Cuaresma 4 A 2011

Jesús vino a mirarnos

Jesús, al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento.
Sus discípulos le preguntaron: «Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?» «Ni pecó él ni sus padres, respondió Jesús; sino que se habían de manifestar en él las obras de Dios. Es preciso que Yo obre las obras de aquel que me envió, mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede traba-jar. Mientras estoy en el mundo, soy Luz del mundo.»
Después que dijo esto, escupió en la tierra e hizo barro con la saliva y le ungió con el barro los ojos y le dijo:
«Anda, lávate en la piscina de Siloé» que significa ‘Enviado’”.
Fue, pues, se lavó y volvió viendo.
Los vecinos y los que antes le habían visto mendigar, se preguntaban:
– « ¿No es este el que se sentaba a pedir limosna?»
Unos opinaban:
– «Es el mismo.» «No, respondían otros, es uno que se le parece.»
El decía:
– «Soy yo.»
Ellos le dijeron:
– « ¿Y cómo te fueron abiertos los ojos?»
El respondió:
– «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, y me ungió los ojos y me dijo: «Ve a Siloé y lávate». Conque fui y me lavé y veo.»
Ellos le preguntaron:
– « ¿Dónde está?»
El respondió:
– «No lo sé.»
El que había sido ciego fue llevado ante los fariseos. Era sábado cuando Jesús hizo lodo y le abrió los ojos. Los fariseos, a su vez, le preguntaron cómo había llegado a ver.
El les respondió:
– «Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo.»
Algunos fariseos decían: «Ese hombre no viene de Dios, porque no observa el sába-do.» Otros replicaban: « ¿Cómo un pecador puede hacer semejantes signos?»
Y se produjo una división entre ellos. Entonces le dijeron nuevamente: «Y tú, ¿qué dices del que te abrió los ojos?»
El respondió:
– «Es un profeta.»
Sin embargo, los judíos no querían creer que había sido ciego y que había llegado a ver, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron:
– « ¿Es este el hijo de ustedes, el que dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?»
Sus padres respondieron:
– «Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego, pero cómo es que ahora ve y quién le abrió los ojos, no lo sabemos. Pregúntenle a él: tiene edad para res-ponder por su cuenta.»
Sus padres dijeron esto por temor a los judíos, que ya se habían puesto de acuerdo para excluir de la sinagoga al que reconociera a Jesús como Mesías. Por esta razón dijeron: «Tiene bastante edad, pregúntenle a él.»
Los judíos lo llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron:
– «Glorifica a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador.»
– «Yo no sé si es un pecador, respondió; lo que sé es que antes yo era ciego y ahora veo.»
Ellos le preguntaron:
– « ¿Qué te ha hecho? ¿Cómo te abrió los ojos?»
El les respondió:
– «Ya se lo dije y ustedes no me han escuchado. ¿Por qué quieren oírlo de nuevo? ¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?»
Ellos lo injuriaron y le dijeron:
– « ¡Tú serás discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés! Sabemos que Dios habló a Moisés, pero no sabemos de donde es este.»
El les respondió:
– «Esto es lo asombroso: que ustedes no sepan de dónde es, a pesar de que me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero sí al que lo honra y cumple su voluntad. Nunca se oyó decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si este hombre no viniera de Dios, no podría hacer nada.»
Ellos le respondieron:
– «Tú naciste lleno de pecado, y ¿quieres darnos lecciones?» Y lo echaron afuera.

Oyó Jesús que lo habían echado afuera y, cuando se encontró con él, le preguntó:
– « ¿Crees en el Hijo del hombre?»
El respondió:
– « ¿Y Quién es, Señor, para que crea en él?»
Jesús le dijo:
– «Tú lo has visto; el que está hablando contigo, El es.»
Entonces exclamó:
– «Creo, Señor», y se postró ante él.
Y dijo Jesús:
– «Para un discernimiento he venido Yo a este mundo: para que los que no ven vean y los que ven se vuelvan ciegos.»
Oyeron esto algunos de los fariseos que estaban con Él y le dijeron:
« ¿Es que también nosotros estamos ciegos? »
Les dijo Jesús:
– «Si fueran ciegos no tendrían pecado, pero como dicen “vemos” su pecado permanece. » (Juan 9, 1-41).

Contemplación
“Jesús, al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento”.
No fue que lo vio así nomás, como de pasadita. Si los discípulos le preguntaron por las culpas debe haber sido porque les llamó la atención la manera en que Jesús lo miraba al ciego.
Es que para nosotros si alguien usa la expresión “al pasar” es para decir que “mi-ramos rápido” o “sin querer comprometernos”.
En Jesús no es así: su “pasar” y su “ver” nunca son apurados ni desatentos. Vea-mos si no en otros pasajes. Fue “al pasar” (que) vió a Mateo, el publicano, sentado a la mesa de los impuestos” (Mt 9, 9); fue también “al pasar junto al Mar de Gali-lea, (que) vio a Simón y a su hermano Andrés que echaban la red en el mar, porque eran pescadores. Y los llamó” (Mc 1, 16); también fue de pasada que “lo vio” a Na-tanael junto a la higuera”.
Quizás el pasaje más significativo para ver cómo miraba Jesús, con qué sentimien-tos, es el de la muerte de su amigo Lázaro, cuando ve llorar a María, a la que tanto quería: “Jesús al verla llorando y a los judíos que la acompañaban, también lloran-do, se estremeció en espíritu y se conmovió, y preguntó: – ¿Dónde lo pusieron? Le dijeron: – Señor, ven y ve. Y Jesús lloró.” (Jn 11, 33).
También Marcos nos hace ver cómo miraba Jesús a la gente con mirada de Buen Pastor: “Al desembarcar Jesús vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas que no tenían pastor; y comenzó a enseñarles muchas cosas” (Mc 6, 34).
Jesús ve de lejos como el Padre Misericordioso que vio a su hijo cuando aún estaba lejos y se conmovió llenándose de misericordia (Lc 15, 20). Jesús es capaz de per-cibir en un abrir y cerrar de ojos el gesto de la viuda que pone dos moneditas en la alcancía del Templo, en medio de una multitud que pone sumas ruidosas (Lc 21, 1).
Por estas y por muchas cosas más, podemos estar seguros de que si nos dejamos mirar por Jesús su mirada nos comunicará su paz, la compasión que siente por nuestras heridas y su alegría indescriptible por nuestra fe.

Hace un tiempo tuve una gracia grande. El Señor me hizo “cambiar la orientación del esfuerzo que hacía”. Me di cuenta de que al rezar hacía fuerza por entender, por ver, por comprender en qué tenía que mejorar… Y de golpe sentí que podía “de-jarme mirar”. Me di cuenta de que me esforzaba por ver pero con miedo: si veo más me va a exigir más. Y era al revés. Si me dejo mirar me va a calmar mis ansiedades. Comencé a rezar así, dejándome mirar, y la verdad es que se convirtió en una ora-ción fácil de hacer en todo momento. No me cansa y me hace bien siempre. A ve-ces dura un instante: el tiempo de decirle al Señor “mirame al pasar”. Es como cuando era chico y cada tanto constataba si mamá me miraba mientras jugaba, o cuando en los actos del colegio y en los partidos de tanto en tanto miraba al público buscando la mirada de los míos.
Otras veces dejarme mirar dura largo rato: me pongo en su presencia y voy notando lo que me pasa y lo que siento y tranquilamente lo refiero a la mirada buena del Señor: mirá esto que siento, Señor, mirá cómo estoy, mirá lo que me pasa…, esto que pensé ¿cómo lo ves? Es un dejarme mirar por el Dios más grande que mi con-ciencia, sin apuro por juzgar ni por sacar cosas que hacer: simplemente dejar que el lo mire todo.
Para conectarse con esta mirada son importantes los recuerdos de la infancia. Los papás primerizos, que no les quitan los ojos de encima a sus bebés, toman con-ciencia de cómo y cuánto hemos sido constantemente mirados durante nuestros primeros meses de vida. Despertamos a la conciencia a la luz de los ojos de nues-tra madre. Y esta experiencia fundante y vivificante nunca la debemos perder: es signo de la mirada más honda de nuestro Creador que es la fuente de la vida espiri-tual. Dice un filósofo actual que sólo la mirada de los demás nos pone un límite. Las cosas se dejan mirar y nuestra mirada ávida no encuentra límite a su curiosi-dad. Por eso al mirar las cosas corremos el riesgo de dispersarnos una y otra vez siempre más. En cambio el rostro de las personas nos limita, las personas nos hacen sentir que se requiere su permiso para que las miremos. Y este límite de la libertad del otro nos hace bien, porque nos remite a nuestra propia libertad, nos hace experimentar que ser mirados con respeto y aceptados tal como somos es nuestro anhelo más hondo.
Pues bien: sólo Jesús puede calmar nuestra sed de ser mirados así. Cuando Jesús dice que Él es la Luz de todo el mundo está hablando de la Luz de su mirada bue-na, de la Luz de sus ojos: Él nos vuelve real la mirada Creadora del Padre.
Jesús vino a mirar, a mirarnos, a ser Testigo, a decirle a todo hombre, especialmen-te a los más pequeñitos, a los que nadie mira, a los que caminan mirando para abajo, que Dios los mira con mirada de Amor infinito, que “nos piensa” en todo momento, como una madre y un padre piensan a sus hijos (los italianos tienen esa expresión tan linda y tan íntima para expresar su cariño: “ti penso”, dicen). Jesús nos piensa, Jesús nos mira.

La mayor parte del tiempo quisiéramos “ver a Jesús” y sentimos que se nos escapa. Como aquí al ciego. Es curioso pero lo cura y en vez de ponerse ante sus ojos se esconde y deja que vaya viendo otras cosas… Como si le despertara la sed de verlo a Él con los ojos nuevos de una fe que fue conquistando por sí mismo, en la con-frontación con lo que pensaban los otros.
Ver a Jesús lleva tiempo. Dejarse ver por él, en cambio, es algo que uno puede hacer en cualquier instante, porque Jesús siempre nos está viendo. Por eso pedirle que nos mire, que mire nuestro corazón, que mire lo que nos pasa, lo que estamos sintiendo, lo que somos…, es algo que nos conecta inmediatamente con Él. Como decía San Alonso Rodriguez, nuestro santo portero: “Le acontece a esta persona que a menudo todo su trato y conversación es con Jesús y la Virgen Santísima Madre y amores de mi alma, dándoles cuenta de lo que pasa por mí, porque yo soy tan nada de veras y grosero e ig-norante que no valgo nada para nada y acudo a ellos dándoles cuenta de lo que pasa por mí, pidiéndoles que me ayuden y favorezcan, para que todo vaya hecho a su gusto y no de otra manera. Y como el Señor ve mis buenos deseos y trato con Él y con la Virgen y que yo no quie-ro sino a ellos y a lo que ellos quieran, acudo a ellos poniéndome a mí y a todas las cosas pro-pias y ajenas, todo, en sus manos (bajo su mirada), y así sale todo próspero y según Dios”.

Este dejarse mirar por Dios era “el secreto” de Hurtado: «Usted me pregunta có-mo se equilibra mi vida, yo también me lo pregunto. Estoy cada día más y más comido por el trabajo: correspondencia, teléfono, artículos, visitas; el engranaje terrible de las ocupaciones, congresos, semanas de estudios, conferencias prometidas por debilidad, por no decir «no», o por no dejar esta ocasión de hacer el bien; presupuestos que cubrir; resoluciones que es necesario tomar ante acontecimientos imprevistos. La carrera a ver quién llegará el primero en tal aposto-lado urgente. Soy con frecuencia como una roca golpeada por todos lados por las olas que sub-en. No queda más escapada que por arriba. Durante una hora, durante un día, dejo que las olas azoten la roca; no miro el horizonte, sólo miro hacia arriba, hacia Dios (…). ¡Ah, y cómo he comprendido su bondad aun en estos momentos! En mi trabajo de cada día, era a Él a quien yo buscaba, pero me parece que aunque mi vida le estaba entregada, yo no vivía bastante para Él… ahora sí… en mis días de sufrimiento, yo no tengo más que a Él delante de mis ojos, a Él solo, en mi agotamiento y en mi impotencia (…) La fe dirige todavía mi mirada hacia Dios. Rodea-do de tinieblas, me escapo más totalmente hacia la luz. En Dios me siento lleno de una espe-ranza casi infinita. Mis preocupaciones se disipan. Se las abandono. Yo me abandono todo ente-ro entre sus manos. Soy de Él y Él tiene cuidado de todo, y de mí mismo. Mi alma por fin reapa-rece tranquila y serena. Las inquietudes de ayer, las mil preocupaciones porque ‘venga a noso-tros su Reino’, y aun el gran tormento de hace pocos momentos ante el temor del triunfo de sus enemigos… todo deja sitio a la tranquilidad en Dios, poseído inefablemente en lo más espiritual de mi alma. Dios, la roca inmóvil, contra la cual se rompen en vano todas las olas; Dios, el per-fecto resplandor que ninguna mancha empaña; Dios, el triunfador definitivo, está en mí. Yo lo alcanzo con plenitud al término de mi amor. Toda mi alma está en Él, durante un minuto, como arrebatada en Él. Estoy bañado de su luz. Me penetra con su fuerza. Me ama.” (San Alberto Hurtado, Un fuego que enciende otros fuegos, págs. 61-63).
Diego Fares sj