La habilidades de Jesús
Jesús les dijo: “Estas son las palabras que les hablé estando aún con ustedes: que era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos. Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras y les dijo:
«Así está escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados.
Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré al Prometido de mi Padre.
Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto.»
Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Y aconteció que, mientras los bendecía, se desprendió de ellos y era llevado en alto al cielo. Los discípulos, que lo habían adorado postrándose ante El, volvieron a Jerusalén con un gozo grande, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios (Lc 24, 46-53).
Contemplación
Jesús Resucitado realiza entre los suyos una serie de acciones que son todas para siempre, para ser comunicadas a todos los que creemos en Él.
En otros pasajes el Señor “da la paz”, “insufla el Espíritu para el perdón de los pecados”, “parte el pan de la eucaristía”…
En este pasaje Lucas nos dice que la acción de Jesús consiste en “abrirles la mente”. ¿A qué? A la Escritura, al sentido íntegro de la Escritura que hace encontrar las referencias a Jesús en todos los pasajes –la Ley, los profetas y los Salmos-.
La otra acción –revestirlos con la fuerza que viene de lo alto, se la encarga al Espíritu que enviará. ¿De qué fuerza se trata? Lucas utiliza “dynamis” que no sólo significa fortaleza sino también habilidad, recursos, capacidad: dinámicas espirituales.
El Señor nos promete su Espíritu que es como decir sus capacidades espirituales, sus habilidades, sus recursos, sus ingenios… todos destinados a hacer el bien, a sanar, a perdonar. Las habilidades de Jesús tienen que ver con el sin igual oficio de consolar, con la alegría de evangelizar, con saber encontrar modos de poner en práctica las obras de misericordia y de vivir feliz en medio de las tristezas de este mundo, como nos hace ver el espíritu de las bienaventuranzas.
En esta época en que la búsqueda de nuevas dinámicas que motiven y entusiasmen es algo que brota por todos lados en la Iglesia, es importante meditar y discernir cuáles son las que vienen de lo Alto.
Creo que lo primero es agradecer al Señor porque todo deseo de “investirnos con sus capacidades y habilidades espirituales” proviene de su Espíritu. San Ignacio, en sus reglas de discernimiento, luego de escribirlas todas, pone dos que hacen discernir la dinámica honda de la vida, a saber, si uno va “de bien en mejor subiendo”, si lo que lo mueve tiende hacia lo Alto, o bien, si va de mal en peor…
La búsqueda de dinámicas que nos movilicen con la fuerza que viene de lo Alto es una Gracia de un Espíritu que no quiere ser letra muerta ni tradición anquilosada, repetitiva, que no comunica vida, como pasó con tantas costumbres de la Iglesia que se fueron vaciando de vida y de sentido; prácticas que quedaron fuera de moda y que no entusiasman más. Toda la vida de la Iglesia, que bulle en movimientos, espiritualidades, voluntariados…, es Gracia de lo Alto, opuesta a la chatura de un mundo que sólo se moviliza por el dinero o el consumo.
Como dice el Papa Francisco, todo el que da “un pasito adelante, hacia Cristo, el Señor lo recibe con los brazos abiertos”; todo aquel que “arriesga” y se juega haciendo un acto de fe, en vez de retraerse escépticamente, Jesús no lo defrauda. Y es preferible experimentar un dinamismo que por ahí nos cause algún accidente a no moverse ni buscar nada. El “más” es propio del cristiano.
En los que “van de bien en mejor subiendo” es propio del Espíritu darles ánimo, consolación y fuerzas para ir adelante. Ignacio dice que el Buen Espíritu consuela para que el alma “crezca y suba de bien en mejor”. Y es propio del mal espíritu poner palos en la rueda. Ignacio habla de algunas acciones propias del mal espíritu (que Jesús nunca utilizaría y eso mismo ya las marca) y las describe como: “morder, tristar y poner impedimentos” para cortar ese dinamismo.
Ahora, la intención del mal espíritu es la totalmente contraria a la del bueno. El mal espíritu no quiere que uno crezca y no quiere que uno suba de bien en mejor. Y para eso, es capaz de “disfrazarse de ángel de luz”, es decir: proponernos cosas en sí mismas buenas, pero que en la situación concreta que uno está viviendo, no son un paso de crecimiento ni un escalón más alto.
Ponemos entonces, blanco sobre negro, la dinámica del Espíritu, que nos dinamiza hacia lo Alto y las acciones del mal espíritu, con las que trata de impedir este crecimiento en el bien y esta Altura.
Caigo en la cuenta ahora de que no son “dos dinámicas”. Dinámica hay una sola, la del Bien. Lo del mal espíritu son acciones parásitas: manotazos de ciego, exabruptos momentáneos, patear el tablero…
Por eso más que poner la mirada en la infinita variedad de modos que tiene de arruinar las cosas, de amargar lo bueno, de poner su cizaña, su espinita, su patadita, su comentario sarcástico… lo que ayuda es alzar la mirada a lo Alto, desde donde desciende, límpida y serena, la fuerza incontrastable del Espíritu Santo que el Padre y Jesús nos envían.
Cuáles son las “habilidades” de Jesús para el Bien. Me gusta esta palabra “habilidades” para describir la “fuerza” del Espíritu. Porque fuerza o fortaleza trae la imagen de fuerza bruta, de aguante de soldado… En cambio “habilidades” expresa también esa fuerza de los más débiles que consiste en su viveza para salir airosos de situaciones difíciles.
No perder la paz
No perder la paz es “la habilidad” del Espíritu. La fundamental. Con ella se desarrollan todas las demás: la mente permanece clara, para pensar bien, la anima esa viveza propia del que busca el momento para salir de los enredos del maligno, el ánimo sabe aguantar hasta que pase la tormenta…
Jugando con las palabras podemos decir que “la ciencia de no perder la paz” es la paciencia. La paciencia no es aguantar masticando bronca, sino la lucidez de, sea cual sea el conflicto, avivarse de que no hay que perder la paz. La paz es don del Espíritu y es el primer bien a cuidar. Cuanto más artero sea el golpe y más violenta la persecución, menos debemos perder la paz.
San Ignacio, de temperamento colérico y de carácter explosivo, cultivó este don de no perder la paz con cuidado cotidiano. Se trabajaba a sí mismo de manera tal que cuando corregía a alguno, le hacía ponderar las cosas en las que había obrado mal sin utilizar mal tono personal ni hacerlo sentir mal como persona. La paciencia es el arte de hacer sentir al otro que es valioso como persona y que por eso mismo debe corregirse de algo que está mal hecho. No es que seas una mala persona sino que esto está mal.
Comenzar siempre de nuevo
Es propio de la fuerza que viene de lo Alto hacernos sentir lo lindo que es poder comenzar siempre de nuevo. En el plano histórico horizontal, por llamarlo así, y en lo que viene de abajo (de la naturaleza, de lo instintivo), no se puede comenzar de nuevo así nomás. Las cosas tienen su arraigo y su historia, su proceso. No es fácil cambiar un hábito, encauzar una pasión, corregir un modo de relacionarse… En cambio en lo que viene de lo Alto, en lo que somos por pura gracia, en lo que hacemos por mandato del Señor, contamos con lo que se llama “gracia de estado”. Ignacio dice que Dios cuando da una misión reviste a la persona con todas las habilidades necesarias para llevarla a cabo. Es cuestión de contar con ellas y de pedirlas en la oración. El papa Francisco me decía que “su tarea era difícil, pero que no había perdido la paz”, y consideraba que era gracia de estado: “si no, no se entiende”, decía.
Sacar provecho de todo, también de nuestras caídas
Comenzar de nuevo tiene que ver con saberse aceptar y sacar provecho de las caídas. Santa Teresita, a propósito de las imperfecciones, dice: “No me admiro de nada; no me aflijo, al ver que soy la misma debilidad. Cuando me ocurre que caigo en alguna falta, me levanto en seguida. Una mirada a Jesús y el conocimiento de la propia miseria lo reparan todo. Cuando se acepta con dulzura la humillación de haber sido imperfecta, la gracia de Dios vuelve en seguida”.
Realmente, lo que más falta nos hace es saber sacar provecho de nuestras propias miserias y caídas. Humillarnos y confesar nuestra nada; pedir perdón a Dios, y comenzar de nuevo sin desmayos: he aquí el trabajo de toda nuestra vida.
La duda está en que, muchas veces, nuestras faltas no son tan inadvertidas o involuntarias como las de los santos; nosotros nos sentimos más culpables a causa de un mayor consentimiento. A pesar de esto, Santa Teresita todavía nos consuela y nos dice que “estas caídas reales y estos descuidos más o menos consentidos no son obstáculo para la vida del amor. Todo está en saberlos utilizar”. Parece esto extraño, pero es San Juan de la Cruz quien nos enseña que «el amor sabe sacar provecho de todo, del bien y del mal que encuentra en nosotros». Nuestras faltas, más que por sí mismas, nos perjudican por el mal uso que de ellas hacemos…No son los más santos los que menos faltas cometen, sino los que más esfuerzos hacen sobre sí mismos, los que no temen tropezar ni aun caer, con tal que puedan avanzar. Dice San Pablo que todo se vuelve en bien para aquellos que aman a Dios. Sí, todo redunda en bien, aun sus mismas faltas y aun, algunas veces, las faltas más graves…
Hacerse el tonto.
El prototipo es el Rey David. Perseguido por los celos de Saúl, David le escapa y no lo enfrenta. Al fin tiene que salir a territorio filisteo (Cfr. 1 Sm 21, 14) y él, que había tenido la fortaleza de lo Alto para vencer a Goliat, aquí, para escapar de la mano del Rey Aquis que lo hace comparecer en su presencia, tiene la habilidad de hacerse el tonto. David “arañaba las puertas y dejaba que le cayera la baba”. Así fue que el Señor lo salvó.
San Ignacio utilizó este recurso cuando, yendo de Génova para Ferrara, lo tomaron preso por querer cruzar en medio de un campo de batalla entre franceses y españoles. Ignacio respondía con pocas palabras y dejando mucho espacio de tiempo entre una y otra, de modo que el Capitán lo tuvo por loco e hizo que lo soltaran (Autobiografía 53).
El Señor también tenía este recurso, de preguntar haciéndose el tonto, como cuando le adivina los pensamientos al fariseo que juzgaba duramente a la mujer que acudió a perfumarle los pies, o como cuando les preguntaba a los discípulos de qué venían discutiendo por el camino.
El Espíritu da a quien le pide la fuerza de la viveza de hacerse el tonto para desarmar conflictos en los que uno sabe que si va de frente será derrotado.
Huir heroicamente
En esta “habilidad” es maestra Santa Teresita, que cuando veía venir por el pasillo a esa hermana que no soportaba y sentía que no la iba a poder mirar sin mostrarle algo de disgusto, se escondía debajo de la escalera, entre las escobas, hasta que encontraba ánimo en Jesús para sonreírle y no ponerle cara. Teresita llamaba a estas “sus huidas heroicas”.
Pero el que tiene esta “habilidad” en grado sumo es San José, que con sus huidas heroicas salvó al Niño Jesús de la furia de Herodes y burló todo el dispositivo militar de un Rey todopoderoso. Hace bien contemplar la fortaleza de José que, en medio de situaciones tan difíciles y angustiantes, no pierde la paz y cuida la tranquilidad del Niño y de María.
Como ven, volvemos siempre a “no perder la paz”.
Es que cuando nos dejamos pacificar, el Espíritu hace todo lo demás.
Ojalá sepamos encontrar nuestras propias “habilidades”, ya que son infinitas las maneras que el Espíritu tiene de conducir a cada persona y todas aportan al bien común.
Diego Fares sj