho hace gracias a nuestras manos: dar de comer al que tiene hambre, hospedar al que está en la calle, visitar y cuidar al que está enfermo, vestir al que anda con ropa vieja, dar de beber al que tiene sed, visitar al que cayó en la cárcel…

 

Las obras de misericordia son eso “obras”. No es que las obras vayan contra los sentimientos y las palabras. Todo lo contrario: haciendo esas obras los sentimientos se ordenan y salen las palabras justas. “No el que me dice Señor Señor entrará en el reino de los cielos sino el que hace la voluntad de mi Padre”. Hurtado lo decía en criollo cuando hablaba de “escuchar al que hace” y no perder tiempo con los opinadores, con los criticones y diletantes. El que más trabaja y el que mejor sirve es el que va teniendo más y mejores razones.

 

Si cada uno mira el trabajo que hace con más gusto y con más amor, verá cómo allí ha integrado su cruz y su alegría, su grado de humildad y el poder que puede ejercer bien, lo que sabe y lo que tiene que preguntar a otro. Es que el trabajo manda.

 

Hoy en día esto es especialmente consolador. Es como un bálsamo que Jesús nos diga: no necesito que me digas nada sino que hagas algo. No quiero examinarte en la doctrina ni saber qué sentís. Lo primero es si querés darme una mano, venir conmigo y hacer lo que yo hago. ¿Querés ayudarme a lavar los pies? Después charlamos de lo que pensás y sentís.

 

Entramos en la Pasión haciendo profundo silencio a ver, a contemplar –a bebernos con los ojos, ojos que escuchan- todo lo que Jesús hizo por nosotros.

Besamos el crucifijo y decimos “por mí”, como nos dijo Francisco. Lo besamos y decimos, “gracias Jesús, lo hiciste por mí”.

 

Ignacio, en uno de los coloquios de la primera semana, nos hace hablar con Jesús “como un amigo habla con su amigo” haciendo así: “Imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en cruz, hacer un coloquio; cómo de Creador ha venido a hacerse hombre, y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados. Otro tanto, mirándome a mí mismo, lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo; y así viéndole tal, y así colgado en la cruz, discurrir por lo que se ofreciere” (EE 53).

 

Como vemos todo se centra en el “hacer”: lo que Jesús ha hecho por mí y lo que yo he hecho, hago y debo hacer por él. En los últimos ejercicios que hicimos los jesuitas, el predicador decía que era consolador esto de “hacer” porque nos permitía reivindicar ante el Señor cosas que hemos hecho por él. No nos preguntaba con qué sentimientos las habíamos hecho ni cuánta generosidad habíamos tenido sino simplemente si las habíamos hecho

 

¿Qué he hecho yo por Él y por sus pequeñitos?

¡Cuántas cosas puede decir una mamá que ha hecho en su vida por sus hijos! Y un padre, ¡cuánto ha trabajado! Un sacerdote ¡cuántas Eucaristías “hechas en memoria suya”, cuantos pecados perdonados, cuántos bautismos, cuántas visitas a los enfermos y limosnas a los pobres…!

 

¿Y qué ha hecho Jesús por mí?

Jesús ha hecho todo y todo lo ha hecho bien. La clave de nuestra vida es ir descubriendo cómo Jesús lo ha planeado todo para mi bien, para ganarme el corazón, para quitarme los miedos, para perdonarme y ponerme de pie, para enseñarme, para ir haciéndome más comunitario, más integrado al bien común que él hace con los demás…

En la oración puedo descubrir, maravillado, de cuántos males me salvó el Señor, cuántas cosas que dañé las reparó, cuántas oportunidades me brindó de nuevo, cada vez que desperdicié una y cómo me invita cada día a comenzar de nuevo, a dar un pasito adelante en su seguimiento.

 

Una anécdota, como siempre:

 

Ayer, viniendo de dar clase en un subte atestado quedé cerca de una pareja de menos de cuarenta años, creo, que venía charlando amigablemente ya desde antes de subir. Yo estaba de espalda y venía pensando en Francisco que me acababa de llamar por teléfono hacía dos horas y escuché con sorpresa la frase del que reconocí como el marido porque le había escuchado la voz antes de subir: “¿te imaginás al papa en el subte?”. Estábamos a medio metro pero en esa situación de subte lleno en el que vas como flotando en un mar de cabezas mientras los cuerpos se abren paso a pequeños empujones y forcejeos y me sorprendió la coincidencia de pensamientos. Como bajamos ahí nomás en Pueyrredón los seguí y les dije que los había escuchado y les pregunté los nombres y si eran amigos de Jorge. Con mucha sencillez me dijeron que: “no, pero emociona sentirlo tan cercano”. “A mí, me emociona todo lo que hace, cada vez que lo escucho, me hace llorar”, dijo la esposa. Seguimos charlando mientras subíamos por la escalera mecánica y nos despedimos con una sonrisa al salir a la calle.

Ese “me emociona todo lo que hace” me quedó resonando. Y si él que es el papa… hace estas cosa, también nosotros seremos dichosos si las hacemos, como dice el Señor.

 

Diego Fares sj

 

 

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Domingo de Ramos 2014

Los mandados de Jesús

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Cuando se aproximaron a Jerusalén, al llegar a Betfagé, junto al monte de los Olivos envió Jesús a dos discípulos, diciéndoles: «Vayan al pueblo que está enfrente de ustedes, y enseguida encontrarán un asna atada y un pollino con ella; desátenlos y tráiganmelos. Y si alguien les dice algo, dirán: El Señor los necesita, pero enseguida los devolverá. »

Esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del profeta:

Digan a la hija de Sión:

Mira que tu Rey viene a ti,

manso y montado en un asna y un pollino,

hijo de animal de yugo.

Fueron, pues, los discípulos e hicieron como Jesús les había encargado: trajeron el asna y el pollino. Luego pusieron sobre ellos sus mantos, y él se sentó encima.

La gente, muy numerosa, extendió sus mantos por el camino; otros cortaban ramas de los árboles y las tendían por el camino. Y la gente que iba delante y detrás de él gritaba:

« ¡Hosanna al Hijo de David!

¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

¡Hosanna en las alturas! »

Y al entrar él en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. « ¿Quién es éste?»  decían.

Y la gente decía: « Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea » (Mt 21, 1-11).

 

Contemplación

Jesús entra en Jerusalén “manso y montado en un asna y un burrito”. Les mandó decir a los dueños que se lo presten, que “los necesita y se los mandará de vuelta enseguida”.

Es un pedido como los que hace la gente humilde: “prestame que necesito. Te lo devuelvo enseguida”. La palabra que usa es “aposteilo” – la misma que usa para sus “enviados”, los apóstoles: aquí es “les mando de vuelta el asna y el burrito”. Son “los mandados  de Jesús”.

Este año, el lema de la jornada de la juventud que se celebra el domingo de Ramos es “felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3). El Papa dijo en su mensaje a los jóvenes: “Los pobres –y este es el tercer punto– no sólo son personas a las que les podemos dar algo. También ellos tienen algo que ofrecernos, que enseñarnos. ¡Tenemos tanto que aprender de la sabiduría de los pobres!”.

Y se me ocurre que una cosa es esta de “los mandados”. Siempre me sorprende en el Hogar la disponibilidad que tiene la mayoría de los más pobres para hacer un mandado en el momento mismo en que les pido. Con otras personas me cuesta más, por ahí llamo a un colaborador y me dice “ya voy”, pero tarda un rato, porque está ocupado en otras cosas. Los pobres que ayudan también están ocupados, pero apenas les digo “podés venir un momento”, dejan todo y vienen “inmediatamente”, como dice Jesús. Es que no consideran “las cosas que están haciendo” como suyas. El jueves que había paro, al ir llegando al Hogar vimos que no había pasado el camión de la basura. Les pedí ahí nomás a los que estaban en la cola para el desayuno si me daban una mano para llevar las bolsas hasta uno de esos volquetes nuevos que están a una cuadra. Dos me siguieron antes de ver bien lo que había que hacer, ahí nomás se les sumaron otros tres y a dos que los vi hacerse los desentendidos, cuando volvíamos para una segunda tanda (porque era mucha basura), ya estaban viniendo con algunas bolsitas en la mano.

Hace unos días también tuve una situación con esto de los mandados. Uno de los huéspedes se había enojado mucho porque decía que lo mandaban siempre a él a las tareas y a otros no  y que lo habían tratado mal. Me esperaba porque “quería hablar con el director”. Lo escuché un rato y dejé que me contara todo y cuando terminó con sus quejas (que como yo hacía silencio repitió dos o tres veces) le pregunté: “Y ¿qué era lo que te mandaron?”. Puso cara de “qué tiene que ver” y dijo “a lavar los platos”. Yo puse todo el énfasis que pude y le dije ¡¿Lavar los platos?! En el Hogar lavar los platos es un honor!. Te cuento que el otro día tuve que reemplazar en la cocina a Favio que se tenía que ir al médico y no había otro y me tocó lavar una olla. No sabés lo contento que estuve lavando esa olla. Hacía como un año que no lavaba una. Varios me ofrecieron deje padre, pero yo la lavé con gusto… Yo iba hablando  y de golpe lo miro y me doy cuenta de que le caía una lágrima. ¡Una lágrima! Una sola. Se la enjugó con la manga y me dijo: No padre, yo estuve mal. No fue que me forrearon. Yo fui mal, estaba con bronca. Ya está. Ya entendí.

Hay otras personas que para que hagan una tarea que no les gusta mucho o que les pidieron de improviso uno les puede explicar horas y hasta años enteros por qué conviene que hagan algo y siempre hay un sí, pero… en el fondo me estás usando. Como soy de esas personas y muchas veces, cuando estoy entre pares, me fijo quién es el que me pide y si no le toca a otro, no tengo empacho en decir que en esto los pobres me enseñan (nos enseñan, si queremos aprender). Nos enseñan la pobreza de espíritu que tiene su termómetro en la rapidez y el gusto con que uno “hace los mandados”.

Me animaría a decir que así como el amor se nota en la alegría (tanto amo cuanto estoy alegre) y la humildad en las humillaciones (la medida de mi humildad la da la medida de las humillaciones que soy capaz de soportar sin hacer caras ni reclamos), así la pobreza de espíritu se nota en la prontitud para los mandados, especialmente esos imprevistos que me hace cualquiera en cualquier momento.

 

En la oración del Huerto, todo el diálogo del Señor con el Padre es acerca de este tema: “No se haga lo que yo quiero sino lo que tú quieres”. “Si es posible, que pase y se aleje de mí este cáliz, pero si no puede pasar sin que yo lo beba que se haga tu voluntad”.

Y así como él está atento a “los mandados del Padre” quiere que sus amigos estén atentos a los suyos: le encanta que le pregunten “donde quieres que te preparemos la cena de Pascua” y, cuando está rezando en el Huerto, les manda que lo acompañen, que le estén cerca, rezando a su lado. Les reprocha que no hayan podido velar una hora con él, en ese momento tan importante, el más importante de la historia. Sin embargo el reproche es de amigo y más por ellos mismos que por él, para que saquen enseñanza y no se pierdan las oportunidades grandes de mostrar su amor en pequeños mandados.

El Cirineo puede ser ejemplo de estos “pobres” que pasan por allí y les encajan la cruz como mandado: lo forzaron, dice Mateo, a que llevara la cruz. En general son los pobres quienes se ven “forzados” a llevar la cruz. Otros sabemos zafar. La cuestión es que el Cirineo –más forzado o menos- quedó como ejemplo en esto de los mandados en los que, sin saberlo, estamos ayudando al mismo Jesús.

También podemos reflexionar en los otros “mandatos”: los de los que le dicen al Señor: “Bajate de la cruz”. Esos no los obedece. Y eso que “hasta los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban.

José de Arimatea siente el “mandato” interior de hacerse cargo del cuerpo del Señor y se anima a pedírselo a Pilato. María Magdalena y la otra María, “se quedaron allí sentadas enfrente al sepulcro”. Eran las más pobres de espíritu y por eso fueron las primeras mandadas por el Señor resucitado: “Vayan, anuncien a mis discípulos que vayan a Galilea, que allí me verán”.

El ser apóstoles tiene que ver con esta “actitud existencial” de ser pobre de espíritu que se concreta en un estar pronto para los mandados. Eso es lo que hoy llamamos “voluntariado”: la gente que se ofrece para colaborar en lo que se le mande, en lo que haga falta. Es el sentido del voluntariado: así como el sentido social se ve en la capacidad para conmoverse y sentir lo que les pasa a los otros como propio, el sentido del voluntariado se ve en la prontitud para los mandados, lo que en el lenguaje de San Ignacio se llama “disponibilidad”.

La petición al Rey eterno que entra en Jerusalén será: “pedir gracia a nuestro Señor para que no sea sordo a su llamamiento, mas presto y diligente para cumplir su santísima voluntad” (EE 92).

Esta prontitud para los mandados Ignacio la ejemplificaba con “dejar la letra comenzada”. Cuando te pedían algo, si uno estaba escribiendo una carta, ser capaces de dejar no sólo la carta o la frase sino “la letra comenzada”.

Diego Fares sj

 

Cuaresma 5 A 2014

Las tardanzas del Señor

 

Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su her­mana Marta. María era la misma que había ungido con perfume al Señor y enjugado sus pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las herma­nas enviaron a decir a Jesús: «Señor, el que amas, está enfermo.» Al oír aquella frase, Jesús dijo:

«Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios,

para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»

Jesús amaba con predilección a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaban.

 

Después les dijo a sus discípulos: «Volvamos a Judea.» Ellos le dijeron: «Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y quieres volver allá?»  Jesús les respondió: «¿Acaso no son doce la horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él.» Después agregó: «Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo.» Le dijeron: «Señor, si duerme, se curará.» Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces les dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo.» Entonces, Tomás, el Mellizo, como le apodaban, les dijo a los otros “Vayamos también nosotros a morir con él.»

 

Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania quedaba de Jerusalén sólo a unos tres kilómetros y muchos judíos habían venido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano.

Al enterarse Marta de que Jesús llegaba, salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Al verlo le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aún ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas.» Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.» Ella le respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.»

Jesús le dijo:

«Yo soy la Resurrección y la Vida.

El que cree en mí, aunque muera, vivirá;

y todo el que vive y cree en mí,

no morirá para siempre.

¿Crees esto?»

Le respondió:

«Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías,

el Hijo de Dios, el que viene al mundo.»

Entonces, sin decir más, lo dejó y fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: «El Maestro está aquí y te llama». Al oír esto, se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde yo lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a su hermana, al ver que ella se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí.

María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo,

se postró a sus pies y le dijo:

«Señor, si hubieras estado aquí,

mi hermano no habría muerto.»

Jesús, al verla llorar a ella,

y también a los judíos que la acompañaban,

se estremeció en su espíritu y se conturbó, y preguntó:

«¿Dónde lo pusieron?».

Le respondieron: «Ven, Señor, y lo verás.»

Y Jesús lloró.

Los judíos dijeron: «¡Cómo lo amaba!»

Pero algunos decían:«Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento,¿no podría impedir que Lázaro muriera?»

Jesús, conmoviéndose nuevamente,

llegó al sepulcro,

que era una cueva con una piedra encima,

y dijo: «Quiten la piedra.»

Marta le dijo:

«Señor, huele mal;

ya hace cuatro días que está muerto.»

Jesús le dijo:

«¿No te he dicho que si crees,

verás la gloria de Dios?»

Entonces quitaron la piedra,

y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo:

«Padre, te doy gracias porque me oíste.

Yo sé que siempre me oyes,

pero le he dicho por esta gente que me rodea,

para que crean que tú me has enviado.»

Después de decir esto,

gritó con voz fuerte:

«¡Lázaro, ven afuera!»

El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas,

y el rostro envuelto en un sudario.

Jesús les dijo: «Desátenlo para que pueda caminar.»

Al ver lo que hizo Jesús,

muchos de los judíos que habían venido a la  casa

creyeron en él.

(Juan            11, 1-45).

 

Contemplación

Si algo llama la atención en el evangelio de Lázaro es el tiempo. Iba a decir “el manejo del tiempo”, pero no se trata de un manejo. Jesús vive su tiempo de una manera única, única pero compartible. El Señor “padece” el tiempo y también lo “transfigura”.

Es verdad que el tiempo es de Dios, como bien dice el Papa Francisco, pero Jesús deja bien claro que es el Padre el dueño de su hora. Y que Él, como hombre, está bien atento a la hora del Padre, a hacer las cosas cuando es el momento oportuno. Podríamos decir que vive su tiempo “desde nuestra orilla”. Con una conciencia especialísima, es verdad, pero que no lo hace omnipotente sino todo lo contrario: el Señor obedece a los tiempos del Padre y tiene paciencia también y respeta los tiempos de cada uno.

Lo primero que le llama la atención a Juan es que Jesús deje pasar dos días desde que recibe el mensaje de Marta y María hasta que se pone en camino. Juan lo hace notar diciendo que:“Jesús amaba con predilección a Marta, a su hermana y a Lázaro” Y, “ sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaban”.

Luego es también de notar cómo piensa el Señor dos dificultades: una la que viene de la persecución y la otra la de la muerte. Los discípulos se asombran de que quiera regresar a Jerusalén. Estamos en el peor momento, le dicen (creo que a eso apunta la frase que está en un presente especial: “”ahora trataban de apedrearte y otra vez vas allá?”). El Señor responde con otra alusión al tiempo: “¿No son doce las horas del día? Si uno camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo, pero si uno camina de noche, tropieza porque le falta la luz”. Es una frase medio enigmática. Sin consultar a los exegetas me parece que el sentido es que Jesús vive la hora del Padre: sabe que antes de su hora nadie le va ha hacer nada.

Inmediatamente vemos otra manera especial del Señor de vivir el tiempo en su carácter más inquietante: la muerte. El Señor la toma como un sueño: “Lázaro, nuestro amigo, está dormido”. Como ve que no le entienden, deja de lado su lenguaje misterioso y les dice claramente: “Lázaro murió”. Y les revela por qué esperó dos días: “me alegro de no haber estado allí para que ustedes crean”.

¿Qué podemos sacar de provecho en esta manera de vivir el tiempo que manifiesta Jesús con sus actitudes y palabras?

Me impresiona que diga que se alegra de no haber estado con Lázaro en el momento de su muerte. Después sabemos que llorará. No se trata por tanto de una estrategia precalculada para producir un efecto. La verdad es que el Señor está centrado en dos cosas: una la Gloria del Padre; la otra, que se afiance en los suyos la fe en él.

En la oración que hace al Padre antes de resucitar a Lázaro, explicita con claridad su intención: “Te doy gracias Padre porque me oíste. Yo ya sabía que siempre me oyes, pero lo dije por esta gente que me rodea, a fin de que crean que tú me enviaste”.

También podemos ver la misma pedagogía en lo de hacer esperar a las hermanas: “Si hubieras estado aquí mi hermano no habría muerto”, le dicen Marta y María, como reprochándole su tardanza.

Al poner esta palabra, luego de las idas y vueltas de las reflexiones anteriores, creo que encontré la palabra justa. ¡Las tardanzas del Señor! Este es quizás el problema de la fe: las tardanzas del Señor (y sus apuros). Creemos en él pero vivimos en tiempos distintos. Por eso muchas veces no lo vemos. Es que llegamos tarde al sitio por donde ya pasó, donde esperaba a que acudiéramos. O nos apuramos: no terminamos de aguantar un proceso y nos vamos antes de que el Señor haga su obra.

Me animaría a decir que “más que estar atentos al “qué”, de lo que quiere el Señor, tenemos que estar atentos al “cuando”.

Aunque ningún indicio exterior de señales de que Jesús puede todo, porque nada es imposible para Dios, incluso “resucitar a un muerto”, si actuamos en su nombre cuando él nos indica, veremos sus milagros. Recordemos el pasaje de la pesca milagrosa: “echen las redes”, aunque no sea la hora. Pedro es el que las echa al lago obediente en la fe.

Es que no hacen falta condiciones exteriores (que son las que nosotros vemos). Jesús mismo crea las condiciones para que se hagan las cosas con su presencia: “Yo soy la resurrección y la vida”. Es decir: no es que “haya o vaya a haber algo así como una resurrección que se pueda predecir o avizorar”. Lo único “visible” es Jesús –el Pan de vida, la Eucaristía-. Si él está, hay vida, la muerte es un sueño, la cruz es salvación, todo lo que pasa es admirable y el tiempo es tiempo de gracia, kairos, momento justo y oportuno.

Las cosas, en ese “día de doce horas de luz” que Jesús lleva puesto como un vestido transfigurado, son “para que creamos en él, para dar gracias al Padre que siempre escucha a su Hijo y nos salva”.

 

El papa Francisco dice que “el tiempo es superior al espacio”. El tiempo humano, pero, sobre todo, el tiempo de Jesús.

Al describir la tentación de la acedia el papa la refiere al tiempo vivido de manera egoísta:

“Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica, y tratan de esca­par de cualquier compromiso que les pueda qui­tar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy difícil, por ejemplo, conseguir catequistas capacitados para las parroquias y que perseveren en la tarea durante varios años. Pero algo semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo personal. Esto frecuentemente se debe a que las personas necesitan imperiosamente pre­servar sus espacios de autonomía (EG 81).

 

Vemos cómo la obsesión por el tiempo propio en realidad es por un “espacio propio”, porque la verdad es que nadie puede poseer un “tiempo propio”. Mientras se nos regala el tiempo (y no le podemos agregar ni un minuto a nuestra vida) podemos poseer “espacios” y “cosas”, pero no el tiempo mismo.

En cambio, cuando dejamos las cosas propias y ponemos nuestro tiempo a disposición del Señor (que ya lo tiene a su disposición pero le encanta que uno se lo regale libre y alegremente), sentimos su influencia benéfica y nuestro tiempo se plenifica.

Cuando lo queremos poseer se nos escurre como viento entre los dedos, cuando lo regalamos se ensancha y se vuelve más intenso y fecundo.

 

También habla el Papa de una acedia “por no saber esperar”:

“Otros caen en la acedia por no saber esperar y querer dominar el ritmo de la vida. El inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que los agentes pastorales no toleren fácil­mente lo que signifique alguna contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz” (EG 82).

Aquí la tentación es querer controlar el tiempo. Ya que no podemos “poseerlo” pretendemos controlarlo: planificamos, organizamos, nos fijamos metas…, y cuando algo no sale como queremos nos entristecemos.

Sepamos que es esencial al tiempo de Jesús que Él de los frutos cuando quiera, como cuando se le ocurrió pedirle higos a la higuera aunque no era el tiempo de los higos. Cuando quiera el vendrá a resucitar a Lázaro: basta que le hagamos saber: “el que tu amas se ha enfermado”.

Esta tentación de “controlar” el tiempo, en vez de gozar sabiendo que el Señor dispone las cosas como le parece mejor, va junto con otra que consiste en “apurar” los tiempos de Dios: “El mal espíritu de la derrota es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica” (EG 85).

 

Como decía el beato Pedro Fabro: « El tiem­po es el mensajero de Dios » (EG 171). Por eso, contemplar los tiempos que se toma Jesús –sus tardanzas que son paciencia para que maduremos-, es equivalente a “ser evangelizados”, a recibir sus “mensajes”.

 

Transcribo a continuación los puntos en que el Papa Francisco trata este tema porque pienso que pueden ser de más provecho una vez que hemos visto la importancia que tiene “el tiempo de Jesús”:

 

El tiempo es superior al espacio (EG 222-225)

Hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite. La plenitud provoca la voluntad de poseerlo todo, y el límite es la pared que se nos pone delante. El « tiempo », ampliamente consi­derado, hace referencia a la plenitud como expre­sión del horizonte que se nos abre, y el momento es expresión del límite que se vive en un espacio acotado. Los ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del momento y la luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos abre al fu­turo como causa final que atrae. De aquí surge un primer principio para avanzar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio.

Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmedia­tos.

Ayuda a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad.

Es una in­vitación a asumir la tensión entre plenitud y lí­mite, otorgando prioridad al tiempo.

Uno de los pecados que a veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos. Darle prioridad al espacio lleva a enloquecerse para tener todo resuelto en el presente, para in­tentar tomar posesión de todos los espacios de poder y autoafirmación. Es cristalizar los pro­cesos y pretender detenerlos. Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios. El tiempo rige los espacios, los ilu­mina y los transforma en eslabones de una ca­dena en constante crecimiento, sin caminos de retorno. Se trata de privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e in­volucran a otras personas y grupos que las desa­rrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos. Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad.

A veces me pregunto quiénes son los que en el mundo actual se preocupan realmente por generar procesos que construyan pueblo, más que por obtener resultados inmediatos que pro­ducen un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no construyen la plenitud humana. La historia los juzgará quizás con aquel criterio que enunciaba Romano Guardini: « El único patrón para valorar con acierto una época es preguntar hasta qué punto se desarrolla en ella y alcanza una auténtica razón de ser la plenitud de la existencia humana, de acuerdo con el carácter peculiar y las posibilidades de dicha época ».

Este criterio también es muy propio de la evangelización, que requiere tener presente el horizonte, asumir los procesos posibles y el ca­mino largo. El Señor mismo en su vida mortal dio a entender muchas veces a sus discípulos que había cosas que no podían comprender toda­vía y que era necesario esperar al Espíritu Santo (cf. Jn 16,12-13). La parábola del trigo y la cizaña (cf. Mt 13,24-30) grafica un aspecto importan­te de la evangelización que consiste en mostrar cómo el enemigo puede ocupar el espacio del Reino y causar daño con la cizaña, pero es venci­do por la bondad del trigo que se manifiesta con el tiempo”.

Diego Fares sj