Adorar al Padre cuidando a los crucificados
El pueblo permanecía allí y contemplaba.
Sus jefes, burlándose, decían:
«Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!»
También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían:
«Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!»
Sobre su cabeza había una inscripción:
«Este es el rey de los judíos.»
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo:
« ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.»
Pero el otro lo increpaba, diciéndole:
« ¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo.»
Y decía:
«Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino.»
Él le respondió:
«Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso».
….
Todos sus amigos y las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea permanecían a distancia, contemplando lo sucedido (Lc 23, 35-49).
Contemplación
Todos contemplan a Jesús en la Cruz.
El pueblo permanecía y contemplaba.
Lucas, unos versículos después de los que hoy elige la liturgia de Cristo Rey, nos revela que “Todos sus amigos y las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea permanecían a distancia, contemplando lo sucedido”.
En Juan el Señor profetiza su reinado: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 37). Antes había dicho el Señor cómo es que iba a ser Rey: echando al “Príncipe de este mundo” (“Ahora ha llegado el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera”) y “atrayendo a todos” (“cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” -Jn 12, 32-).
Jesús es “el lugar” donde podemos “ver” –adorar- al Padre. Digo el lugar en el sentido de la persona en sus situaciones, la persona en acción. “Pasó haciendo el bien”, nos dirá Pedro. En Jesús que pasa –y padece- haciendo el bien, podemos “ver al Padre”.
Lo contrario de “salvarse a sí mismo” es “pasar haciendo el bien”. Perder la vida haciendo el bien, gastando tiempo para los demás.
Para adorar al Padre en Espíritu y en Verdad, como a Él le gusta que lo adoren sus adoradores. Para adorarlo en “cualquier lugar”, no sólo en el Templo, hay que contemplar a Jesús. Contemplarlo en todos los lugares por los que pasó en su vida pero de manera especial contemplarlo como Rey en la Cruz.
Allí, en el amor que Jesús expresa, ese amor que no nos suelta a nosotros (ni siquiera al buen ladrón que le pide una mano a último momento) ni se suelta del amor incondicional al Padre, podemos presentir cómo es tener un Padre así.
En la situación límite de la cruz se ve lo fuerte que es la relación de Jesús con el Padre. Y allí estamos invitados a entrar.
Ayer se bendijo un hermoso monumento a las víctimas de la tragedia de Once.
Uno de los papás expresaba que el monumento era de todos. El hecho de que hubiera sido votado por todos los legisladores era significativo de esa unidad en torno a la tragedia. Y expresaba también que había algo que era de manera muy única sólo de los familiares –los nombres grabados en la placa-, pero, agregó, que también eran “un poquito” de todos. Quería transmitir como padre eso de no compartible que tiene el dolor por la muerte de un hijo. ¡Quería compartir que no se puede compartir!
Y cuando un padre habla así, uno baja la cabeza y hace un ámbito de silencio profundo para respetar ese sentimiento.
El respeto silencioso es la respuesta a ese dolor único, irrepetible, inexpresable.
El respeto es ese retraerse de expresar uno mismo lo que siente para dar cabida a que se exprese el otro.
El respeto crea un espacio sagrado de distancia y cercanía en el que cada persona se dibuja como única.
El respeto permite que la intimidad de cada uno sea ella misma y cree comunión sin mezclas.
Y precisamente allí donde uno baja la cabeza y se contiene en silencio, dando lugar al padre que expresa su dolor, allí, podemos decir, uno “ve” lo que es un padre.
Lo ve “cerrando los ojos”, sintiendo.
Este cerrar los ojos es una manera de ver sin querer curiosear ni poseer.
La mirada del que sufre invita a un mirar sin preguntas ni respuestas, un mirar que sólo mira el compartir y suele terminar en un abrazo.
Así podemos contemplar a Jesús en la Cruz.
Así lo contemplaban a distancia –la distancia del respeto sagrado- sus amigos y su Madre.
Y la mansedumbre de Jesús en la Cruz, mansedumbre que pasa también por la desesperación y el grito, su confiarse en las manos del Padre, nos permite “ver a ese Padre” en el que el Hijo se confía. “Estamos en sus manos”. Ese pensamiento es el que más consuela a la hora del dolor, decía el papa Francisco hace unos días.
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De estas cosas, de estos sentimientos profundos del corazón humano, es Rey Jesús.
En general, cuando decimos rey, nos vienen imágenes de coronas, de bodas reales, de bastones de mando y de majestad política… Pero también uno usa expresiones como “reina la paz”, en la casa, cuando todos duermen o, luego de una tragedia: “reinaba un silencio profundo”.
La expresión que utiliza el buen ladrón “cuando estés en tu reino” él la refería al futuro, pero de alguna manera intuyó, al retar a su compañero de cruz que se burlaba, que Jesús ya estaba en su reino.
Jesús reina sobre los que están en la cruz.
Jesús reina sobre los que llevan la cruz, sobre los que la cargan y lo siguen.
Jesús reina sobre los que le piden alivio a su cruz y sobre los que cargan las cruces de los demás. Es el rey de los que abrazan la cruz y no la sueltan. Y también reina sobre los cirineos que son obligados a llevarla y sobre los que son clavados allí contra su voluntad…
Reina Jesús “atrayendo”.
Reina saliendo a buscar su propia cruz y cargando con ella.
Reina padeciendo en su cruz compadeciendo a todos.
Reina perdonando incluso a los que lo crucifican.
Reina creando en torno a sí ese ámbito de respeto del que hablaba en el que cada uno es remitido a sí mismo, confrontado consigo mismo frente al otro, que con nobleza sufre lo suyo e interpela a hacer otro tanto.
Ignacio nos hace preguntarnos, ante el Señor puesto en Cruz: “que he hecho yo por Cristo, que hago, que debo hacer por Él”.
Dejarlo reinar, en eso consiste nuestro “hacer”.
Creer en él, confiar: esa es la obra de la fe.
Adorar al Padre cuando estoy ante el Señor puesto en Cruz: eso puedo “hacer”.
Adorar al Padre cada vez que estoy en presencia del sufrimiento de mis hermanos y siento ese respeto junto con un no saber qué hacer.
Adorar al Padre. Esa es la respuesta “negativamente vivida” por todos a través de tanto sentir que nada de lo que uno haga sirve ni es adecuado frente al dolor, especialmente cuando viene montado sobre la injusticia y afecta a los inocentes.
El que nada haya servido es una invitación callada y persistente a probar refiriendo lo que sucede al Padre en vez de pensar qué puedo hacer yo. Eso es adorar. Decirle “me pongo en tus manos” en esta situación en la que no sé qué hacer. Dejar que se ensanche el silencio y el respeto, eso es adorar. Inclinar la cabeza, no expresarme, no preguntar ni controlar: ser creatura, eso es adorar.
Dejar de referirme a mí mismo y referirme a Él, eso es ad-orar.
Allí Jesús reina, en este espacio “está en su reino”. Y el Padre nos abraza como al hijo pródigo que regresa.
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El Papa Francisco siempre insiste en la importancia de la adoración: En estos días decía: “yo creo – lo digo humildemente – que quizás nosotros cristianos hemos perdido un poco el sentido de la adoración”. Vamos al Templo y nos reunimos como hermanos…, cantamos… todo eso es muy lindo, pero “el centro está en la adoración a Dios”.
En la misa a las Benedictinas hacía referencia a la esperanza, al “hágase” que pronuncia María y que es una forma de “estar abierto al mañana de Dios”.
Adorar tiene que ver con este “salir del hoy” y “abrirse al mañana de Dios”. Y el papa preguntaba si en los conventos “está encendida esta lámpara” que espera el futuro de Dios.
En la misa de acción de gracias por los cuatro años de la Casa de la Bondad en Buenos Aires, comentando que las contemplativas Clarisas ofrecían una parte de su convento “para algo así como una Casa de la Bondad”, surgió como gracia una reflexión: la de sentir que hoy están muy emparentados un convento contemplativo y una Casa de la Bondad. La Casa es –y puede serlo mucho más- hoy, un lugar muy especial de Adoración.
Hoy es difícil, incluso para los que tienen vocación contemplativa, “salir del mundo” para adorar. Las imágenes y el hablar del mundo se meten hasta en los conventos más recoletos y son pocos los que no tienen internet (creo).
Quizás hoy no se trate de “salir del mundo” sino de “meterse en las situaciones donde lo mundano pierde peso”. La Casa de la Bondad es un lugar donde el no poder hacer nada ante el dolor –más que mitigarlo- lleva a mirar al Padre y rezar.
Las Casas de la Bondad son como nuevos conventos contemplativos, donde se nos invita a Adorar en todo momento: cuando entramos, al estar junto a la cama del enfermo y al salir.
En las Casas la acción “disminuye” por sí misma y la adoración crece como por su propio peso. Quizás hay allí una señal de “donde podemos hoy adorar al Padre en espíritu y en verdad”: allí donde Jesús reina en sus crucificados. Allí acudimos a donar un servicio, interpelados por una necesidad, y salimos agraciados con el don de la Adoración, que nos hace salir de nosotros mismos y sentirnos mirados con Bondad por el Padre, que nos agradece que le cuidemos a sus hijos crucificados.
Diego Fares sj