Cuaresma 2 A (2005)

Voces que te cambian la cara

Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan,
y los llevó aparte a un monte elevado.
Allí se transfiguró en presencia de ellos:
su rostro resplandecía como el sol
y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.
De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús:
«Señor, ¡qué bien estamos aquí!
Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas,
una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra
y se oyó una voz que decía desde la nube:
«Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo.»
Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra,
llenos de temor.
Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo:
«Levántense, no tengan miedo.»
Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo.
Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó:
«No hablen a nadie de esta visión,
hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.» (Mt 17, 1-9).

Contemplación (o “Audición”)

“¡Escúchenlo!”
La frase del Padre mostrando a su Hijo amado termina con este imperativo: “escúchenlo”.
Escuchar a Jesús es uno de los pasos de las contemplaciones de los Ejercicios.
Mirar la persona, ver lo que hace, “escuchar” lo que dice.

E•n el evangelio el Padre nos manda simplemente escuchar.
Le dejará a María la tarea de agregar: “hagan todo lo que El les diga”.
El Padre solamente nos dice: escúchenlo.
Escuchen a Jesús. A mi hijo.
Escuchen al transfigurado.
Escúchenlo hablar, que sus palabras les transfigurarán la cara.
Escuchen lo que dice,
escuchen su tono,
escuchen las palabras que elige,
los ejemplos que utiliza,
quédense escuchándo su modo de razonar,
su manera de ver las cosas,
lo que valora, lo que siente, lo que condena, lo que le alegra.
Pero sobre todo escuchen su voz.

En obediencia de fe ese es el deseo de estas contemplaciones, que bien podrían llamarse “Audiciones”: escuchar a Jesús y ayudar a que cada uno lo escuche.
Escucharlo juntos.
Escucharlo en un medio no habitual.
Porque el Jesús que habla muchas veces queda encerrado en el envase hermético del libro de los evangelios, que adorna pero que no se abre;
en el formato acostumbrado de la prédica dominical, que ocupa un lugar específico en la agenda y que muchos se saltean…

Escuchar a Jesús es un mandato y una invitación que el Padre nos hace a todos los hombres, a todas las mujeres.
Ni siquiera dice que le hagamos caso.
Simplemente nos pide que lo escuchemos. ¡Tanta es su confianza en su Hijo! El piensa que eso basta. Jesús en la parábola de los viñadores homicidas dice que el Rey piensa: “respetarán a mi hijo”

Es un pedido que se puede hacer, este que hace el Padre, un pedido que se salta las religiones, la moral, la mentalidad… Se le dice a todo hombre: escuchá a Jesús. Vos tenés experiencia de que hay palabras que te cambian la cara. Hay tonos que hacen que el rostro se te demude, frases que te ablandan el rostro y frases que te lo endurecen, hay maneras de hablar que te sacan una mueca o te prenden una sonrisa…
Bueno, escuchá a Jesús, a ver qué efecto hace en tu cara.

La verdad es que no se puede acusar de autoritario a un Padre que solo nos dice esto: que escuchemos.
Las suya es una invitación a ejercer nuestra propia libertad, a recibir algo, a procesarlo y a optar…

Ahora bien, la dificultad para escuchar a Jesús de Nazareth parece grande.
Así como el Señor no escribió ni dejó fotos, tampoco nadie grabó su voz.

O quizás sí.
¿Acaso no grabó la gente la voz de Jesús en su corazón?
Como no había grabadores el Señor permitió que sus palabras se grabaran en los oídos de su pueblo y en el oído de los discípulos más cercanos.
El, la Palabra, se hizo carne en María y de la misma manera, luego, sus palabras y el tono de su voz se hicieron carne en el corazón de su pueblo y de sus discípulos.

¿Confiaremos nosotros, postmodernos, más en una voz grabada en un CD que en una voz grabada en un corazón?
¿Es material más seguro la superficie grabable de un disco duro que la superficie de carne de un corazón?
El Señor eligió ese material para dejarnos grabada su voz y sus palabras.

Confió en que las madres cristianas, al susurrar el nombre de Jesusito en los oidos de sus hijos, reproducirían el tono exacto de su voz,
confió en que los amigos al comunicarle a sus amigos “hemos encontrado al que esperábamos”, tendrían el mismo timbre sincero y auténtico suyo.
Cuando le encargó a Pedro “apacienta a mis corderitos”, “se pastor de mis ovejas”, aunque no está escrito (por que no se puede escribir una voz) creo que le regaló su modo de hablar, ese que “reconocen las ovejas” (mis ovejas reconocen mi voz).
Es, desde entonces, la gracia del Papa: uno escucha la voz de Juan Pablo II, ahora ronca y entrecortada, y reconoce la voz del Pastor. Una voz que, como la de Jesús, supo ser discurso vibrante y ahora es apenas gemido de dolor. Porque necesitamos todos los matices de la voz del Señor, no sólo intérpretes de sus discursos brillantes.

Y desde entonces, para escuchar al Señor, hay que buscar que nos hablen de él los corazones que tienen grabadas sus palabras. Y dejar que el Espíritu las copie en nuestro corazón.

El material del corazón humano tiene una particularidad: es único. Cada “versión”, por así decirlo, de la misma palabra adquiere matices únicos en cada corazón. Y escucharla es solo comparable a escuchar las distintas versiones de una hermosa canción, gozando al sentir cómo cada voz –también la voz es única- la recrea y siendo la misma canción es totalmente única en cada timbre de voz, en cada modulación y acento personal de los que la interpretan.

Además, de entrada la cosa salió así: el evangelio salió en cuatro versiones… recopilación de muchas otras que los cristianos se contaban a viva voz.
Por eso la Iglesia es la reunión de los convocados, de los atraidos por una voz, de aquellos en cuyos corazones se mantiene sonando la Voz de Jesús. Eso es la liturgia, eso es la oración: un mantener resonando –en el coro de nuestras voces- la Voz de Jesús, para que la gente pueda oirla. La Iglesia es el ámbito donde se escucha –grabada en nuestros corazones- la voz de Jesús.
Por eso es tan lindo escuchar a Jesús en la voz de la Iglesia:
en la voz de los santos,
en la voz de los niños que recitan el Ave María por primera vez,
en el tono bajito y pedigüeño de los pobres,
en las risas y los cantos de las contemplativas,
en el tono íntimo de la absolución que alivia,
en las palabras de la consagración que cada uno pronuncia distinto.

¡Escuchenlo!

Ni siquiera se te pide que le hagás caso. Solo escuchalo.
Escuchar lleva tiempo. No es como una imagen que se puede ver toda de una vez.
Escuchar requiere paciencia…

Tomate el tiempo de escuchar a Jesús.
Tomate el trabajo de buscar las mejores versiones de su voz.

Para escucharlo, tenés, en primer lugar, al Jesús de los evangelios.
Cuando los leés, el Espíritu “sopla donde quiere y tú oyes su voz, aunque no sepas de dónde viene ni a donde va. Así le acontece a todo el que nace del Espíritu” (Jn 3, 8).

Tenés al Jesús de los grandes intérpretes, al Jesús de Agustín, al Jesús de Francisco, al Jesús de Teresa y Juan, al Jesús de Ignacio, al Jesusito de Teresita.
Tenés las versiones más modernas del Jesús de Juan Pablo II, del Jesús de madre Teresa, del Padre Hurtado…
Tenés al Jesús de Martín Descalzo, al de Martini, al de Menapace, al de Van Thuan, al de Nowen…

Podemos sentir el ánimo que nos dan todos los santos del cielo -toda la corte celestial como le gusta llamarlos a Ignacio- que con el Padre nos dicen: escuchen a Jesús!

Escuchenlo, nos dice Agustín, el que lo amó tarde!
¡Tarde te amé,
hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé!
Tú estabas dentro de mí y yo fuera,
Y por fuera te buscaba;
Y deforme como era,
Me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste.
Tú estabas conmigo pero yo no estaba contigo.
Me retenían lejos de ti aquellas cosas
Que, si no estuviesen en ti, no serían.
Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera:
Brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera;
Exhalaste tu perfume y respiré,
Y suspiro por ti;
Gusté de ti, y siento hambre y sed;
Me tocaste y me abrasé en tu paz.
«Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está
inquieto hasta que descanse en ti»

Agustín cuenta en las Confesiones cómo quería cambiar y no podía. En esa situación, en el huerto de Milán y con lágrimas en los ojos, hace una oración: ¿Hasta cuándo, Señor…? Y desde una casa vecina, se oye la voz de un niño o de una niña que repite como jugando y dice: “Toma y lee”, “toma y lee”. Agustín se pregunta qué puede significar aquello: ¿sería una canción, un refrán o quizá una palabra de Dios dirigida a él? ¿Debería tomar la Biblia y leer? Optó por esto último y, tomando el libro del Apóstol, que tenía allí a mano, abrió y comenzó a leer allí donde se posaron sus ojos. Se encontró con Rm 13, 13… y comenzó su conversión (Confesiones, VIII).

Escuchen a Jesús, nos dice Teresa, que leyendo a Agustín sintió que esa voz era también para ella. “Como comencé a leer las Confesiones, paréceme me veía yo allí. Comencé a encomendarme mucho a este glorioso Santo. Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio a mí, según sintió mi corazón. Estuve por gran rato que toda me deshacía en lágrimas, y entré en mí misma… (Libro de la vida 8)

Para Santa Teresa, Jesús habla siempre: ¿Pensáis que está callando? Aunque no le oímos bien, habla al corazón (C 24,5). Teresa llama locuciones a las palabras que recibe de Dios. A ella la Palabra le llegaba “tan de presto, a deshora, aun algunas veces estando en conversación, muy en el espíritu, con poderío y señorío, hablando y obrando”.

Escuchenlo, nos dice San Juan de la Cruz. El habla también de las locuciones de Dios y son tan valiosas “que le hace más bien una palabra de estas que cuanto el alma ha hecho en toda su vida”. Acerca de estas locuciones, no tiene el alma qué hacer (ni qué querer, ni qué no querer, ni qué desechar, ni qué temer)… Dichoso el alma a quien Dios le hablare. Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1 R 3, 10) nos hace decir Juan (Subida del monte Carmelo, XXXI).

Escuchenlo en el tiempo largo de unos buenos ejercicios, nos dice Ignacio.
Ignacio es el que nos enseña a darle tiempo a la Palabra, un tiempo ritmado por la dinámica de los Ejercicios, que brota del mismo dinamismo de la Vida del Señor. Ignacio nos enseña estar atentos a la lucha dramática que desencadena la Palabra cuando le damos este tiempo. La dramática lucha de La Palabra contra el palabrerío del mal espíritu. Guerra mayor que todos las guerras y todos los Tsunamis exteriores. En su Diario espiritual, Ignacio nos da una preciosa indicación de cómo suena la voz del Señor en su interior. El la llama “loqüela”. Es una voz que no llega a proferirse, son “palabras suavísimas” que le armonizan el alma sin que las pueda expresar. Son como una “música celeste, que le produce gran deleite y alegría y lágrimas cuando las “escucha”. (Diario Espiritual 221…).

Los Ejercicios son el caminito para llegar a oir más nítidamente esa Voz que siempre está hablándonos al oído del corazón, esa Voz que nos sostiene y nos anima, que nos consuela y perdona, esa Voz que nos misiona y nos gratifica. Cada vez que hacemos los ejercicios algo de esta voz nos queda como don.

Lo que más le gusta al Padre es que tarareemos nuestra versión de Jesús, la que tenemos grabada en nuestro corazón. Quizás no sea para editar un cassette o para que la canten todos, pero al que le gusta cantar canta aunque desafine. Si está con otros canta bajito, pero si está solo canta sin problemas.
Escuchalo a Jesús hablar con tu voz.

Escuchate decir junto con Jesús, el Hijo amado:
“Abba, Padre nuestro del cielo”.
“Habla, Padre, que tu hijo, que tu hija, escuchan”.
Escuchá cómo el Padre nos dice, alegre de que Jesús esté entre nosotros: “Escuchenlo a mi Hijo, a su Hermano.”

Y de allí brotará lo demás.