Domingo de la Trinidad A 2011

La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos ustedes (2 Co 13, 13).

Tanto amó Dios al mundo que nos dio a Jesús

En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo:
Tanto amó Dios al mundo
que le dio a su Hijo unigénito
para que todo el que cree y confía en Él no muera
sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo
sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en Él, no es condenado,
el que no cree, ya está condenado,
porque no ha creído en el Nombre del Hijo unigénito de Dios (Jn 3, 16-18).

Contemplación
“Tanto amó Dios al mundo, que nos dio a Jesús”.
Me llama la atención la palabra mundo en la fiesta de la Santísima Trinidad. Esta palabra “mundo”, lo mundano, suele tener una connotación negativa. Lo primero que viene a la mente es la oposición con el mundo: “No hay que amar al mundo” (1 Jn 2, 15), “el mundo odia a los cristianos”, el príncipe de este mundo es el demonio… Pero no hay que olvidar que el mundo, la totalidad de las cosas, ha salido de las manos del Creador. A los ojos del Padre todas las cosas son buenas y hermosas. Tampoco debemos olvidar el plan de salvación de Dios: Él envió a su Hijo para que el mundo tenga vida. Y el destino último del mundo es la resurrección, el mundo nuevo: “Mira que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5).
Creo que si miramos el mundo viendo “cómo están las cosas”, puede ser que prevalezca la imagen negativa. El bien que hace la inmensa mayoría lleva muchísimo trabajo y el mal se aprovecha y lo saquea o lo destruye con impunidad. Si miramos la totalidad de las cosas como un ídolo, haciendo del poder y del dinero los medios para ser “amos del mundo”, el mundo muestra su peor cara. Pero si lo miramos como Viña que el Señor plantó, como tierra buena en la que ya está la semilla del Reino, el mundo se convierte en algo digno de amor. Enseguida se experimenta la lucha –alguno siembra cizaña y algunas parras dan uvas agrias-, pero el Amor del Padre por su viña contagia las ganas de trabajar por hacer este mundo mejor. El mundo es el universo entero pero, de manera particular, el mundo es la gente, la humanidad. El Padre envió a Jesús para toda la gente.

Y como no se me ocurre nada más, salgo a la calle y me voy en colectivo a visitar a la abuela María Luisa a la que ya operaron de la pelvis: no quiere comer pero está mimosa y recibe todo el cariño que le dan las que la cuidan.

Me gusta rezar en el 150 lleno de gente. Llueve y a pesar de que son las 18:30 es noche cerrada.
Cuando digo “rezar” no es rezar avemarías. Las voy repitiendo como ayuda, pero lo que hago es mirar a la gente.
San Ignacio, en la contemplación de la Encarnación, nos dice que “las tres personas divinas miraban toda la planicie o redondez de todo el mundo llena de hombres”. Así que para “meditar” sobre la Trinidad –que siempre que le pongo palabras se me vuelve muy abstracta- hago lo que ellos hacen: mirar a la gente.
Y después (ahora) rezo recordando lo que sentí cuando miraba.

Es que si uno quiere “mirar la Trinidad” directamente se queda corto y termina mirando conceptos. Por eso la pedagogía de los Ejercicios va más bien por “mirar lo que ellos miran”: mirar a la gente.

Mirarnos como nos mira Dios.

Trato de mirar así a la gente del colectivo pero no veo nada especial.
Estoy sentado porque en Pompeya se bajó medio mundo y ahora se vuelve a llenar. Suben varias señoras y elijo a la mayor para darle el asiento. No nos miramos, pero le toco el brazo y le hago lugar. Se ve que está cansada porque se sienta rápido y agradece con medio gesto de la cabeza. Ahora que recuerdo toma cuerpo un sentimiento más hondo que en ese momento estaba como escondido: siento que la miré como hijo. Por eso elegí a la de más años…
Mirar como hijo…

Y cuando me puse a mirar al resto, parado en el hueco entre los asientos y la puerta de mitad del pasillo, me di cuenta de que debía ser el más viejo del colectivo. Alguno que otro podía andar por los cincuenta a lo sumo… Pero todos eran más jóvenes. No se si miré como padre porque me quedé pensando “qué lo tiró”… Pero capté cosas que ahora reflexiono. Había unos pibes al fondo, con piercings y pelos con gel, que hablaban fuerte en medio del silencio religioso de la mayoría que regresaba a casa luego de un día de trabajo, una chica que venía de la facu, con apuntes de letra prolija que sobresalían de una carpeta, una señora mayor de ojos verde claro, un joven y dos pibas teñidas de rubio platinado que hablaban del embarazo de una de ellas, un paraguayo grandote con su señora, con los que subimos juntos y que ahora trataba de ponerse los auriculares para escuchar su música… El resto lo recuerdo como masa de gente, amontonados, callados, mojados, cada uno en su mundo, compañeros ocasionales de mi viaje trinitario.

Rezo por ellos ahora, porque en el viaje empecé a rezar y luego me distraje.
Los pongo en la Eucaristía, junto con todo el mundo.
Y mi reflexión se dirige al Padre y a Jesús.
¡Menos mal que ellos nos miran!
Cuando uno trata de mirar a la gente se da cuenta de cuánto se pierde. Cada una de esas personas tiene una vida especial, única, pequeña y valiosa como la mía.
Menos mal que el Padre nos mira como a sus hijos, nos conoce, nos habita…
Menos mal que nos mandó a Jesús, que nos conoce desde adentro de nuestra humanidad, que nos siente en su Carne, que se nos pone al lado, como compañero de viaje…
Menos mal que el Espíritu nos conecta, tiende puentes, crea comunidades fraternas…

Me quedo con esto de estar con todos en el colectivo y no ver más que lo de afuera: tanta gente desconocida.

Es propio de un padre cuando mira a sus hijos tener conciencia de su misterio: él, que los conoce tan bien, sabe cuánto se le escapa.
Y ese mismo misterio le hace amar más a sus hijos.
Amarlos con un amor desinteresado, con un amor contento de que sean ellos mismos, con su intimidad y su vida propia.
Un padre saborea tanto lo que los hijos le cuentan como lo que no le cuentan. Sabe cuando están viviendo algo sólo de ellos –que son tan parecidos a él y tan distintos- y saborea la libertad que tienen.
Nadie mejor que un padre sabe que sus hijos y él mismo tienen por padre al Único Padre.
Mirar como padre a la gente del colectivo es mirarlos así, como personas misteriosas, contento de que cada uno esté en su mundo, mirarlos rezando por ellos sin “saber noticias” de sus vidas intuyendo su misterio –este se parece a tal, aquel debe estar pensando en tal cosa…- .
Rezo por ellos ahora desinteresadamente, tomando conciencia de que esa barrera que sentía en el colectivo, ese límite de compartir 45 minutos de viaje con gente desconocida, no es tal límite si uno mira con ojos de padre, conciente de estar todos, bajo la mirada del Padre del Cielo.
Y al levantar los ojos al Padre Común me siento cercano a Jesús, su Hijo amado, que nos enseñó este gesto de alzar los ojos al cielo y bendecir. El también lo hacía, como uno más y me doy cuenta de que al mirar así al Padre me siento más hermano con todos los que no conozco. Es lindo esta como Jesús, anónimo en medio de la multitud… En el 150 la Trinidad se me vuelve más amable, más cercana, no tengo que tratar de pensar su Misterio, más bien miro a la gente con el Padre y con Jesús… y me bajo porque casi me paso.
….

Diego Fares sj

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