¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? 
Mañana saldrá a la luz “La alegría del Evangelio” –Evangelii Gaudium-, la nueva exhortación apostólica del Papa sobre la evangelización. Esperamos sus palabras con ansia, ya que sabemos que nos traerá muchas de esas “sorpresas de Dios” de las que siempre habla Francisco. Cada vez que habla de esperanza y de alegría habla de estar abiertos a las sorpresas de Dios, de no tener miedo a lo nuevo.
Antes del Adviento, que es preparación para la Navidad, siento que me hace falta una preparación más, y va por este lado: por el lado de abrir el corazón a la novedad.
Para ello, una pregunta (que nos hicimos en el 2010): ¿Cuál es el supuesto de que Dios pueda darnos sorpresas y hacer cosas nuevas?
El supuesto es que nuestra realidad –la existencia- está abierta y siempre lo estará.
La realidad no está cerrada, no es mecánica, no transcurre fatalmente, no es del todo previsible estadísticamente.
La realidad está abierta a lo nuevo, a lo otro, a lo trascendente.
Toda realidad está abierta.
Las piedras menos que los corazones, es verdad, aunque a veces suceda lo contrario y la cerrazón espiritual sea más impenetrable que los “gluones”, esas partículas del átomo que al querer dividirlas se cierran en sí mismas con más fuerza.
El carácter de abierta de la realidad hace que todo sea siempre provisorio: nada de lo que hagamos quedará tan perfecto que no se lo pueda mejorar.
Hay un más y un mejor habitando en la intimidad de todos los seres.
Por eso es que, paradójicamente, gracias a esta “imperfección” de base, a este carácter de inconcluso, a este “hueco” siempre abierto, la realidad puede recibir en sí cosas nuevas.
Leídas desde esta perspectiva, las imágenes apocalípticas del Adviento, rebosan esperanza, aunque a una lectura superficial aparezcan como de terror.
Es verdad que nuestra vida está “desprotegida” y es insegura: pueden venir terremotos y ladrones –y vendrán-, pero también puede venir Jesús, nuestro Creador y Señor, nuestro Hermano mayor, el Hijo amado que el Padre nos envía.
Si tuviéramos el poder de volver hermética nuestra realidad, lo haríamos.
Nos encerraríamos con siete llaves en un bunker a prueba de misiles y de hackers y ni Dios podría entrar.
Bendita fragilidad, bendita puerta abierta de la realidad que hace posible que Venga a nosotros el Señor del cielo que nos dio la vida.
Bendita materia cuya apertura hace que Dios pueda hacerse Niño sin sentirse aprisionado en el seno y en los brazos de María.
Bendita apertura de nuestra historia que le permite a Dios vivir una historia particular e irrepetible y, desde ese límite, volverse Verdad y Vida útil para todos los hombres de todos los tiempos.
Bendita apertura de nuestro corazón humano que permite que el Dios infinito pueda abrirse en Él y utilizarlo, si se puede decir así, para Amar con un Amor infinito, sin sentir límite alguno en esa abierta pequeñez.
¿A qué viene esto? A que la capacidad de esperar algo nuevo –nuevísimo- parece agotada hoy en día.
Nuestra cultura se burla un poco y si no se burla descarta todo esperar “algo distinto” dando por descontado que es obvio que no va a ser así.
Pareciera que desde hace un tiempo, todo se reduce a lo cuantitativo: esperamos poder aumentar la velocidad o el número de cosas, pero no esperamos que surja o advenga algo “que ni ojo vio ni oído oyó”.
No tenemos, culturalmente hablando, esa expectativa.
“Es lo que hay”, se dice.
Si no veo mal, lo que está sucediendo es que subliminalmente la cultura actual nos propone todas esperanzas “cuantitativas”.
Tenemos esperanza de que dure unos años más la vida,
de ganar unos pesos más,
de tener unos días más de vacaciones,
de poder comprar algunas cosas más,
autos con más velocidad, aparatos con más potencia…
Todo se reduce a cantidad. Y esto es así porque lo cualitativo no vende.
Tenemos tan metido el consumismo, que cuando alguien nos presenta una esperanza “que no se ve” (“si se ve no es esperanza”, dice Pablo) nos parece que es algo “sin valor”.
Aquí está la falacia, porque ¡tendríamos que pensar todo lo contrario!
Jesús nos propone una esperanza que no se concreta en “cosas”, justamente porque no nos está queriendo “vender nada”. La ausencia de cosas y el tener que esperar “abren el corazón” y lo disponen al Don más grande: el de la venida del Señor.
No nos engañemos: el no poder “visualizar” lo que esperamos no es porque no sea real. Al contrario es tan real y tan inimaginablemente hermoso que el Señor nos tiene que ensanchar los ojos y el corazón para que podamos luego recibir los tesoros de su Amor y su Presencia.
Además, lo que la esperanza tiene de menos en “objetos exteriores” lo tiene de más en sentimientos interiores: cuando ponemos nuestra mirada en las cosas del cielo, nuestro corazón se dinamiza increíblemente a la vez que se pacifica.
Todo lo contrario de las “esperanzas devaluadas” que aceleran y angustian y nunca sacian nuestra sed más honda.
Por eso pienso que puede ser que lo que está amargando la raíz de la esperanza en su fuente misma es el no mirar atenta y maravilladamente este carácter de abierto propio de toda la realidad. En especial la apertura del ser humano.
Esta capacidad de acoger trascendencia, de ser Casa para Dios, es lo más propio de ese milagro único del Universo que es nuestro corazón, cada corazón humano.
Tu corazón en su fragilidad de carne espiritual lo resume todo, lo supera todo y es capaz de más aún, es capaz de hospedar al que es Todo en todos.
En el fondo de su corazón, todo ser humano intuye, presiente, sospecha ese Algo más.
De allí proviene el “malestar de nuestro tiempo”: sabemos que las esperanzas engañosas no son La Esperanza, pero no logramos anclar en la Verdadera.
¿Qué intuimos todos en el fondo de nuestro corazón? ¿Acaso no sospechamos que sería un desperdicio tanta creación, tanta maravilla, tanto amor, tanto dolor, tanta capacidad de ver y de hacer… nada más que para lograr un aumento de vida cuantitativo?
Miremos un instante desde otra perspectiva la creación: mirémosla poniendo el ojo en su carácter de abierta. Visualicemos ese ámbito donde puede “advenir” lo Nuevo, el Otro.
Las cosas son lo que son, pero tienen un lugar abierto en sí para dar a luz algo mejor.
Las estrellas son estrellas desde hace 15.000 millones de años y lo siguen siendo, pero en nuestro planeta, hace 2.700 millones de años, surgió algo totalmente nuevo: se abrió paso la vida fotosintética de las plantas marinas.
Las plantas siguen siendo plantas desde entonces, pero en ellas –en su estructura íntima- hubo espacio para que abriera paso la vida de los animalitos.
Los animales siguen siendo animales desde entonces, pero en su estructura íntima hubo espacio abierto para que, hace menos de dos millones de años, adviniéramos nosotros, los hombres: la vida autoconsciente y libre, la vida espiritual.
Si todo está abierto ¿es tan extraño el anuncio de que hace dos mil años, en un momento preciso y único de la historia, Advino Aquel en quien fueron creadas todas las cosas, estas cosas que tienen este carácter de abiertas? ¿Es tan extraño que hable Aquel que inventó el lenguaje? ¿Es tan extraño que habite entre nosotros Aquel que nos creo “habitables”?
La mayoría descarta y da por supuesto que no tiene sentido hablar de una venida de Dios a este mundo pequeñito dentro de un universo infinito y en un momento concreto de la historia. Lo cual es como no entender que precisamente es eso lo único que tiene sentido en un universo así, en que la apertura de las grandes estructuras acoge la vida como pequeña semilla. Dentro del cosmos infinito, nuestro pequeño planeta vivo. Dentro de la madre, la vida que comienza. Dentro de nuestro cuerpo, la chispa espiritual de nuestro corazón. Dentro de nuestro corazón, la pequeñez infinita de la Trinidad. Ese Dios que se hace presente y viene a habitar en nosotros porque se ha enamorado de nuestra abierta pequeñez.