CRUZ Y CONFESIÓN
En la Pasión según San Juan Jesús confiesa ante Pilato:
“Para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la Verdad”
Cuál es la verdad que Jesús confiesa? La Verdad del Amor infinito del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo que nos perdona los pecados.
Hay un sacramento en el que nosotros tenemos la oportunidad de dar testimonio de la verdad, de nuestra verdad: la confesión.
“En la confesión reconocemos que hemos entendido algo de lo que el Señor hizo por nosotros en la cruz, y lo sigue haciendo en cada comunión”.
En la Comunión Jesús se nos da subjetivamente con todo su amor.
Nosotros lo recibimos objetivamente en nuestra boca, más allá de que lo hagamos con total conciencia y reconocimiento.
En la Confesión, en cambio, cada uno puede imitar la entrega total de sí mismo que hace Jesús, haciendo un esfuerzo subjetivo por reconocer y entregarle sus pecados. Jesús ya los conoce, conoce los pecados de cada persona, y los asumió en la Cruz y pidió al Padre perdón por todos: Padre, perdonalos porque no saben lo que hacen. Y cuando yo hago el esfuerzo por clarificar mis pecados y pido perdón, me igualo un poquito con Jesús. Por supuesto que siempre recibo la absolución objetivamente, pero el esfuerzo personal me acerca a Jesús en mi pequeña medida: doy testimonio de mi verdad. No puedo hacer que la Sangre de Cristo lave los pecados de todo el mundo, pero sí puedo hacer que caiga con precisión sobre mis faltas de amor y que me cure y me perdone allí donde yo sólo se que necesito ser purificado y perdonado.
Al clarificar con pena íntima y con dolor en qué he pecado estoy dando testimonio de la Gracia de Dios contra la que fallé y también de la Gracia que me perdona. Estoy dando testimonio personal de la eficacia del sacrificio de Cristo en la Cruz. Hago el esfuerzo para que lo que él hizo y dio por mí –su Sangre- no sea en vano. Le permito que llegue líbremente allí a donde fue dirigida la efusión de esa Sangre bendita: a perdonar los pecados del mundo. Dejarlo que me perdone mis pecados es colaborar con Cristo en su tarea redentora. No puedo mejorar mucho este mundo: mis acciones buenas son una gota de agua en el océano, pero sí puedo ofrecer el mar de mis pecados para que una gotita de la Sangre del Señor los purifique todos y pueda su Espíritu reinar en mi alma sin tristezas, estando en comunión plena con el Señor.
En otros sacramentos sólo recibo (el bautismo de niño, la comunión…), sin mucha conciencia. En la confesión también puedo dar. Aunque parezca paradójico el hecho de dar mis pecados es mucho más que sólo dar mis pecados. Porque el pecado siempre implica una gracia mayor a la que desprecié, rebajé o contrarié. Al purificarme de mis pecados dejo que brille el don mayor de la gracia que se me dio. Al pedir perdón por haber ofendido a mis padres, por ejemplo, confieso el amor que les tengo y ese amor al quedar purificado de una ofensa momentánea brilla en todo su esplendor.
La vida de los cristianos siempre es paradójica. Es participación de la Vida de Cristo, muerto y resucitado. Y esta participación en la Cruz y la Resurrección no es algo que se de según una lógica humana, como si primero viniera la muerte y luego la resurrección. En la confesión sacramental es donde mejor se ve esta unión misteriosa entre muerte y resurrección. Cuanto más clara es la confesión de mi pecado como muerte –con mayor conciencia y con mayor dolor y pena- mayor es la experiencia de la resurrección que siento al ser perdonado.
Confesarme en Viernes Santo, día en que no se celebra la Eucaristía ni los demás sacramentos de vida, es la mejor manera –la única, la más personal- de participar de la Redención del Señor, aportando esa materia –mis pecados- con los que la Misericordia infinita de Dios obra maravillas.
Diego Fares sj