La fe que obra por la caridad no necesita aplauso
Jesús enseñaba a la multitud: «Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones. Estos serán juzgados con más severidad.»
Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre. Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: «Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir» (Mc 12, 38-44).
Contemplación
Esta contemplación es de las más lindas del evangelio y releyendo las de años pasados encontraba muchos tesoros a los que agregar las dos moneditas de una nueva contemplación.
Por refrescar la memoria, nomás, en el 2006, las manos de la viuda soltando sus dos moneditas, una por una, de manera tal que, sin hacer ruido en la alcancía, retintinearon con su música en el corazón de Jesús, me habían hecho contem-plar las manos de los integrantes de la Camerata Bariloche, en el concierto de Manos Abiertas de aquel año; cómo sin decir palabra entre ellos, habían hecho trabajar sus manos regalándonos un hermosísimo concierto. Pedía la gracia para nuestras obras de ser obras de manos que se dan por enteras, sin vedetismos como el que Jesús les reprocha a los escribas, que hacían las cosas para hacerse ver.
También me gustó recordar, en la del 2009, la precisión económica que tenía el gesto. Las dos moneditas (dos leptones) venían a ser unos cuatro pesos de un jornal de 250. La mujer sacrificó todo lo que tenía para el cafecito de media maña-na y se volvió a trabajar. Notábamos que Jesús coronó su discurso sobre la cari-dad en Marcos con este pequeño gesto de una humilde mujer del pueblo fiel de Dios (en Lucas lo corona con la parábola del buen Samaritano, nada menos).
En estos días reflexionaba sobre la fe que obra por la caridad, como dice Pablo. Es notable como esta fe no necesita aprobación explícita por parte del Señor. En las curaciones milagrosas, Jesús tiene que confirmar que el asunto no es magia sino fe diciendo a los que han sido curados: “tu fe te ha salvado”. En este pequeño gesto de caridad de la mujer la fe se reafirma por sí misma. Es la fe la que lleva a dar con amor y la que se ve confirmada interiormente por la alegría que brota del acto de donarse por entero. Por eso el Señor la pone como ejemplo ante los discípulos pero a ella no la va a buscar para decirle nada. En todo caso es el mismo Padre que ve en lo secreto el que la confirma compartiendo con ella, en pie de igualdad- el gozo de su Ser Dios: Amor que se Dona por entero.
En al Taller de Ejercicios el ejemplo de la viuda salió en el contexto de la medita-ción de Ignacio que se llama “Tres maneras de humildad”. El hecho de que el Señor no la felicite a ella, el hecho de que ella ni se entere de que fue puesta como ejemplo de un don total (quizás si los periodistas la hubieran ido a entrevistar “¿sabe que el Maestro la puso como ejemplo?” ella hubiera respondido, sorprendida, “¿por dos moneditas?”…), nos hacen reflexionar.
En la tercera manera de humildad, que es humildad perfectísima, Ignacio habla de actitudes enteramente gratuitas, realizadas por “más imitar” a Jesús nuestro Señor pobre y desvalorizado. Y pone una frase muy suya: “siendo igual alabanza y gloria de Dios nuestro Señor”. ¿Qué quiere decir esta frase? Si la pensamos bien es muy misteriosa. ¿Está diciendo que hay acciones valiosas que no “agregan” nada a la Gloria de Dios? Parece contradictorio: si no agregan nada ¿por qué se las propone como más perfectas? Si a Dios le agradan estas acciones igual que las otras ¿por qué elegirlas? Aquí Ignacio da el motivo: “para parecerme más a Cristo que fue pobre, pasó humillaciones y fue tenido por vano y loco”. Uno dice: bueno, parecerse más a Cristo es más digno de alabanza que no parecerse tanto. Ignacio retrucaría: en algunas situaciones, puede ser que imitar al Señor implique un grado mayor de Gloria para Dios, pero yo estoy hablando de situaciones en las que imitar al Señor no altera la balanza de la Gloria de Dios. ¿Por ejemplo? Hacer una limosna mínima como la de las dos moneditas, que no pesan nada en medio de las grandes monedas de oro, ni tampoco ocasionan una gran pobreza a la viuda, ya que las recupera con un rato de trabajo. Uno dice, sí pero Jesús se fijó y valoró el acto interior con que ella las donó. ¿Cómo concebir ese acto de donación total en un pequeño gesto de amor si no es diciendo que da mayor Gloria a Dios?
Se me ocurren dos cosas. Una, que quizás hay que cambiar ese modo de mirar tan nuestro que conecta lo mejor con lo cuantitativo, con el más y el menos. Esta mentalidad va bien para el dinero y para la tecnología: cuanto más mejor. Pero en el amor de amistad, por ejemplo, lo mejor es “la igualdad”.
Uno goza “igualándose” con los amigos. ¿O no?
La dinámica de la amistad se mueve en este campo: los más y los menos se qui-tan y lo que alegra es la igualdad.
Por aquí va la intuición de Ignacio que quiere hacernos notar el valor de la igual-dad: hay actos que nos igualan a Jesús y, en ese sentido, no dan “más” Gloria a Dios porque comparten “toda la Gloria”.
Apenas expreso esta característica de la amistad se me impone como muy verda-dera y consistente. Y al mismo tiempo siento lo combatido que está este valor en la mentalidad común y corriente.
No digamos nada del mundo de la política, de los negocios y de la fama, sino que este combate se da incluso dentro de la vida de la iglesia. A mucha gente, por ejemplo, le llama la atención que entre jesuitas amigos “nos igualemos” en mu-chos campos, que no compitamos. Algunos lo juzgan como un acto de humildad del “más famoso” hacia el “menos”. Y es humildad, ciertamente, pero “perfectísi-ma”, diría Ignacio. Humildad de ida y vuelta, de los que “se igualan”. Digo de ida y vuelta porque puede haber falta de humildad tanto de parte del que no quiere “condescender a la igualdad” como de parte del que no acepta “subir a la igual-dad”. La mujer del evangelio tiene conciencia clara de su dignidad y de su pobre-za y “no menosprecia sus dos moneditas” –no es de las que dicen “cuando me gane la lotería daré una suma digna”- sino que se da entera en su indigencia.
Darse entero es cuestión de nobleza, no de riqueza o pobreza.
Lo que quiero decir es que igualarse en la amistad no implica fingir que uno es más o menos en lo propio. La igualdad se da en la acción, es voluntad y gozo de igualarse. Dios no deja de ser el Todopoderoso ni la viuda deja de ser una humilde mujer, pero el acto de darse por entero es igual en ambos: puro amor. Esto es lo que “pesca” Jesús en el gesto de la mujer y aprovecha enseguida para mostrar qué es lo que él quiere, lo que nos viene a revelar: que cualquiera puede igualarse con el Padre del Cielo, ser perfecto como es Perfecto el Padre.
La otra cosa que se me ocurre es que este igualamiento de Gloria, propio del amor que se da por entero, es algo tan especial que no se puede dar en todos los ámbitos de la vida. Una, porque se malentiende. Para el ojo ventajista, el que se iguala pierde, se desvaloriza, incluso es peligroso, porque desjerarquiza el escalafón y hace que se pierda la avaricia que mueve al mundo. En política, lo vemos claro: alabar algo bueno en el adversario es casi impensable: todo lo malo es ajeno, todo lo propio es bueno. Y aunque por afuera protestemos contra el discurso único y autoritario, apenas alguien reconoce una culpa, lo destrozamos mediáticamente. Hay algo en nuestra cultura argentina que, cuando se trata del poder, desprecia al que se muestra “débil” o dubitativo, y, aunque despotrique, admira (o envidia) al que va por todo. Se trata de una mentalidad “timbera”, que proyecta la pasión competitiva propia del juego, a otros ámbitos de la vida.
Por eso, el igualamiento Jesús lo propone en gestos muy especiales, cuya carac-terística, diría, es la de ser “pequeñísimos”, “ocasionales”, no estandarizables. De allí los ejemplos de “dar un vasito de agua”, o el poner como el ejemplo más alto el gesto de dar dos moneditas.
Son gestos pobres, al alcance de los más pobres.
Y lo mismo pasa con la bienaventuranza de las humillaciones. Un ejemplo que pone Jesús es el del saludo (¡!). También dice el que es calumniado por practicar la justicia, pero a la hora de ejemplificar pone el saludo, o qué asiento elegís en una reunión. En esas cosas se juega la vida cotidiana. Quién saluda y quién no. Quién saluda bien y quién te hace sentir la distancia, con quién te sentás y con quién no, qué puesto elegís… Ignacio dice que pobreza y humillación son los escalones para la humildad. Decodificado con las claves de este evangelio me animaría a decir que la limosnita en el tren y el saludo en el trabajo muestran el corazón del que está en la dinámica del igualarse, donándose por entero (humildad perfectísima) y del que está en la dinámica del aparentar (compitiendo por figurar).
Los pequeños actos pequeñísimo de amor total al otro son la semilla del Reino que desarma por completo toda la parafernalia del mundo y del Demonio, que está construida en la dirección totalmente opuesta de ganar poder, figurar y vaciar el corazón de amor.
Estos pequeños actos de imitación del Señor, al alcance de todas las almas pe-queñitas, como bien nos enseñó Teresita, cuanto más pequeños mejor: más totalizan el corazón en torno al amor único y exclusivo del Señor. Por eso Jesús pone ejemplos pequeñísimos y ocasionales, para que cada uno, sea quién sea y como sea que haya sido, encuentre a cada rato una oportunidad de igualarse con el Padre Misericordioso y Perfectísimo, mediante la realización perfecta de peque-ños actos de amor en los que, en su indigencia, se brinde por entero: en un sa-ludito, dos monedas, un vaso de agua o eligiendo el último asiento.
Diego Fares sj