El lugar secreto preferido del Padre
En aquel tiempo, los pastores fueron de prisa y encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que el ángel les había dicho de este niño. Y cuantos escuchaban lo que decían los pastores, se quedaban maravillados. María, por su parte, conservaba todos estos recuerdos y los meditaba en su corazón.
Los pastores regresaron glorificando y alabando a Dios, porque todo cuanto habían visto y oído era tal como les habían dicho.
A los ocho días, cuando lo circuncidaron, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel ya antes de la concepción.
Contemplación
Al Jesús que se nos ha perdido, como veíamos en el evangelio de la Sagrada Familia, lo podemos encontrar «en las cosas del Padre». Una de las cosas que nos reveló Jesús acerca del Padre es que habita en lo secreto, y el evangelio del comienzo de año nos muestra el lugar secreto preferido del Padre: el lugar donde María “guardaba todas las cosas de Jesús”: su corazón.
El corazón de María es el lugar secreto preferido del Padre para habitar.
¿Qué nos muestra del corazón de María el evangelio de hoy?
Si contrastamos la situación en la que se encuentra y en qué está concentrada, el sentimiento que viene es que María tiene un corazón “sin pretensiones”.
¿De dónde saco esto y qué importancia tiene? Lo saco de pensar que para aceptar un pesebre y admirarse ante lo que dicen unos pobres pastores estando concentrada en asumir interiormente lo que sucede, dejando que se haga en ella “según la palabra” que le fue anunciada, su corazón debe ser ajeno a toda queja, a toda “pretensión”. Todos conocemos por experiencia las pequeñas (o grandes) discusiones de familia. Suelen ser por el lugar, cómo no previste, por la hora, nos hiciste llegar tarde, por las visitas, a quién invitaste… A María la vemos en medio de estas cosas centrada en guardar y meditarlo todo en su corazón. Ocupada en aprender que en Jesús todo tiene un sentido profundo pero no inmediato, un sentido que debe madurar con el tiempo (su Hijo se compararía después con un sembrador y con la semilla que crece sola, de día y cuando uno duerme).
¿Qué importancia tiene para nosotros?
Importa porque en un corazón así el Padre que habita en lo secreto se hace sentir, se lo puede adivinar viviendo en ella.
Nos quedamos un momento contemplando la maravilla de lo que acontece en lo secreto, sintiendo al Padre que se complace en su Hijo amado y le participa a María esta complacencia. Mientras en el Niño el Padre habita como puro estar juntos (la Palabra estaba junto a Dios), sin necesidad de reflexión, en María, que reflexiona y medita, el Padre habita haciéndole sentir y gustar internamente a su Hijo, como quien comulga, podríamos imaginar.
Nos detenemos en esto de lo secreto, donde está el Padre y donde nos encontramos con Jesús. El principio de lo secreto dice más o menos así:
cada uno es lo que es desde su intimidad, donde elabora, asume y expresa de manera única lo que va recibiendo de afuera, en la historia.
Allí habita el Padre porque es el lugar donde nos crea y nos hace participar de su vida en la intimidad.
El Padre también viene de afuera y es providente –sabe lo que necesitamos-, pero lo decisivo nos lo da desde adentro.
Por eso, porque lo que decide está adentro, en lo secreto de cada uno (Menapace dice que ser feliz es una decisión interior, así como aprender a amar) antes de alegrarnos o lamentar lo que pasa y lo que los otros nos hacen, hay que descubrir quiénes somos y cómo podemos crecer “en lo secreto”.
Hay una dificultad, por supuesto: nuestra intimidad no es fácilmente alcanzable por los métodos habituales de introspección. Aquí es donde viene en nuestra ayuda Jesús Niño, que necesita cuidado y cariño y no nos juzga, y María, cuya intimidad sin doblez es un bálsamo para el espíritu, especialmente el que esta lleno de complicaciones.
El ejercicios de maravillarnos con María y José por lo que nos dicen los pastorcitos acerca del Niño es un modo evangélico de entrar en nuestro secreto.
Es que el Niño Jesús no es un niño más. Nos ha nacido visiblemente el Niño que tiene el secreto de lo que somos cada uno como criatura (hemos sido hechos a su imagen) y de lo que podemos llegar a ser (hijos de Dios).
En Jesús podemos ver y comprender lo que somos. El es la Palabra secreta por la que el Padre hizo todo lo que existe.
Digámoslo con todas las letras: hoy hay muchos que creen que la palabra secreta de la que estamos hechos es un código (el código genético), una especie de fórmula matemática que encierra las claves de lo que somos. Leí hace poco en la revista de la nación: “La vieja pregunta ¿de dónde venimos?, parece que la respuesta viene de un coso que, hace unos 3500 millones de años, se las arreglaba para fabricarse a sí mismo, se fue conformando al azar a lo largo de mucho tiempo y sobre el que la evolución fue actuando ciega, silenciosa y lentamente para que se viniera todo lo demás, nosotros incluidos.”
¡Venimos de un “coso” que se las arreglaba para fabricarse a sí mismo! Los grandes leemos estas “afirmaciones científicas” y las ponemos en algún lugar en el que no nos afectan demasiado (o eso creemos). Pero en los jóvenes que son más radicales en sacar consecuencias, estas medio verdades dañan y corroen. Sé de muchos adolescentes que se angustian de pensar que somos un producto más del azar. Ellos sienten que estas verdades demuelen toda religión y todas las imágenes de Dios que les hemos transmitido sin preocuparnos de profundizar. Los padres que se angustian y tratan de saber cuánto alcohol o que sustancia “consumen” sus hijos, no se preocupan por estudiar y profundizar las “ideas” que consumen también y que afectan su modo de pensar y de actuar.
¿No es terrible “consumir” una idea como esta, que en lo secreto de nuestro interior más íntimo habita un “coso” que se llama LUCA (Last Universal Comon Ancestor) y no el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo?
¿No es una renuncia a pensar el hecho de detenerse ante el descubrimiento de que dentro nuestro hay un “código” –una palabra- y, en vez de reflexionar, afirmar así nomás que “se fabrica a sí mismo” y que si uno le da 3500 millones de años de chance y un pizca de azar produce todo lo que vemos? A mí me causa repulsión cuando escucho estas frases que mezclan impunemente en la mente de los jóvenes una verdad científica comprobada (el código) y le agregan el bolazo de un número que impresiona -3.500 millones de años- y con eso liquidan todo misterio. Si uno afirma el azar como una “posibilidad” científica, conceder que también es “posible” que a ese código lo haya “ideado y creado” Alguien, es también científico.
Afirmar sólo “una posibilidad” –la del azar- equivale a dejar de maravillarse ante el misterio de la vida. Esto es lo que está en el fondo de estas posturas: una actitud “no adorante”. Los antiguos, de haber descubierto algo así como un código que se fabrica a sí mismo y produce todo lo demás le hubieran llamado “Dios”. Pero el hecho de atribuirle el poder de crearnos, por un lado, y de llamarlo “coso” por otro, refleja una mala actitud y es contradictorio.
La otra manera de pensar que proponemos va por el lado de maravillarse de que en lo secreto de cada ser habite una “palabra común”, un “código” que nos hermana a todos y desde esa cumbre de la ciencia, levantar la mirada hacia El que pronuncia esa palabra. Porque no puede haber palabra que no haya sido pronunciada o código que se fabrique a sí mismo y que no se maraville de poseer este don de ser sí mismo y no se interese por “preguntar” quién le dio el don de hablar. Como dice Balthasar: “el que creó la palabra ¿no va a hablar?”.
Jesús afirma que Él es esa Palabra en la que todo fue hecho. Y que el Padre pronuncia esa Palabra en nuestro interior secreto.
Cuando María dice: hágase en mí según tu Palabra y la Palabra se hace carne en ella, no está haciendo algo “raro” ni recibiendo a un extraterrestre sino que está aceptando conscientemente lo que todo ser creado acepta por el mero hecho de existir (que el código Jesús se active) y está consintiendo que nazca en ella como un hombre particular –Jesús de Nazaret- Aquel que como Palabra creadora está en lo secreto de todas las cosas.
Cuando María contempla estas cosas y las medita en su corazón, al mismo tiempo que descubre más y más a Jesús, también se descubre a sí misma y a su misión.
La Buena Noticia es que el Padre habita en nuestro interior secreto, allí donde somos imagen y semejanza de su Hijo.
La Buena Noticia es que, si nuestro interior secreto está algo desordenado por el pecado, podemos recibir, como Juan al pie de la Cruz, a María por Madre, y hacer como él, que “la llevó a su casa, a lo suyo propio” como dice en el evangelio.
Estas reflexiones que quizás son algo complicadas de expresar se pueden concretar diciendo que esta “intimidad” de Dios en nosotros, es lo que hace que sintamos familiar a María, que en sus imágenes más exteriores y variadas todo el mundo sienta una intimidad honda que no necesita que nadie explique nada. El pueblo fiel intuye esta verdad y actúa en consecuencia con una piedad concreta, que toma gracia, que no teme que lo “exterior” deprecie lo “interior”, porque en María ve “el lugar preferido por el Padre y Jesús para habitar” y experimenta también que “honrándola a ella” se dignifica a sí mismo.
Algunos, para acceder a su interior recorren caminos complejos: los del psicoanálisis, los caminos orientales de silencio interior, los caminos de experimentar con las pasiones…
Todo vale si caemos en la cuenta de que el principio de interioridad no es un “espacio controlable” sino un “acto de decisión libre” renovado cada día. Un “hágase” y un “contemplar y meditar” las cosas de Jesús. La vida es “decisiones”, opciones constantes tomadas y sostenidas en lo secreto.
Entrar en sí, como el Hijo pródigo, es una decisión simple: volveré junto a mi Padre.
Creer en Jesús, pedirle que nos mande ir a él caminando por las aguas turbulentas de la historia, es una decisión.
Dejar que nos pregunte si lo amamos, que nos conozca todo y hacernos cargo de apacentar a sus ovejas, son decisiones.
En este lugar secreto de nuestra libertad habita el Padre y podemos encontrar, si se nos ha perdido, a Jesús.
Diego Fares sj