El efecto Francisco o “Frutos de la Resurrección”
Lucas se centra en la experiencia comunitaria de las discípulas
Las mujeres fueron al sepulcro llevando los perfumes aromáticos que habían preparado. Y encontraron la piedra corrida a un lado del sepulcro y habiendo entrado, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Y aconteció, en su perplejidad a causa de esto, que de pronto se les presentaron dos varones con vestiduras deslumbrantes. Como quedaron amedrentadas inclinando sus rostros hacia el suelo, ellos les dijeron: « ¿A qué buscan al Viviente entre los muertos? No está aquí, resucitó (se puso en pie). Recuerden cómo les habló cuando aún estaba en Galilea, diciendo: «Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que al tercer día se levante.»» Y se acordaron de sus palabras. Vueltas del sepulcro, anunciaron todas estas cosas a los Once y a todos los demás. Eran María Magdalena, y Juana, y María, la madre de Santiago; y las demás mujeres que las acompañaban dijeron esto mismo a los Apóstoles. Y parecieron a sus ojos como vacías de sentido estas palabras y no las creyeron. Pedro, sin embargo, levantándose fue corriendo al sepulcro, y agachándose, ve (que estaban) sólo las sábanas de lino fino, y se volvió a casa, admirándose de lo acontecido”
Juan pone el acento en la experiencia de Simón Pedro en relación con Magdalena y con Juan
El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada
María Magdalena corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”.
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro; vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; éste no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte.
Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.
Contemplación
Si leemos juntos los evangelios de Lucas y Juan, lo primero que resalta son dos tipos de experiencia de fe: las discípulas experimentan y dan testimonio en común, Pedro y Juan hacen cada uno su propia experiencia de los signos de la resurrección y “eligen poner a su experiencia la misma palabra de la escritura”.
Las tres discípulas –María Magdalena, Juana y María la madre de Santiago- van juntas al sepulcro de madrugada, ven a los dos ángeles y escuchan su mensaje juntas y corren a anunciar todo a los discípulos, también juntas. Se ve que de pasada se les unieron todas las demás discípulas porque Lucas nos cuenta que “las demás mujeres que las acompañaban dijeron esto mismo a los Apóstoles”.
Juan en cambio pone el acento en la diferencia de las reacciones individuales. Concentra toda lo que vivieron las discípulas en María Magdalena (que participa de ambos grupos con una relación fluida: es como la referente entre las mujeres y la que dialoga de igual a igual con los apóstoles) y va detallando prolijamente no el hecho mismo de la resurrección sino cómo impacta en cada mente y en cada corazón.
En María Magdalena la experiencia del sepulcro vacío se vuelve un acudir de inmediato a sus referentes: Pedro y a Juan. Ella anuncia fielmente lo que sucede, tanto su primera desazón al ver que “se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”, como su alegría al anunciar que “ha visto al Señor y le ha encomendado estas palabras”.
María experimenta en su interior la fuerza expansiva de la resurrección que la hace salir de sí y correr a la comunidad antes aún de ver al Resucitado. Después de que los dos amigos se vayan ella permanecerá junto al sepulcro y Jesús la llamará por su nombre. Y de nuevo será enviada a anunciar la resurrección a los demás.
Desde la comunidad de las discípulas, el anuncio llega a la comunidad de los discípulos, que no les creen. En conjunto, no les creen.
Sin embargo, Simón Pedro y Juan intuyen que hay algo más y corren al sepulcro para ver las cosas por sí mismos.
El efecto que logra Juan es increíble. Nos lleva a contemplar cómo los dos se emparejan en la fe y llegan a creer al mismo tiempo. La noticia de María Magdalena hace que Simón Pedro y Juan salgan del cenáculo al unísono. Si se pudiera filmar la escena los veríamos a los dos corriendo juntos de madrugada por la ciudad. Juan destaca sus diferencias con Simón –él corrió más rápido y llegó antes, se asomó y vio las vendas en el suelo, pero no entró-, para luego contar lo que experimenta Simón Pedro y decir, dando la primacía al elegido del Señor como Piedra y representante suyo: “el también vio y creyó”. Ese también indica que Juan creyó primero pero no valora tanto eso sino su segundo acto de fe que fue al unísono con el de Simón Pedro. No podemos no imaginar la mirada que se cruzaron y lo que sintieron al mismo tiempo: “es que todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos”. La escena describe ese caer en la cuenta en común de dos amigos que, sin necesidad de palabras, se dicen “¿Viste? ¡Qué increíble!” con la mirada y es tan común lo que sienten que primero tienen que vivirlo mirándose y mirando las vendas y el sudario enrollado en un lugar aparte, para después comenzar a expresarlo con palabras.
El recuerdo de la Escritura “consolida” como fe común lo que es experiencia individual, intransferible. Es el recuerdo de la Escritura y de las Palabras que Jesús les había dicho lo que plasma la fe en el corazón y en la mente con una formulación única y común que edifica el dogma, lo que se cree como indiscutible y que no necesita argumentación porque se lo ha vivido en común. La experiencia de que “era cierto lo que Jesús les había dicho” es lo que ilumina el “hecho de la resurrección”. Los que fueron testigos de toda la vida de Jesús, de las resurrecciones que despertaba en cada pequeño gesto de su vida allí donde había muerte, pueden abrir el corazón y la mente y dejar que se les expanda a la medida de la absoluta novedad de la resurrección.
Ellos habían visto a Jesús resucitando todo a su paso: les resucitó la esperanza de tener un Mesías, les resucitó la alegría de que el pueblo los entendiera al predicar el evangelio de su Maestro, les resucitó la fuerza de la vida que vence toda enfermedad, les resucitó el sentimiento de que es posible la vida en comunidad sin rivalidades ni competencias, les resucitó la imagen primordial del Padre misericordioso…, Jesús les había ido resucitando todo y por eso, cuando él resucitó de su muerte, ellos pudieron asumir este hecho e integrarlo en todo lo que habían vivido.
Algo así ha sucedido en estos días y está sucediendo con eso que los medios llaman “el efecto Francisco” (el Vendaval Francisco). Sería más lindo decir “los frutos de Francisco”. Su elección y sus apariciones en estos días van resucitando todo a su paso. Todo lo que hizo en lo escondido y particular de su vida como uno más cobra relieve mundial y aparece como transfigurado a los ojos de la gente maravillada.
La alegría que ha invadido al mundo cristiano y al mundo que goza (y sufre) de la esfera de irradiación de lo cristiano, tiene los signos de la Resurrección.
Toda otra explicación es reductiva. Cristo Resucitado da frutos de resurrección y de vida y hay momentos en que estos frutos, que están siempre vivos y dulces en el corazón de los que lo aman – de los santos, de los contemplativos, de los sencillos, de los servidores, de los humildes-, de golpe, por pura gracia del Espíritu, eclosionan, se “transfiguran” e irradian a todo el mundo. Los frutos del Espíritu se imponen con el brillo de su autenticidad y la contundencia de su bondad, y los medios –habituados a la dinámica de dar noticias- sintonizan con la dinámica de la buena noticia y los replican y anuncian como si siempre hubieran estado hablando de Jesús.
Así fue la dinámica de la buena noticia de la resurrección: se impuso como un todo y luego cada uno la fue aceptando según su capacidad y deseo. El boca a boca del evangelio no es posible sin este “todo” que se regala como “un cambio de clima espiritual”. Así lo expresaba ayer en la Tele el Rabino Bergman y yo sentía que no podía creer lo que escuchaban mis oídos al ver cómo un rabino hablaba de “nuestro querido Pastor Jorge, ahora Papa Francisco”, y les explicaba a los periodistas (algunos cristianos y otros contras) con mansedumbre y convicción “lo que había hecho Francisco y lo que iba a hacer –pacificarnos a los argentinos, como primera tarea, decía-. Me parecía ver a un nuevo San Pablo, convenciendo no a los judíos sino ¡a los cristianos! de las bondades del Papa.
Y de golpe todos entendían. Como dijo una joven amiga: lo que me impresiona es que a Francisco le entiendo. Otros predican lindo y creo lo que dicen, pero a Francisco le entiendo.
Pues bien ¡Eso es Pentecostés!
Qué alguien se haga entender por cardenales, periodistas, menores encarcelados, empleados del vaticano, presidentas de naciones, activistas de izquierda, actrices de cine, patriarcas ortodoxos, jerarcas chinos y diarieros de la esquina, es un “fruto del Espíritu Santo de Jesús resucitado”.
Es que más allá de “lo que dice” Francisco –que siempre es hermoso, simple y posible de practicar, como cuando nos dijo como de paso, en la madrugada del 13 “¡qué lindo es rezar!” y muchos, con eso solo, recuperamos las ganas de rezar- todo el mundo está esperando “a ver qué va a decir” y, mejor aún, “a ver qué es lo que va a hacer”. Ya lo gozamos en anticipo. Pues bien, ¡eso es la esperanza!
Esta atracción es fruto del Padre, que atrae a todos a Jesús. Y del Espíritu que hace confesar a toda lengua: “Ese gesto es bien de Jesús. Jesús es el Señor”. Pues bien, confesar así, con la boca y el corazón: ¡Eso es la fe!
Y toda esta fe y esta esperanza no brotan de otro lado sino de la gran caridad de Francisco, que irradia intensamente en cada sonrisa suya, y en cada gesto.
Diego Fares sj